Nadie pondrá en duda ahora que Keats (1795-1821) es precisamente uno de los más altos valores de la poesía romántica, por hallazgos poéticos, por intensidad expresiva y hasta por biografía.
Escribió el largo poema Endimión cuando tan solo contaba con 22 años. Su comienzo me resulta fascinante por su belleza, pero también porque resulta increíble que alguien tan joven pueda escribir esa poesía celebrativa, de exaltación de la vida, más propia de espíritus menos románticos y mucho más maduros.
(Libro I, primeros versos).
Alegrías eternas son las cosas bellas:
nunca conecerán la muerte
con su encanto elevado y serán para nosotros
tranquilas enramadas y formas de dormir
con los más dulces sueños
entre suaves latidos de un dulce bienestar.
Por eso guirnaldas florecidas
todas la mañanas
nos unen a la tierra,
a pesar del desánimo, de la inhumana escasez
de nobles criaturas, de los días sombríos,
de los insalubres y tenebrosos caminos
que tenemos que recorrer: sí, a pesar de esas sombras,
retiran el negro velo de nuestro negro espíritu
figuras hermosas como el sol y la luna,
y los viejos árboles y nuevos que dan benditas sombras
a las simples ovejas; y los narcisos
de todo el mundo verde del que son habitantes;
y los claros arroyos que frescos matorrales
contra el calor tórrido para ellos mismos
alzan; y los helechos en la fronda del bosque
donde las rosas almizcleñas esparcen su esplendor;
y los grandiosos destinos
que hemos imaginado para los soberanos muertos;
y las hermosas leyendas que nos han relatado
o que hemos leído: inteminables fuentes
de inmortales bebidas que nos regala
el cielo.
Y no sentimos todas esas esencias
sólo por una hora; no: así como a los árboles
que susurran alrededor de un templo los queremos
tanto como al mismo tempo, así también la luna,
la apasionada poesía, las glorias infinitas
nos persiguen hasta convertirse en prometedoras luces
dentro de nuestra alma, y se nos pegan tanto
que, brille el sol o se nuble el cielo,
siempre estarán con nosotros, o, si no, moriremos.
Alegrías eternas son las cosas bellas:
nunca conecerán la muerte
con su encanto elevado y serán para nosotros
tranquilas enramadas y formas de dormir
con los más dulces sueños
entre suaves latidos de un dulce bienestar.
Por eso guirnaldas florecidas
todas la mañanas
nos unen a la tierra,
a pesar del desánimo, de la inhumana escasez
de nobles criaturas, de los días sombríos,
de los insalubres y tenebrosos caminos
que tenemos que recorrer: sí, a pesar de esas sombras,
retiran el negro velo de nuestro negro espíritu
figuras hermosas como el sol y la luna,
y los viejos árboles y nuevos que dan benditas sombras
a las simples ovejas; y los narcisos
de todo el mundo verde del que son habitantes;
y los claros arroyos que frescos matorrales
contra el calor tórrido para ellos mismos
alzan; y los helechos en la fronda del bosque
donde las rosas almizcleñas esparcen su esplendor;
y los grandiosos destinos
que hemos imaginado para los soberanos muertos;
y las hermosas leyendas que nos han relatado
o que hemos leído: inteminables fuentes
de inmortales bebidas que nos regala
el cielo.
Y no sentimos todas esas esencias
sólo por una hora; no: así como a los árboles
que susurran alrededor de un templo los queremos
tanto como al mismo tempo, así también la luna,
la apasionada poesía, las glorias infinitas
nos persiguen hasta convertirse en prometedoras luces
dentro de nuestra alma, y se nos pegan tanto
que, brille el sol o se nuble el cielo,
siempre estarán con nosotros, o, si no, moriremos.
Traducción: Ángel Rupérez.
Me permito partir de Hölderlin y realizar una afirmación tal vez más cauta, pero no menos intensa: la belleza, en su perdurabilidad, nos permite el goce de la existencia.
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