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viernes, 6 de diciembre de 2024

ROSALÍA DE CASTRO

Adiós ríos, adiós fontes
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos,
non sei cándo nos veremos.


Miña terra, miña terra,
terra donde m’eu criei,
hortiña que quero tanto,
figueiriñas que prantei.

Prados, ríos, arboredas,
pinares que move o vento,
paxariños piadores,
casiña d’o meu contento.

Muiño dos castañares,
noites craras do luar,
campaniñas timbradoiras
da igrexiña do lugar.

Amoriñas das silveiras
que eu lle daba ó meu amor,
camiñiños antre o millo,
¡adiós para sempre adiós!

¡Adiós, gloria! ¡Adiós, contento!
¡Deixo a casa onde nacín,
deixo a aldea que conoso,
por un mundo que non vin!

Deixo amigos por extraños,
deixo a veiga polo mar;
deixo, en fin, canto ben quero…
¡quén pudera non deixar!
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

Adiós, adiós, que me vou,
herbiñas do camposanto,
donde meu pai se enterrou,
herbiñas que biquei tanto,
terriña que nos criou.


Xa se oien lonxe, moi lonxe,
as campanas do pomar;
para min, ¡ai!, coitadiño,
nunca máis han de tocar.


¡Adiós tamén, queridiña…
Adiós por sempre quizáis!…
Dígoche este adiós chorando
desde a beiriña do mar.

Non me olvides, queridiña,
si morro de soidás…
tantas légoas mar adentro…
¡Miña casiña!, ¡meu lar!


(Aquí tenéis una traducción)

La poesía española del siglo XIX tendría muy poca importancia si no fuera por las dos grandes figuras que la coronan y la mejoran: Bécquer y Rosalía. Ambas figuras, a pesar de sus muchas diferencias, comparten tiempo (solo un año separa sus nacimientos), tendencia romántica, interés por la creación popular y, como consecuencia, el esfuerzo por simplificar el lenguaje poético para conseguir que exprese lo más íntimo y personal.

La poesía de nuestra gallega universal es muy fácil de encontrar, tanto en papel como en línea. Para quien desee la lectura en pantalla, la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes o la Fundación Rosalía tienen un buen catálogo de sus obras. Quien quiera leerlas solamente tiene que pulsar sobre el icono del libro que aparece sobre las letras html.

De la Fundación Juan March recojo el audio de la conferencia que impartió Ana Rodríguez Fischer en 2013:


Del Instituto Cervantes recojo este ciclo que bajo el título de Rosalía de Castro, tradición y modernidad, ofreció la conferencia de García Montero, Penélope sin Ulises. La herencia de Rosalía (minuto 22' 40'', en los actos protocolarios las presentaciones son siempre excesivas) y el recital de Amancio Prada (1h 16' 35''):

 
Al día siguiente, Arcadio López-Casanova impartió la conferencia Presencia de Rosalía en la poesía gallega contemporánea (10' 56''):


Después vino la mesa redonda Rosalía de Castro: su vida y su literatura en la que participaron Luis Alberto de Cuenca (10' 25''), Marina Mayoral (39' 03'') y Carlos G. Reigosa (1h 09' 05''), todos ellos presentados por Ángel Basanta.


Para quienes se atrevan un poco más, resultará de gran ayuda y mucho interés el Estudio literario de la obra de Rosalía de Castro, de Marina Mayoral, que la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes mantiene accesible para todo el mundo, tanto en castellano como en Galego.





Y para los que quieran profundizar todavía más en su poesía, La poesía de Rosalía de Castro, de la misma autora.
 
***


martes, 3 de diciembre de 2024

LA PEREZA, Bécquer

No podría decir exactamente que Bécquer se adhiriera en su momento al pensamiento abolicionista del trabajo, idea sobre la que en este mismo espacio ya he publicado alguna nota sobre libros que inciden de una u otra manera en eso de dedicarle menos tiempo a la obligación: EN DEFENSA DE LOS OCIOSOS (2009)EL DERECHO A LA PEREZA (2012) o LA ABOLICIÓN DEL TRABAJO (2014). 

En realidad, ni sus opiniones políticas, ni sociales, ni tan siquiera su dedicación a la actividad profesional que ejerció, el periodismo, van en esa dirección, pero este artículo que publicó en El Contemporáneo, en abril de 1861, no deja de tener su gracia.

Un fantasma se extiende por el mundo... ¿Será el de la pereza?

La pereza dicen que es don de los inmortales y, en efecto, en esa serena y olímpica quietud de los perezosos de pura raza hay algo que les da cierta semejanza con los dioses. 
El trabajo aseguran que santifica al hombre; de aquí, sin duda, el adagio popular que dice: "A Dios rogando, y con el mazo dando". Yo tengo, no obstante, mis ideas particulares sobre este punto. Creo, en efecto, que se puede recitar una jaculatoria mientras se echan los bofes golpeando un yunque; pero la verdadera oración, esa oración sin palabras que nos pone en contacto con el Ser Supremo por medio de la idea mística, no puede existir sin tener a la pereza como base. 
La pereza, pues, no sólo ennoblece al hombre, porque le da cierta semejanza con los privilegiados seres que gozan de la inmortalidad, sino que, después de tanto como contra ella se declama, es seguramente uno de los mejores caminos para irse al cielo. 
La pereza es una deidad a que rinden culto infinitos adoradores; pero su religión es una religión silenciosa y práctica; sus sacerdotes la predican con el ejemplo; la naturaleza misma, en sus días de sol y suave temperatura, contribuye a propagarla y extenderla con una persuasión irresistible. 
Es cosa sabida que la bienaventuranza de los justos es una felicidad inmensa que no acertamos a comprender ni a definir de una manera satisfactoria. La inteligencia del hombre, embotada por su contacto con la materia, no concibe lo puramente espiritual, y esto ha sido la causa de que cada uno se represente el cielo, no tal cual es, sino tal como quisiera que fuese. 
Yo lo sueño con la quietud absoluta, como primer elemento de goce, el vacío alrededor, el alma despojada de dos de sus tres facultades, la voluntad y la memoria, y el entendimiento, esto es, el espíritu, reconcentrado en sí mismo, gozando en contemplarse y en sentirse. 
Ésta es la razón por la que no estoy conforme con el poeta que ha dicho: 
Heureux les morts, éternels paresseux! 
Esta pereza eterna del cadáver, cómodamente tendido sobre la tierra blanda y removida de la sepultura, no me disgusta del todo; sería tal vez mi bello ideal, si en la muerte pudiera tener la conciencia de mi reposo. ¿Será que el alma, desasida de la materia, vendrá a cernerse sobre la tumba, gozándose en la tranquilidad del cuerpo que la ha alojado en el mundo? 
Si fuera así, decididamente me haría partidario del tan repetido y manoseado «reposo de la tumba», tema favorito de los poetas elegíacos y llorones y aspiración constante de las almas superiores y no «comprendidas». Pero..., ¡la muerte! «¿Quién sabe lo que hay detrás de la muerte?», pregunta Hamlet en su famoso monólogo, sin que nadie le haya contestado todavía. Volvamos, pues, a la pereza de la vida, que es lo más positivo. 
La mejor prueba de que la pereza es una aspiración instintiva del hombre y uno de sus mayores bienes es que, tal como está organizado este pícaro mundo, no puede practicarse, o al menos su práctica es tan peligrosa que siempre ofrece por perspectiva el hospital. Y que el mundo, tal como lo conocemos hoy, es la antítesis completa del paraíso de nuestros primeros padres, también es cosa que, por lo evidente, no necesita demostración. Sin embargo, el cielo, la luz, el aire, los bosques, los ríos, las flores, las montañas, la creación, en fin, todo nos dice que subsiste la misma. ¿Dónde está la variación? El hombre ha comido la fruta prohibida; ha deseado saber, ya no tiene derecho a ser perezoso. 
—¡Trabaja, muévete, agítate para comer! 
Esto es tan horrible como si nos dijeran: "Da a esa bomba, suda, afánate para coger el aire que has de respirar". 
Cuántas veces, pensando en el bien perdido por la falta de nuestros primeros padres, he dicho en el fondo de mi alma, parodiando a Don Quijote en su célebre discurso sobre la Edad de Oro: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en que el hombre no conocía el tiempo, porque no conocía la muerte, e inmóvil y tranquilo gozaba de la voluptuosidad de la pereza en toda la plenitud de sus facultades». Caímos del trono en que Dios nos había sentado; ya no somos los señores de la creación, sino una parte de ella, una rueda de la gran máquina, más o menos importante, pero rueda al fin y condenada, por lo tanto, a voltear y a engranarnos con otras gimiendo y rechinando, y queriéndonos resistir contra nuestro inexorable destino. Algunas veces, la Pereza, esa deidad celeste, primera amiga del hombre feliz, pasa a nuestro lado y nos envuelve en la suave atmósfera de languidez que la rodea, y se sienta con nosotros y nos habla ese idioma divino de la transmisión de las ideas por el fluido, para el que no se necesita ni aun tomarse el trabajo de remover los labios para articular palabras. Yo la he visto muchas veces flotar sobre mí y arrancarme al mundo de la actividad, en que tan mal me encuentro. Mas su paso por la tierra es siempre ligerísimo; nos trae el perfume de la bienaventuranza para hacernos sentir mejor su ausencia. ¡Qué casta, qué misteriosa, qué llena de dulce pudor es siempre la pereza del hombre! 
Ved la actividad corriendo por el mundo como una bacante desmelenada, dando una forma material y grosera a sus ideas y a sus ensueños; ved el mercado público cotizándolos, vendiéndolos a precio de oro. Santas ilusiones, sensaciones purísimas, fantasías locas, ideas extrañas, todos los misteriosos hijos del espíritu son, apenas nacen, cogidas por la materia, su estúpido consocio, y expuestas, desnudas, temblorosas y avergonzadas, a los ojos de la multitud ignorante. 
Yo quisiera pensar para mí y gozar con mis alegrías, y llorar con mis dolores, adormecido en los brazos de la pereza, y no tener necesidad de divertir a nadie con la relación de mis pensamientos y mis sensaciones más secretas y escondidas. 
Vamos de una eternidad de reposo pasado a otra eternidad por venir por un puente, que lo es apenas la vida. ¡A qué agitarnos en él con la ilusión de que hacemos algo agitándonos! Yo he visto con el microscopio una gota de agua, y en ella esos insectos apenas perceptibles, cuya existencia es tan breve que en una hora viven cinco o seis generaciones, y he dicho al mirarlos moverse: "¿Si creerá ese bichejo que hace alguna cosa?". Para afanarnos en el mundo era menester que le pusiesen una montera que nos tapara el cielo de modo que la comparación con su inmensidad no hiciera tan sensible nuestra pequeñez. Yo quiero ser consecuente con mi pasado y mi futuro probables, y atravesar ese puente de la vida, echado sobre dos eternidades, lo más tranquilamente posible. Yo quiero...; pero quiero tantas cosas que sólo con enumerarlas podría hacer un artículo largo como de aquí a mañana, y no es éste seguramente mi propósito. 
Aún me acuerdo de que en una ocasión, sentado en una eminencia desde la que se dilataba ante mis ojos un inmenso y reposado horizonte, llena mi alma de una voluptuosidad tranquila y suave, inmóvil como las rocas que se alzaban a mi alrededor y de las cuales creía yo ser una, una roca que pensaba y sentía como yo creo que sentirán y acaso pensarán todas las cosas de la tierra, comprendí de tal modo el placer de la quietud y la inmovilidad perpetua, la suprema pereza tal y tan acabada como la soñamos los perezosos, que resolví escribirle una oda y cantar sus placeres desconocidos de la inquieta multitud. 
Ya estaba decidido; pero al ir a moverme para hacerlo, pensé, y pensé muy bien, que el mejor himno a la pereza es el que no se ha escrito ni se escribirá nunca. El hombre capaz de concebirlo se pondría en contradicción con sus ideas al hacerlo. Y no lo hice. En este instante me acuerdo de lo que pensé ese día: pensaba extenderme en elogio de la pereza a fin de hacer prosélitos para su religión. Pero, ¿cómo he de convencer con la palabra, si la desvirtúo con el ejemplo? ¿Cómo ensalzar la pereza trabajando? Imposible. 
La mejor prueba de mi firmeza en las creencias que profeso es poner aquí punto y acostarme. ¡Lástima que no escriba esto sentado ya en la cama! ¡No tendría más que recostar la cabeza, abrir la mano y dejar caer la pluma!

***


viernes, 29 de noviembre de 2024

BÉCQUER, poesía prebecqueriana

Editorial
Si nos quedamos solamente con los valiosos pero excesivamente esquemáticos apuntes de los conocimientos de un manual de bachillerato, tendremos la sensación de que la nómina de poetas que en ellos aparece se hicieron a sí mismos desde su propia inspiración y genialidad. Y bien cierto es que su capacidad expresiva superó en técnica, en originalidad y en atrevimiento lo que en su época se hacía; sin embargo, tanto ellos como los demás, eran hijos de su tiempo, y en su tiempo encuentran buena parte de las herramientas y de los estímulos para escribir cuanto escribieron. Tres ejemplos bastarán para evidenciar lo que digo.


Augusto Ferrán (1835-1880) estuvo desde 1855 hasta 1859 en Alemania. Él fue, en palabras de Cossío, el más entusiasta, el más ardoroso, el más fecundo de los traductores españoles del poeta alemán (se refiere a Heine). En Ferrán ya aparece el gusto por la poesía popular, por la brevedad y, por supuesto, la tendencia germanizante que podemos rastrear en Bécquer. Además, fueron amigos. Compárense estas dos rimas con la XLVII del sevillano.

III

Los mundos que me rodean
son los que menos me extrañan:
el que me tiene asombrado
es el mundo de mi alma.


XLI

Yo me asomé a un precipicio
por ver lo que había dentro,
y estaba tan negro el fondo,
que el sol me hizo daño luego.




En José Selgas (1822-1882), nos recuerda J. Frutos Gómez de las Cortinas, ya estaban el idealismo difuso, el análisis del yo íntimo, la vaguedad, la melancolía, la Naturaleza considerada como espejo de lo invisible, el tono menor y la novedad métrica. No es necesario hacer un gran ejercicio de imaginación para ver los restos de este "la mañana y la tarde" en la rima XV.

LA MAÑANA Y LA TARDE

La cándida mañana es la alegría,
Ufano el mundo muestra su riqueza
    Al resplandor del día:
    La tarde es la tristeza.

La misma luz que en el risueño prisma
De la gentil mañana en ondas arde,
    La misma luz, la misma,
    Qué triste es a la tarde!

Todo es alegre en la mañana hermosa,
Que el cielo, el mar y las montañas viste
    De nácar y de rosa;
    Todo en la tarde es triste.

Tú eres la luz gentil, risueña y vaga
De que hace el alba azul altivo alarde
    Yo soy luz que se apaga;
    Soy vapor de la tarde.

Tú eres germen de amor y de belleza;
Yo sombra triste de la pena esclava:
    Tú eres vida que empieza;
    Yo soy vida que acaba.

El sol te sigue, y con su lumbre bella
Tu sien corona sonrosada y pura;
    Sigue en pos de mi huella
    Ciega la noche oscura.

Tú vas con tu inocencia alborozada;
Yo a mi oscuro saber no me acomodo:
    Tú aún no has visto nada;
    Yo lo he visto ya todo.




De Ángel María Dacarrete (1827-1904) afirma José Pedro Díaz en su Gustavo Adolfo Bécquer. Vida y poesía que el tono de sus poemas es hasta tal punto becqueriano que después de leerlos estaba convencido de que tenían que existir correspondencias literales. Acudió a Bécquer, pero no las encontró. En cualquier caso, nadie puede negar esa extraordinaria similitud en el tono de ambos. 

ENSUEÑO

No sé decir por qué... Ya tanto hacía
que no pensaba en ti, sino despierto!...
No sé decir por qué, la última noche
te vi entre sueños!

Tan hermosa a mis ojos como siempre;
tan pura y dulce como en otro tiempo;
pero estabas tan pálida, tan triste,
que al recordarlo tiemblo!

Todo un mundo de amor y de pesares
nuestras mutuas miradas se dijeron;
mas ni siquiera nuestros nombres, nada
murmuró el eco!

Inmóviles los dos y silenciosos,
apoyada la mano sobre el seno
sonreímos... Yo estaba al despertarme
en lágrimas deshecho!

Influencias hay muchas más. Años y años de estudio y análisis de la obra becqueriana han ido descubriendo multitud de ellas. Pero las influencias no restan un ápice la magnitud de su obra. Antes al contrario: nos hacen comprender su grandeza la comprobar la crueldad del tiempo: solamente la mejor y más acertada obra será la que recordemos, mientras el resto pasa a engrosar los archivos nacionales, se convierte en pasto del olvido.

***


sábado, 9 de noviembre de 2024

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Después de haber dicho lo que dije en la tertulia del martes pasado, me desdigo y, para facilitar la consulta, agrupo en esta entrada todo aquello que andaba disperso por multitud de ellas. Recojo cuanto considero de mayor interés. 

Lo primero es la obra, sus Rimas. Yo todavía conservo el de la colección Austral. Hay infinidad de ediciones y todas las bibliotecas tienen alguna cuando no tienen varias. Para quienes prefieran leer en pantalla, la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes también las tiene recogidas.

  • De los documentales varios o conferencias diversas a los que se puede acceder en internet, los mejores, los que se ajustan al trabajo de investigación, son estos que dejo insertados: Bécquer desconocido con guión de Aleix Raya y Miguel A. Reina, la dirección es de Manuel H. Martín.
  • Una de las dos conferencias que ofreció Jesús Rubio Jiménez en la Fundación Juan March hace ya poco más de diez años.
  • Hay otro documental realizado por RTVE que se emitió en la serie de Imprescindibles y que tenía como centro temático el misterio. Para verlo hay que abrir cuenta en RTVE Play (es gratuito).

 

Para quienes deseen ir más allá y profundizar en la pulcra perfección de sus rimas o adentrarse en los detalles de su biografía, un par de recomendaciones: el primer ensayo corto de Dámaso Alonso en su célebre Poetas españoles contemporáneos; para la biografía, el voluminoso y bien documentado trabajo de investigación del hispanista Robert Pigeard, Bécquer, leyenda y realidad (Muchas gracias, Santi)

El punto y final lo pongo con esta recopilación de sugerencias becquerianas: 
  • el concierto de Amancio Prada cantando poemas del poeta sevillano,
 


sátira pornográfico-política atribuida, la investigación actual pone en duda esa atribución, a los hermanos Bécquer. El catálogo de las acuarelas comienza en la página 76. 



***


jueves, 17 de octubre de 2024

AVISO SOBRE EL CALENDARIO Y LAS TERTULIAS 2024/25


Debido al desventurado incidente del pasado 1 de octubre en el que se concitaron unas cuantas casualidades para impedir que yo pudiera llegar a la tertulia y, tal y como ese mismo día comuniqué a unas pocas personas, he retrasado la sesión sobre Martín Fierro y he reajustado ligeramente el calendario para mantener todas las obras que estaban programadas. Queda, pues, así:

5 de noviembre: José Hernández.
3 de diciembre: Bécquer.
7 de enero: R. de Castro.
4 de febrero: Verlaine y Rimbaud.
4 de marzo: Mallarmé.
1 de abril: J. Martí.
6 de mayo: S. Díaz Mirón.
3 de junio: J. Asunción Silva.

Además del retraso que sufren todas las tertulias hasta febrero, el cambio principal corresponde a la sesión de ese mes donde he colocado a los dos poetas franceses en la misma sesión. Lo he realizado así porque la vida de ambos estuvo íntimamente unida y buena parte de sus biografías resulta más fácil estudiarlas colocándolas en relación la una con la otra. No soy yo el único que los pone en relación para hablar de ellos. La Fundación Juan March ya lo hizo hace mucho tiempo y el resultado fue brillante:

 

En fin, espero que no volvamos a tropezar con un contratiempo similar y que la temporada transcurra sin más adversidades.

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lunes, 9 de septiembre de 2024

ABIERTO EL PLAZO PARA INSCRIBIRSE EN LAS TERTULIAS


 Ya está abierto el plazo para inscribirse esta temporada en la tertulia poética/taller de poesía cuyo calendario es el siguiente:

FECHA

TÍTULO

1

OCTUBRE

J. Hernández (1834-1886)

5

NOVIEMBRE

Bécquer (1836-1870)

3

DICIEMBRE

R. de Castro (1837-1885)




7

ENERO

Verlaine (1844-1896)

4

FEBRERO

Rimbaud (1854-1891)

4

MARZO

Mallarmé (1842-1898)

1

ABRIL

J. Martí (1853-1895)

6

MAYO

Salvador Díaz Mirón (1853-1928)

3

JUNIO

José Asunción Silva (1865-1896)

La inscripción podrá realizarse de tres formas:
- Presencialmente: en  el mostrador de información de la biblioteca. 
- Por internet: A través de este enlace
- O llamando al teléfono: 943505421.

El plazo para realizar la inscripción termina el día 20 de septiembre.


La Biblioteca publicará el 25 de septiembre en la página web de la biblioteca (http://www.irun.org/biblioteca) la lista de personas admitidas en cada taller y la lista de espera (si hubiese). Además se podrán consultar llamando al teléfono 943505421 en horario de 9:00 a 20:00h y sábado: 9:00-13:00. En el caso de producirse alguna baja se irá llamando por orden de la lista de espera.

***

sábado, 6 de julio de 2024

TERTULIAS 2024-2025

 Acabo de enviar a la biblioteca el listado de poetas que nos tendrán ocupado el tiempo de la próxima temporada.

FECHA

TÍTULO

1

OCTUBRE

J. Hernández (1834-1886)

5

NOVIEMBRE

Bécquer (1836-1870)

3

DICIEMBRE

R. de Castro (1837-1885)




7

ENERO

Verlaine (1844-1896)

4

FEBRERO

Rimbaud (1854-1891)

4

MARZO

Mallarmé (1842-1898)

1

ABRIL

J. Martí (1853-1895)

6

MAYO

Salvador Díaz Mirón (1853-1928)

3

JUNIO

José Asunción Silva (1865-1896)


Este es el recitado completo de la primera obra de la que nos ocuparemos en octubre. Cinco horitas de audio para quienes no puedan o no quieran leerlo con sus ojitos. Es una buena opción seguir la lectura del libro mientras se escucha el audio, eso sí, hay que tener la precaución de anotar el minutaje en el que estamos cuando dejamos la lectura/audición, para no andar perdiendo el tiempo en el momento de reanudar la tarea. 


Y en audio descargable: 


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sábado, 29 de junio de 2024

TRAS LOS PASOS DE BÉCQUER Y MARCIAL

Monasterio de Veruela

 Bécquer estuvo en este hermoso monasterio al menos en tres ocasiones durante los años 1863 y 1864. Allí acudió en busca de reposo con su familia y con la de su hermano Valeriano, quien se dedicaba a la pintura y nos ha dejado un testimonio visual recogido en este dibujo del sesteo de toda la familia una tarde de verano en 1864.


De hecho, en el monasterio hay una exposición permanente que bajo el título de Espacio Bécquer ofrece una información muy detallada sobre la actividad de ambos hermanos durante el tiempo de estancia y más allá. 





Como es bien sabido, la relación entre ambos hermanos fue siempre muy buena y fructífera. Por otro lado, el espacio monástico, con su austera belleza y la calma que transmiten sus paredes, fue un acicate más para la redacción de las Cartas, absolutamente impregnadas de ambiente romántico. Es fácil, por tanto, imbuirse del espíritu becqueriano tanto en el espacio exterior, a la sombra del Moncayo, como dentro del recinto monacal. Y si tenéis a mano las 
Cartas desde mi celda, el viaje, la visita y el paseo por la zona os resultará mucho más grata.

La segunda motivación del viaje venía dada por Marco Valerio Marcial, bilbilitano de pro y gran epigramista. Por desgracia, no pude visitar la ciudad romana que dotó del gentilicio a los habitante de Calatayud; los trabajos arqueológicos que se estaban practicando, y que ocuparán todo el verano, me impidieron la visita. En cualquier caso, no me faltó la compañía de sus textos, vivaces, satíricos e ingeniosos siempre. Un par de ejemplos para quien no conozca sus famosos epigramas: 

Libro I

IV

Si por casualidad te topas, César, con mis libritos, deja de fruncir tu entrecejo señor del mundo. Vuestros triunfos acostumbran también a tolerar las bromas, y no siente pudor un general por ser materia de chistes. Te ruego que leas mis obras con esa misma frente con que contemplas a Timele y al payaso Latino. La censura puede permitir unas inocentes chanzas: mis páginas son licenciosas; mi vida, honesta.

Libro II

VIII

Si algo te parece en estas páginas, lector, o muy oscuro o poco latino, el error no es mío; lo ha tergiversado el copista con las prisas por cargar versos a tu cuenta. Pero si crees que no es él, sino yo, quien ha caído en falta, entonces yo creeré que tú no tienes ni pizca de inteligencia. —"Pero esos versos son malos". —¡Como si yo negara lo evidente! Estos son malos, pero tú no los haces mejores.

Libro V

XXIII

Exiges, Lesbia, que mi pene esté siempre a punto para ti. Créeme: la pilila no es lo que un dedo. Por más que tú la estimules con manos y palabras cariñosas, tu cara de mandona se vuelve contra ti.

Libro VII

XXXIV

¿Qué cómo puede ser, Severo, que la peor persona del mundo, Carino, haya
hecho bien ni una sola cosa, preguntas? Te lo diré, pero rápido. ¿Qué peor que Nerón? ¿Qué mejor que las termas neronianas? No falta al momento, ahí lo tienes, alguno de esos malvados que te habla así con su boca avinagrada: "¿Qué prefieres tú a tantos regalos de nuestro dios y señor?". —Prefiero las termas neronianas a los baños de un maricón.

Traducción: José Guillén


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viernes, 28 de junio de 2024

CASTILLO DE TRASMOZ, unas fotos para una leyenda

Trasmoz y su castillo.

Del rápido paseo por el piquito oeste de la provincia de Zaragoza traigo los bolsillos llenos de recuerdos y de historias. Hoy dejo aquí la leyenda del castillo de Trasmoz tal y como la cuenta Bécquer 
en su séptima carta y sus tildadas aes de otro siglo —lo que también tiene su encanto—. 

Existe, muy bien señalizada, lo que se conoce como ruta Bécquer. Es fácil de hacer, pero no es aconsejable durante un día caluroso, porque no hay prácticamente ninguna sombra durante el recorrido, aunque siempre está la opción salir muy temprano, con el frescor matinal. 

Vamos con la historia:

Queridos amigos: Prometí á ustedes, en mi última carta, referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano, que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece á la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde á las edades mitológicas y fabulosas de la historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz, y viendo con maravilla un punto como aquél, donde gracias á la altura, las rápidas pendientes y los cortes á plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la naturaleza, hacer un lugar fuerte é inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo á la raya fronteriza, exclamó volviéndose á los que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en dirección á la cumbre:

— De buena gana tendría allí un castillo.
Hito que acompaña el camino.



Oyóle un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba á la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y á riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

— Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo á llevaros mañana á vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, á manera de limosna, contestóle el soberano con aire de zumba:

— Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y, esto diciendo, le apartó suavemente á un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas, por los blancos y flotantes alquiceles.

— ¿Luego me confirmáis en la alcaidía? añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

— Seguramente díjole el rey desde lejos y cuando ya iba á doblar vma de las vueltas del monte; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo, y mañana irás á Tarazona á entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad, y después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió poco á poco hacia la aldehuela de Trasmoz, Componían este lugar quince ó veinte casaquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban á pacer sus ganados al Moncayo. Pasito á pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres ó cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentóse á comerlas á la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir á hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó á despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba á trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo á la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida esta operación, comenzó á lavarse las manos y el rostro, murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco ó seis, y cuando todos hubieron conchudo de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:

— Veo con gusto que sois buenos musulmanes, y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que á sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente, tarde ó temprano, alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando á quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como no comprendiendo adonde iría á parar aquella introducción si no era á pedir una limosna; pero con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su discurso:

Adrián Pereda y su magnífico regalo en una pared de una casa de Trasmoz

— He aquí que yo vengo de una tierra lejana á buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, á la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros venir muchos hombres á hacer las abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: He aquí hombres fieles á su religión; igualmente lo serán á su palabra. De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre á las señales de los corredores del campo, y pronto á encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A tí te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y por último, aquél otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:

— ¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares, entre cuyas peñas estamos acostumbrados á vivir, y á los que tenemos el amor que todo hombre tiene á la tierra que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se encuentran presentes.

— Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí, respondió el viejo impasible; cuando el sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

— ¿Y cómo puede ser eso, dijo entonces el pastor, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

— Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano, insistió el extraño personaje, á quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

— ¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores. Porque á tal castillo tal alcaide.

— Yo lo soy, tornó á contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando á sus risueños oyentes con una sonrisa particular. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

— ¡Nada menos que eso! —se apresuraron á responderle—. Pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche á cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arcángeles de la noche velen á vuestro alrededor con sus espadas encendidas! Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo á carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y trasparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica, y echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, á entrarse fría y oscura. De pico á pico de la elevada cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parecían haber esperado á que se ocultase para comenzar á removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas, iba poco á poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario, asomaba la luna, redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó á un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último á la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver á intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado á la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado, lo verán claro más adelante, debía ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado á la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde aquel aéreo asiento comenzó á pasear la vista á su alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y á medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche que parecía de metal, y era á modo de linterna, y á medida que frotaba, veíase como lumbre sin claridad, azulada, medrosa é inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, á cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó á hojear el libro que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas de libro llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese á alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, á todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó á percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban á la vez, y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un oscuro triángulo con un ruido semejante. Mas lo particular del caso, era que allí á nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión ó ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar á los que sólo á sus ojos parecían visibles, y satisfecho sin duda del resultado de su primera operación, volvió á la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó á dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando, acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones distintos. El viejo, que á medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros, había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio un soplo á la vela verde, y despojándose de las antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado, y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose á la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados á su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes.

Lo que queda del castillo

— ¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero, suave como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó á hacerse espantoso como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando é irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita á un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, é impulsadas de una fuerza oculta é interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos á hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese á rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron á saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes á una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante á sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, é iban formando una cerca altísima á manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

— La obra adelanta. ¡Ánimo! ¡ánimo! murmuró el viejo; aprovechemos los instantes, que la noche es corta, y pronto cantará el gallo, trompeta del día. Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose á otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

— Espíritus de la tierra y del fuego; vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había espirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó á oir un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruzan al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas, y resuena metálico y sonoro el choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte á enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

El imponente Moncayo

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron á sacudir las plumas y á saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía á su corte haciendo pequeñas jornadas, y que accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo, y después de poner en un pie como las grullas á su servidumbre, se dirigía á los jardines de palacio. Aún no había pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes, todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

— Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fué una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora é interrogante á los que estaban á su lado, tampoco fué cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma, sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo, exclamó jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular, como solía hacerlo cuando estaba á punto de estallar su cólera:

— ¡Pronto, mi caballo más ligero, y á Trasmoz; que juro por mis barbas y las del Profeta, que si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que le han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar á lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta á la vista hasta que se llega á su cumbre. Tocaba el rey casi á la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir á su encuentro al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, mientras él, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar á que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba á su soberano:

— Señor, yo he cumplido ya mi palabra; á vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

— Pero ¿no es fábula lo del castillo? — preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, á cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.
Aquí esperaba la llegada del periódico



— Dad algunos pasos más y le veréis, respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos pasos más el soberano; llegó á lo más alto de la Ciezma, y en efecto, el castillo de Trasmoz apareció á sus ojos, no tal como hoy se ofrecería á los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir á verlo, sino tal como fué en lo antiguo, con sus cinco torres gigantescas, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

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Al llegar á este punto de mi carta, me apercibo de que, sin querer, he faltado á la promesa que hice en la anterior, y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir á ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz, y sin saber cómo les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que se ha enredado en el pico de la pluma: merced á ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido á contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

Entrada del monasterio

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La Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba tienen recogidos todos los audios de las cartas leídas por Bernardo Ríos.

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