Editorial |
La dedicación de este espacio al poema XXXII de los Cantares gallegos viene motivada por una traducción sorprendente con la que me he encontrado de manera casual. Digo casual porque, generalmente, cuando tengo una versión bilingüe, no suelo leer la original. Y, casualmente, vi el nada con que termina el tercer verso de la estrofa número 30 del poema XXXII. Me sorprendió no verlo en la versión traducida, ya que nada es lo mismo en gallego que en castellano:
E tamén vexo enloitada
d’ Arretén á casa nobre,
dond’ a miña nai foi nada,
cal viudiña abandonada
que cai triste ó pé dun robre.
Cantares gallegos (versión original).
Este es el poema traducido de la edición que yo tengo, que es la de la imagen de la derecha:
Cómo llovía, suaviño,
cómo, suaviño, llovía;
cómo lovía, suaviño,
día y noche por Laíño,
por Lestrove, noche y día.
Inquieto, el sol alumbraba
la triste, blanca nube.
La tapaba y destapaba,
su blanca pluma rizaba.
Pasa, torna, vuelve, sube...
Más lejos, diseminada
por los aires fugitivos,
oscura ya despintada,
por el cielo desatada,
cae brillando en rayos vivos.
Misteriosa regadera
de fina lluvia, ha mojado
el suelo, curva y ligera.
Mojando va la ribera,
flor por flor, prado por prado.
Semejante a leve gasa
que sutil el viento mueve,
en flotante ondas pasa
sobre cuanto el sol abrasa,
ardiente, y refresca, y llueve.
¡Lluvia de finos cristales
por las vegas de Campaña...!,
y, secos, los herbazales
de Laíño... Y, a raudales,
la Ponte de sol se baña.
Hacia Caldas, todo oscuro.
El cielo, azul, en Adina,
transparente, limpio, puro.
De Arretén al monte duro
la nube va peregrina.
Triste va, la tierra toca,
ya con pies de blanca nieve,
ya con fina y fresca boca;
triste va, que el cielo invoca,
y a besar tierra se atreve.
triste va cuando se abate,
vaporosa, sola y muda.
Ya mansa, sus alas bate
como un corazón que late
herido en la pena ruda.
Así imaginó la triste
sombra de mi madre, errando
en la esfera donde existe;
que a ir al cielo se resiste,
por los que quiso aguardando.
Veo Souto, en parda sombra
envolviendo su ramaje,
—por bueno, del Rey se nombra—,
donde fiero, el viento asombra
ruge, estalla de coraje.
Y el palacio serio y grave,
¡cuánto en pura luz se baña!
Igual que pesada nave
que volver al mar no sabe
encalló en la fresca braña.
Valga está en la orilla hermosa
de aquel camino de plata,
casta virgen candorosa,
sentada en suelo de rosa,
mas vestida de escarlata.
San Luis veo, brillando
bañado por tintas puras,
ya sol y sombras mostrando,
en reposo contemplando
montes, aguas y verduras.
Allá Padrón, sobre el río,
hada blanca, ramo verde,
fruto en flor del huerto mío,
bajo un manto de rocío,
lejos, lo miro y se pierde.
¡Y, entre el maíz, la figura
de una hinchada y blanca vela
corre, como estrella pura!
Dice el viento, con ternura,
"¡Ay, paloma, vuela, vuela!"
Le arrulla en la blanda ría
un remanso murmurante
que en la arboleda nacía,
bajo un toldo de alegría,
al calor de un sol amante.
Sol de italia, sol de amores,
¿cómo podrás alumbrar
más rosas, y aún más verdores,
color y cielo mejores
entre la espuma del mar!
Sol de Italia, no suspiro
por sentir tu ardiente rayo,
que otro sol templado miro;
dulcemente aquí respiro
en perenne, eterno mayo.
En mi tierra tal encanto
se respira... Pobre o triste,
rico o harto de quebranto,
¡se encariña de ella tanto
el que con su luz se viste!
Los que de ella son nacidos,
los que son de lla mimados
si están lejos doloridos
están, y de amor heridos
al ser de ella amamantados.
Del hijo la madre tira,
sorda, triste, plañidera,
gime, llora y aún suspira,
y no cesa hasta que mira
que viene, por vez postrera.
¡Ay!, madre, ¡cuánto te quiero!
¡Madre, ay, de la madre mía!
Tu suelo de amor prefiero
a cuanto, grande o severo,
en la tierra encontraría.
¿Cómo no, si ahora estoy viendo,
entre la plata y las rosas,
cuanto la vida, queriendo,
fue ante mis ojos volviendo
ya memorias cariñosas?
Bosques, casas, sepulturas,
campanarios y campanas,
con vago son de dulzuras
que despierta, ¡ay!, ternuras,
que jamás podrán ser vanas.
Aquéllas mismas tocaron
cuando los míos nacieron,
aquéllas mismas lloraron,
aquéllas mismas doblaron
cuando los míos murieron.
Aquellas, sí, que animadas
me llamaban mansamente
en las mañanas doradas,
con las cantigas amadas
de mi madre, juntamente.
Aún veo dónde jugaba
con las niñas que quería,
el ejido donde holgaba,
los rosales que cuidaba,
la fuente donde bebía.
Y la calle solitaria
que en paz baña un sol sereno,
sin temer mano contraria,
igual siempre, nunca varia,
vega llana en campo ameno.
Y también veo, enlutada,
de Arretén la casa noble,
—donde mi madre adorada
nació— viuda abandonada
que cae triste al pie del roble.
Allí está, sombra perdida,
voz sin son, cuerpo sin alma,
amazona malherida
que al sentir perder la vida
se adormece en sorda calma.
Casa grande la llamaban
en tiempo más venturoso,
pues los pobres que imploraban,
hartos ya, se calentaban
a su fuego cariñoso.
Casa grande, cuando un santo,
venerable caballero
cpn tranquilo, noble encanto,
bajo el pliegue de su manto
cobijaba al pordiosero.
Cuando el canto en la capilla
de la Gran casa sonaba
con fervor y fe sencilla,
rico fruto de semilla
que el varón santo sembraba.
Ahora todo, silencioso,
causa allí miedo y pavura,
y un espíritu quejoso
mora allí, donde el reposo
anidó con la tristura.
Risas, cantos, armonía,
blandas músicas, contento,
fiestas, danzas, alegría,
se trocó en la triste, fría
sorda voz del fuerte viento.
Sólo ahora hierbas crecen
en su patio descuidado,
y zarzales que florecen
y, en su tiempo, fruto ofrecen
a los niños, sazonado.
Y entre aquel silencio mudo
que a turbar nadie se llega,
entre aquel ¡ya fui!, tan rudo,
se ve, entero, un noble escudo
que va a decir no soy se niega.
Claros timbres muestra ufano,
con soberbio casco airoso...
Más detrás de un soy tan vano
se ve al pobre orgullo humano
humillado y polvoroso.
Tras la calada visera,
que haya ojos heridores
que nos miran se dijera,
que dicen: todo es quimera
en un mundo de dolores.
¡Casa grande, triste casa
que de aquí, tan sola, miro,
parda, oscura, triste masa!
¡Casa grande, pasa, pasa...!
¡Ya no eres más que un suspiro!
Mis abuelos,¡ay!, murieron,
los demás te abandonaron.
tus lustros ya perecieron,
y los que más te quisieron
también de ti se apartaron.
Mes tras mes, piedra tras piedra,
te has de ir desmoronando,
ceñida en cintas de hiedra,
mientras que otra, fuerte, medra,
que así va el mundo rodando.
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¡Más que luz, qué colorido
por el cielo se dilata!
Luce el sol descolorido
y el arcoiris, ya nacido,
en su cinta se desata.
Cómo llovía, suaviño,
cómo, suaviño, llovía;
cómo lovía, suaviño,
día y noche por Laíño,
por Lestrove, noche y día.
Para quien no sepa nada de la biografía de Rosalía de Castro conviene recordar que era hija natural de una cura y de María Teresa de la Cruz Castro y Abadía, hija de una familia hidalga, pero de escasos recursos económicos. La hija no fue reconocida ni por el padre ni por la madre. Quedó inscrita como nacida de padres desconocidos y se ocupó de ella en una primera instancia la que hizo de madrina en el bautizo, que era una sirvienta de la madre. La época era la que era y la zona rural gallega, una zona profundamente tradicional. No era precisamente París.
Será Rosalía la que tome conciencia de su ser mujer y escritora, y la que se dé cuenta del estado en que se hallaba la población de su tierra, sumida en la superstición, la irracionalidad de las creencias y las discriminaciones de todo tipo, especialmente la de la mujer.
No pongo en duda que pudiera adorar a su madre, porque según escriben estudiosos de su biografía mantuvieron una estrecha relación y la hija enseguida supo quién era su madre. Lo que me resulta de todo punto asombroso es por qué se ha traducido dond’ a miña nai foi nada por donde mi madre adorada nació y no por el exacto donde mi madre fue nada que mantiene las ocho sílabas, el ritmo y hasta la rima original y, seguramente, es una descripción objetiva de la situación que pudo vivir en su propia casa Mª Teresa de la Cruz, madre soltera. Incomprensible.
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