sábado, 5 de diciembre de 2020

CEMENTERIO DE LOS INGLESES



No sé si todas o la mayoría de las ciudades españolas tienen su cementerio de los ingleses ni tampoco sé si las que lo tienen poseen ese aire destartalado, marginal y un tanto romántico que tiene el de Donosti. Solo conozco el de Málaga, porque hasta él fui en busca del recuerdo de Jorge Guillén y su epitafio: "Aquí yace un enamorado de la vida". Y desde luego, ese cementerio está muy bien cuidado.

El Cementerio de los ingleses donostiarra se encuentra en la ladera norte del monte Urgull, mirando al mar. Curiosamente, de las tres tumbas que se encuentran en mejor estado, una no pertenece a ningún inglés, sino español, el mariscal Manuel Gurrea, muerto en Andoain, en 1837, durante  la primera guerra carlista. En las otras dos, las que aparecen debajo de estas líneas, están enterrados William Tupper (izquierda) y Oliver de Lancey (derecha).




Es cierto que me atraen, en general, las ruinas, los lugares abandonados y, por supuesto, me gustan los cementerios que tienen un aire de jardín recóndito y romántico, como el Cementerio de Highgate, donde está enterrado K. Marx. Sin embargo, posiblemente nunca hubiera despertado mi curiosidad el nombre de los dos militares británicos que están enterrados ahí de no haber sido porque hace poco tropecé con este libro en el expositor de una librería. 


No cabe duda de que las guerras acortan las vida, como las enfermedades, los hábitos insalubres y todos los excesos. Sabido es que los románticos parecían contentos con la idea de morir jóvenes, siempre y cuando hubieran podido vivir entregados a sus pasiones. ¿Tendríamos algún Byronalgún Shelleyalgún Keats enterrado en el monte Urgull?

La época era la que era, y no quiero dudar de que esos dos británicos, se sintieran verdaderamente convencidos de que debían defender los ideales liberales, pero yo más bien me inclino a pensar que eran un par de mercenarios y que cuanto dominaban en la vida era el arte de estar al frente de unos soldados que estaban por aquí intentando ganarse una soldada. Del espíritu romántico seguramente tenían el nombre de la época que les tocó vivir.

Eso sí, el librito me ha servido para enterarme de esa antigua tradición que cuenta que entre los despojos abandonados por las tropas inglesas en la batalla que perdieron, la de Oriamendi, se encontraron la partitura de una marcha que habría compuesto José Juan Santesteban, organista de Santa María, y que tocarían para celebrar la victoria. Lo curioso es que se acabó convirtiendo en el himno más célebre de los carlistas.

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