Tigre, tigre, que te enciendes en luz
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?
William Blake fue un tipo raro —¿quién no lo es?—, pero también fue un artista excepcional que dominó el grabado, la pintura y la poesía, hasta tal punto que el periódico británico The Guardian a través de la pluma de Jonathan Jones (4º párrafo, 1ª línea), dice de él que fue "el mayor artista que Gran Bretaña ha producido", lo que es mucho decir.
Este poema, "El tigre", es el más conocido y citado de sus poemas. Esto quiere decir que ha sido objeto de innumerables comentarios, algunos de los cuales podéis encontrar en internet. Forma parte de los Cantos de experiencia que deberían ser leídos junto con los Cantos de inocencia. En estos últimos encontramos el poema "El cordero" al que se alude en "El tigre".
Corderillo, ¿quién te hizo?
¿Sabes quién te hizo?
¿Quién te dio vida y te alimentó
junto al arroyo y en los prado?
¿Quién te brindó deliciosas ropas,
de lana suave alegres?
¿Quién te dio voz tierna
y capaz de regocijar todos los valles?
¿Quién te hizo, corderrillo?
¿Sabes quién te hizo?
Corderillo, te lo diré;
Corderillo, te lo diré:
le llaman por tu nombre,
pues él mismo se dice Cordero.
Es humilde y manso.
Tomó la forma de un niñito.
Yo, un niño, y tú, un cordero,
somos llamados por el mismo nombre.
¡Que Dios te bendiga, corderillo!
¡Que Dios te bendiga, corderillo!
Curiosamente, Nietzsche, unos cien años después, escribió un librito que lleva por título Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Allí podemos leer, en las pp 19-20 (Tecnos, 1998), sobre otro tigre que, me atrevería a decir, ha salido del de Blake. A fin de cuentas, el impulso poético del alemán era muy fuerte y la alegoría recorre toda su obra (las negritas son mías).
En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque solo fuese por una vez, como si estuviera tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvalaciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar hacia fuera a través de una hendidura del cuarto de la inocencia y vislumbrarse entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad?
¿No es, acaso, el mismo tono visionario? ¿No es el tigre de Nietzsche —la mortalidad humana— una proyección del tigre destructor y apocalíptico de Blake? ¿No reflejan ambos textos un mismo estremecimiento metafísico? ¡Ah, cuántas veces convergen, no solo en pensamiento, sino también en expresión, la filosofía y la poesía! ¿O son la misma cosa, pero con diferentes ornatos?