Ayer por la mañana salí de casa relativamente temprano con la intención de andar a paso vivo y poner a sudar las mascarilla. De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, dice el refrán. Una ladera umbría del parque de Ametzagaña me puso la primera tentación delante del objetivo. El ojo es débil y mi entereza escasa. Paré... y me alegré de haber parado. Las scilla de primavera jugaban a gustarse sobre la hierba.
También dice el refranero que el comer y el rascar, todo es empezar. Entre unos huertos y unos parques de la ruta se hallaban, resplandecientes de pecado y atractivo, los cerezos, los bellísimos cerezos, para seguir cayendo. Los de delicadas y fragantes flores rosas,
los níveos y puros como el cielo de las 9 de la mañana,
algunas de sus tímidas florecillas que jugaban a esconderse detrás de ramas más pobladas,
lo mismo que el pequeño y querido petirrojo,
los cerezos cargados de luz que acogían la presencia de algún humano silencioso y pensativo,
los que, orgullosos de su blancura, se inclinaban por destacar sobre el verde limpio del mañanero césped.
Y un poco más adelante, escondida entre la hierba y un grueso tronco protector, haciendo honor a su nombre, la Lathraea clandestina. Clandestina y pecadora ella, si entendemos por pecar valerse de los recursos de las otras plantas para sobrevivir ella. Quienes saben de esas cosas dicen que es una holoparásita, que es un nombre como muy serio, así que el asunto debe de ser grave.
Había guardado ya el objetivo y el hanami para otro día, avivado el paso para dejar de pecar, o sea, para irme a casa, cuando, de repente, oí cómo me increpaban a coro una multitud de finas voces: ¿No te atreverás a ignorarnos, verdad? ¿No serás capaz de pasar por aquí sin admirar nuestra belleza?
Tanta coquetería puso freno a mis pasos. Retomé el hanami, dirigí el objetivo y me traje todas cuantas pude para casa.
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