Editorial |
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Me alegra ver que cada vez son más las voces expertas que nos advierten de los usos y abusos de las tecnologías invasivas, sean o no sean inteligentes, autónomas o como quiera que las llamemos. Hannah Fry, profesora de matemáticas urbanas en el University College de Londres, nos ofrece un texto lleno de frescura, sencillez y luminosas anécdotas sobre ese entorno en el que cada vez nos hallamos más sumergido al que denominamos inteligencia artificial y que funciona a base de algoritmos y se alimenta de datos.
Claro que queremos mejores máquinas para que los diagnósticos médicos sean más acertados y las intervenciones quirúrgicas más precisas. Claro que deseamos todo tipo de ayuda tecnológica para que nuestra vida sea más cómoda y podamos disponer de más tiempo para ocuparnos de nuestros propios intereses y aficiones. Claro que preferimos comprar a menor precio. Claro que pretendemos tener mejores respuestas y más rápidas. Claro. El problema es que mientras suspiramos por un mundo aparentemente más confortable y mejor, alguien está tomando decisiones y creando una manera de funcionar. Y no somos nosotros.
De entre los múltiples ejemplos con los que ilustra qué es lo que está ocurriendo, el de Rahinah Ibrahim debería ser suficiente para que empezáramos a realizarnos algunas preguntas. A lo mejor todo sería un poco más sencillo si aceptáramos que la perfección no existe, que todo algoritmo puede ser mejorado y que nunca acabaremos de limpiar los sesgos.
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