La generosidad de Jaime Aspiunza, doctor en filosofía y traductor de Nietzsche, me ha permitido publicar aquí este trabajo que, por actualidad e importancia, merece ser leído con detenimiento. Espero que os resulte tan interesante como a mí.
Curioseando en la doctrina woke, me encontré el libro de
Kathleen Stock, Material Girls, o de la importancia de la
realidad para el feminismo. El libro, magnífico, es un esmerado
análisis y desmontaje del supuesto feminismo de la teoría de la
identidad de género, la defensa a ultranza de lo transgénero aun en
detrimento de la consideración y respeto del sexo, es decir, la
ideología que está detrás de la llamada Ley Trans (Ley 4/2023, 28
de febrero, publicada en el BOE del 1 de marzo de 2023).
Lo que sigue es un extracto pergeñado para una charla pronunciada
ante jóvenes de entre 16 y 18 años. Como todos los ciudadanos, los
jóvenes de esa edad se ven sometidos a una propaganda maniquea, con
la diferencia, no obstante, de que a veces está incluida en los
propios programas de algunas asignaturas, con lo que se les quiere
hacer creer que es cuestión de conocimiento, cuando –como espero
se vea– no pasa de ser filosofía de baratillo.
Kathleen Stock ha sido Profesora de Filosofía en la Universidad de Sussex hasta octubre de 2021, cuando ella misma abandonó el puesto
tras una furiosa campaña de persecución por parte de un grupo
organizado de estudiantes, un sindicato universitario y una buena
parte de sus colegas que, por supuesto –no disponen de más
argumentario–, la acusaban de tránsfoba.
Creo que ella permite distinguir muy bien lo que sería el rechazo de
las personas trans, que para nada defiende, y el rechazo de un
discurso disparatado que se arroga –falsamente– la exclusiva
defensa de los intereses de la comunidad trans.
Voy a hablar de género, en particular de la llamada identidad de
género.
La tesis, el argumento que defiendo: Las personas trans
merecen vivir sin miedo, merecen leyes y políticas que las protejan
adecuadamente de la discriminación y la violencia. Pero las
leyes y las políticas basadas en la identidad de género no
son el camino correcto.
Cuatro axiomas del activismo trans:
«1. Tú y yo, y todo el mundo, tenemos un estado interior de gran
importancia llamado identidad de género.
«2. Para algunas personas, la identidad de género interior no
coincide con el sexo biológico –masculino o femenino– que
los médicos les asignaron al nacer. Son las personas trans.
«3. La identidad de género, y no el sexo biológico, es lo que te
hace ser hombre o mujer (o ninguno de los dos).
«4. La existencia de personas trans nos genera una obligación moral
a todos: la de reconocer y proteger legalmente la identidad de género
y no el sexo biológico.»
Estos axiomas o principios no son fruto de la observación o la
investigación, son creencias, ocurrencias y hasta disparates.
Muchas personas trans asumen que la existencia y el reconocimiento de
sus derechos políticos y legales dependen de que la teoría de la
identidad de género se dé por buena, y eso es lo que voy a
demostrar que es una equivocación, que es falso y perjudicial.
La imposición de la teoría de la identidad de género en nuestras
leyes está causando un daño material a muchas personas, incluidas
personas trans.
La teoría de la identidad de género no solo afirma que la identidad
de género existe, es fundamental y debe ser protegida legal y
políticamente. También dice que el sexo biológico es irrelevante y
no necesita esa protección legal. Que la identidad de género –en
una supuesta lucha– debe imponerse al sexo biológico.
¿Por qué habría que elegir entre sexo e identidad de género?
Veamos primero qué es el sexo, los sexos:
¿Cómo distinguimos los sexos?: más allá de algunos criterios
médicos o biológicos (cromosomas, gametos), la manera como
entendemos en general los conceptos de «macho» y «hembra» se
puede explicitar del siguiente modo.
«Macho» y «hembra» remiten a un conjunto relativamente estable de
características morfológicas a las que se suman los
mecanismos subyacentes que producen esas características. —
Ahora bien, para dejar lugar a la innegable diversidad
genética y morfológica existentes, lo fundamental es que ninguna
característica concreta del conjunto, ni ningún mecanismo
subyacente, se considera esencial para la pertenencia de un individuo
a la especie. Basta con que haya suficientes.
La mayoría de la gente tendrá todas las características…, pero
¡no todos, sin que por eso sea nadie menos macho o menos hembra!
No es que los rasgos observables constituyan el sexo, pero sí
es cierto que se suele hacer hincapié en ellos.
J. Butler –se le
suele atribuir– postula la «construcción social del sexo»: lo
que significa que
1) no hay una división natural
del sexo
2) «macho» y «hembra» no son más que una
codificación social contingente y arbitraria.
La proposición 1 es antiintuitiva, es decir, miramos y vemos
diferencias sexuales; dicha proposición no proviene, por tanto, de
la observación. (Los defensores del constructivismo suelen responder
que nuestra mirada no es inocente, que está ya pervertida del
insoslayable y constrictivo discurso social: la nuestra. La suya…,
la suya ¡no logra desengancharse!... del insoslayable y
constrictivo discurso social.)
La proposición 1 proviene de un par de ideas «filosóficas»
sacadas de quicio, exageradas, pero insostenibles:
a) que el
lenguaje no refleja lo existente, no se refiere a una realidad
previa, sino que “produce” o “construye” la realidad. — Es
cierto que la realidad simbólica –lo social, lo político– está
en buena medida elaborada mediante el lenguaje, pero si algo es
referente ineludible del lenguaje lo es el cuerpo, y los
cuerpos humanos son sexuados. Si no fuera así, no existiría, por
ej., la medicina;
b) que cualquier teoría binaria de los sexos
ha de ser inevitablemente “normativa” y, por lo tanto,
“excluyente”. — Los conceptos de «macho» y «hembra» que he
propuesto arriba no contienen normas; que haya habido, y siga
habiéndola, exclusión no tiene que ver con los conceptos que dan
cuenta de la diversidad hallada en la naturaleza, sino con el mal
uso, prejuicioso que de ellos se haga.
Así, dicha «construcción social del sexo» es un poco simplista y
conspiranoica, adolescente. — Por el éxito que tiene, sin embargo,
debe de ser también muy seductora, como si nos trajera a la luz una
«verdad profunda».
El modelo binario no implica determinismo biológico, como
tantas veces se le atribuye; así pues, para no caer en el
determinismo biológico, no hace falta prescindir del modelo binario.
En definitiva, hay una división natural de sexos en machos y
hembras: más del 99% son lo uno o lo otro. De ahí que sea erróneo
–y tramposo– decir que el sexo se «asigna» — el sexo se
percibe, se reconoce en el recién nacido.
Solo 1,8 de cada 10.000 son intersexuales; solo 1,2 de cada 100.000
son hermafroditas.
Y es que el sexo tiene importancia, una importancia fundamental: en
primer lugar, porque sin sexo el ser humano habría desaparecido, ni
siquiera existiría; en segundo –no me puedo extender aquí–, por
su relevancia en la medicina, en el deporte, en la orientación
sexual y en los efectos sociales de la heterosexualidad.
Veamos ahora qué es la identidad de género.
La noción apareció en los años sesenta (J. Money, R. Stoller). Hoy
en día se entiende que es lo que nos hace ser hombre o mujer; si
coincide con el sexo, cis-; si no, trans-género. En la legislación
ha llegado a sustituir al sexo, por medio de la simple declaración
de dicha identidad.
Tener una identidad de género que no se corresponde con el sexo, es
algo que la sociedad –se dice– debería respetar. Y estamos de
acuerdo. — Cosa distinta son algunas de las consecuencias que de
dicho respeto se deducen.
La identidad de género –se nos dice– es la vivencia
interna, psicológica de una identidad masculina o femenina. Como
apuntaba al principio, se supone que todos tenemos esa identidad.
La forma más elemental de entenderlo suele ser considerar que es
algo innato, una parte estable y persistente del yo, que determina
quién soy “realmente”; una especie de núcleo, de esencia.
Vendría temprano a la conciencia (para los dos, tres o cuatro años),
del mismo modo que descubrimos de niños si tenemos pito o rajita.
Tomado al pie de la letra, este modelo parece justificar la creciente
importancia jurídica y política de la identidad de género. Y, como
además es algo que solo uno mismo puede conocer, requeriría un
enfoque “afirmativo” por parte de los profesionales, es decir,
que se preste atención a quienes dicen tener una identidad de género
desajustada.
¿Es verdaderamente innata? ¿Está la identidad de género en
el cerebro, como se sugiere? ¿Es un hecho innato, permanente y
estructural del cerebro? — Parece bastante dudoso.
Por de pronto, las personas que no son trans no tienen ni idea
de lo que sea identidad de género: saben cuál es su sexo, y no
porque tengan una conciencia especial dedicada al sexo, sino porque
llevan viéndolo y viviéndolo desde niños.
Solo cuando hay discrepancia, cuando uno sufre a causa de
ella, parece que tenemos necesidad de hablar de la identidad de
género. — Ni siquiera siempre: hay muchas personas no trans que
están descontentas con su sexo, y no por eso se
convierten en trans, es decir, sienten ser de otro sexo.
Tal vez solo pueda haber identidades de género desajustadas en
relación con el sexo, y no ajustadas. De donde se deduce que la
identidad de género no puede ser algo estructural, algo dado
en el cerebro, o en el cuerpo humano. — Del mismo modo que no tiene
sentido pensar que hay una conciencia específica de nuestra
tendencia política, o de nuestros gustos, etc.
Que la identidad de género esté influida por la biología –hay
diferencias entre los cerebros masculinos y los femeninos–, no
significa que sea innata, es decir, que esté «programada» en una
parte del cerebro. Y, desde luego, que haya un acceso directo de la
conciencia a dicho programa, es aún más impensable.
Otro modelo de la identidad de género es el de la teoría queer,
muy citada y muy afamada. Se suele remitir a Butler,
lo que es muy poco plausible: ¡que Butler
hable de desajuste entre sexo y género!
La teoría queer es más una propuesta política que
otra cosa, de donde se deriva su problema principal: en su intención
de rarificar la situación, de hacer saltar por lo aires las
estructuras sociales — olvida la importancia de lo psicológico, de
lo personal. Como dice Jay Prosser,
un profesor trans inglés: «y si hay transexuales que lo
único que buscan no es ser “performativos” [es decir,
actores o activistas políticos], sino simple y llanamente ser».
Otro de su motivos es la difuminación y multiplicación de
identidades –desde no binario hasta las 58 que propone Facebook,
pasando por «semifluido» y «pangénero»–; la cosa es curiosa,
si se quiere, pero tiene límites muy serios. No porque nos
inventemos una palabra sabemos cuál es su referente real. Al
alejarnos de lo que conocemos de verdad –macho o hembra, hombre o
mujer– se pierde el sentido.
La teoría de la identidad de género, al prescindir de la biología
y de la psicología, postulando una mítica identidad prescrita antes
del nacimiento, es incapaz de explicar cómo se llega a estar en
discrepancia con el propio sexo hasta el punto de desear cambiarlo o
de sentirse más cercano al otro.
No puedo extenderme. Baste con señalar algo obvio: no hay identidad
dada sino un proceso activo de identificación con el propio
sexo o con el otro. Y esa identificación se da tanto de manera
consciente como inconsciente. Por eso, vamos con el tiempo
descubriendo cómo nos sentimos en relación al propio cuerpo.
El psiquiatra Az Hakeem describe en su libro Trans, p. 52,
cómo observa en los clientes que desarrollan identidades de género
desajustadas una trayectoria característica que va desde
[1]
“un primer signo o síntoma de que algo no va bien” y un “cambio
de humor” hasta un
[2] “periodo de búsqueda de
significado tras la experiencia de cambio en el yo” y, finalmente,
un
[3] “cambio experimentado en el yo atribuido a la
identidad de género”. A esto le sigue una
[4a] “creciente
preocupación por la identidad de género”, una
[b]
“atribución retrospectiva del género como causa de los problemas
en la vida” y una
[c] “mayor conciencia del género en la
vida cotidiana en relación con uno mismo y con los demás”.
La identificación puede ser disfuncional, pero también puede ser
una gran fuente de valor y significado.
Esta manera de entender la identidad de género permite atender la
infinidad de casos diferentes que se encuentran. Una identidad de
género desajustada no es necesariamente algo contra lo que haya que
luchar. Son muchos los aspectos negativos de nuestra vida que,
asumidos, le dan su riqueza y particularidad.
Por eso, frente a la propaganda del activismo, que desea ver disforia
de género por todas partes, una de las críticas principales que se
debe hacer es la absoluta irresponsabilidad, perniciosa y aun
perversa, de quienes en los niños que juegan con juguetes asociados
al otro sexo o llevan su ropa ven un síntoma indiscutible de
identidad trans. — En los niños, más aún en el caso de los
infantes, que están formando sus conceptos básicos, no hay
conciencia de lo que es ropa de niño o de niña, y
menos de lo que es ser niño o niña.
Lo mismo se puede decir de los problemas de la pubertad o la
adolescencia: las dudas, los conflictos con la propia sexualidad no
necesariamente implican disforia de género. Y también de otros
problemas de salud mental.
Más razonable parece esperar: Si un niño se siente atraído
por el mismo sexo, en la adolescencia la confusión puede crecer y es
probable que su imagen de sí mismo se tambalee ante la presión de
la familia, los amigos y la sociedad en general. Cuando hay tanto en
juego, lo mejor es “estar a la espera” para ver si las cosas
siguen igual o cambian. La intensa identificación inicial con un
ideal de sexo opuesto o andrógino puede transformarse en muchos
casos en otra cosa.
¿Qué es ser mujer?
La cuestión de si las mujeres trans se pueden considerar mujeres en
sentido estricto se ha vuelto muy tóxica. — La respuesta negativa
se toma «como un intento de “borrar” a las personas trans»,
ignorando que lo único que se pregunta es cómo clasificarlas.
Eso por un lado. Por el otro, resulta que si vence el activismo
trans, es la mujer la que resulta borrada.
De ahí la importancia de saber qué es ser mujer. Dicho de
otro modo, cuáles son los conceptos públicos de mujer
y de hombre.
Un concepto no es el fruto de una decisión arbitraria tomada por un
comité de poderosos, pero tampoco depende de la opinión de uno. No
nos preguntamos por lo que deberían ser la feminidad y la
masculinidad, sino por lo que son. — ¿Qué se entiende por
ser mujer?
Lo que voy a hacer es analizar un concepto. — Los conceptos
son herramientas cognitivas que, cuando funcionan bien, nos ayudan a
gestionar el mundo en el que vivimos de manera más efectiva, a
percibir diferentes tipos de cosas y hacer distinciones entre ellas,
en relación con los intereses que podamos tener.
Hay conceptos de cosas en sentido estricto, y decimos que poseemos el
concepto cuando somos capaces de identificar esa cosa de manera
fiable: setas comestibles y venenosas, hambre o ansiedad, etc.
También hay conceptos de cosas no perceptibles –bondad,
democracia, amistad, la propia identidad de género, etc.–; en este
caso, una prueba de que se manejan dichos conceptos es hablar con
coherencia de ellas en diversos contextos, empleando palabras
específicas referidas a dicha cosa que los demás puedan reconocer.
— Lo que se intenta hacer en una clase de filosofía.
Los conceptos los creamos en respuesta a los intereses humanos, eso
es cierto; por eso no tenemos conceptos para referirnos, por ej., a
las cosas que duran más de tres años: ¿para qué? Pero el que
respondan a intereses humanos no significa que los conceptos no
seleccionen también divisiones reales ya existentes en el mundo. Los
conceptos, cuando funcionan bien, seleccionan lo que ya existe.
Insisto, los conceptos seleccionan, no crean las cosas, como
pretende el constructivismo.
A veces resulta que un concepto no funciona bien. En los casos más
extremos, se descubre que un concepto no se refiere a nada real. Por
ej., la supuesta noción biológica de Raza: ¡eso no existe!, luego
no deberían sacarse conclusiones a partir de ella.
Así pues, el análisis conceptual –característico del pensamiento
filosófico– implica prestar atención tanto a los conceptos y el
lenguaje como a la naturaleza de las cosas.
El concepto de «mujer»
La teoría de la identidad de género nos dice que lo que nos define
como hombre o mujer no es el sexo, sino la identidad de género. Se
están proponiendo ahí interpretaciones radicalmente modificadas de
los conceptos ya existentes de mujer
y de hombre.
Desde siempre, estos conceptos se han entendido de la siguiente
manera:
‘mujer: hembra humana adulta’; ‘hombre: macho
humano adulto’;
ahora, ‘mujer: ser humano adulto con
identidad de género femenina (le hayan “asignado” el sexo hombre
o mujer)’; ‘hombre: ser humano adulto con identidad de género
masculina (le hayan “asignado” el sexo hombre o mujer)’».
Y
se pretende dejar de lado, olvidar los conceptos tradicionales.
Aun cuando tengamos en cuenta el interés de la identidad de género,
no se pueden definir mujer
y hombre en términos
de la identidad de género. — ¿Por qué?
Hay una mitad de la población, la de sexo femenino, a la que le
suceden cosas particulares justamente por su sexo –desde tener
hijos a ser discriminadas en el trabajo–, y hace falta un concepto
con que referirnos a ese grupo, que es el tradicional de mujer.
Y esto es especialmente cierto cuando los objetivos son feministas. —
De ahí el que el feminismo de la identidad de género no se ocupe ya
de la mujer.
Hay otros conceptos que se basan en el de mujer,
como son los relativos a las diversas edades de la mujer: niña,
abuela, etc.
Aún más importante es que dichos conceptos se refieren a seres que,
la mayoría de las veces, pueden identificarse como tales por medio
de la percepción. — Los conceptos basados en la identidad
de género niegan la validez de la percepción, borran la realidad en
uno de sus aspectos esenciales y primarios.
Está demostrado que hay una estrecha relación entre la percepción
y la adquisición de algunos conceptos.
mujer y hombre se
adquieren normalmente en parte a través de la vista y el oído. La
mayoría de los niños adquieren una idea de cómo usar estos
conceptos cuando se les señalan mujeres y hombres por la calle, en
casa o en libros ilustrados. — Es imposible extirpar ese
conocimiento y esa experiencia del alma humana. Negarlos solo provoca
confusión.
De hecho, aunque la identidad de género quiera ser un estado
psicológico interno que no tiene correlación directa con la
apariencia externa, lo cierto es que si hay identidad de género
femenina o masculina es porque previamente ya sabemos lo que es ser
hombre o mujer. — En realidad, hace trampa la teoría ya que la
identidad de género remite inevitablemente al sexo, por más que
pretenda negarlo.
Suelen decir los activistas trans que las personas cis deben ser “más
amables”, y “renunciar” a los conceptos de mujer
y hombre (como
si los demás nos aferráramos a estas palabras por rencor, para
hacerles daño). — No hay nada de eso: es que ¡son necesarias!
K. Stock propone añadir
a nuestro vocabulario colectivo otros conceptos que representen al
“humano adulto con identidad de género femenina” y al “humano
adulto con identidad de género masculina”; esos conceptos no
serían excluyentes, sino que clasificarían a las personas en
categorías cruzadas. Las mujeres podrían ser humanos adultos con
identidades de género masculino, y los hombres podrían ser humanos
adultos con identidades de género femenino. Cada uno de nosotros
puede clasificarse en varias categorías a la vez.
De lo que no se puede prescindir es de los conceptos tradicionales
de mujer y
hombre. — Además, la propuesta trans implica un fuerte
desprecio de las mujeres, ya que en ella ¡resultan ser más
importantes unos machos con identidad de género femenina que las
mujeres!
En resumen: pretender que existe en nuestros cuerpos o en nuestras
mentes algo así como la identidad de género y que por obra y gracia
de tal elemento básico el sexo dejaría de tener relevancia es un
sinsentido, puesto que la dichosa identidad de género –fruto de un
proceso conflictivo de identificación, esto es, de formación de
dicha identidad– solo surge en discrepancia con el sexo. Así pues,
identidad de género o identidad sexual y sexo están por definición
vinculados.
Se encuadra, eso sí, dentro de esa delirante tendencia de la época
a despreciar el cuerpo en cuanto sustrato imprescindible de nuestro
ser humanos, versión informacional o digital del antiguo
gnosticismo: ese creer que somos fundamentalmente mente y que por
ello podríamos en cualquier momento prescindir de ese soporte
material tan imperfecto que son nuestros cuerpos.
Les guste o no, una cosa está clara: somos –los humanos– cuerpo,
cuerpo animado, espirituoso o psicofísico, pero siempre cuerpo. Y si
algún día dejamos de serlo, dejaremos de ser humanos. En cualquier
caso, las fantasías al respecto, por mucho que vendan, no pasan de
ser fantasías, fantasmagorías, falsas ilusiones, embustes. Y no hay
que confundir el rigor intelectual con el marketing y la propaganda.
Las peligrosas consecuencias de todo este juego de poder: como
mínimo, bajo la pretensión de proteger a personas, muy poquitas,
terriblemente perseguidas, provocar confusión en muchas, en
particular entre los más jóvenes. Más graves, ciertamente, la
ignorancia e irresponsabilidad con que se ha estado invitando a que
se resuelva cualquier conflicto aparente o real supuestamente ligado
a la identidad sexual por medio de la transición al otro sexo; en
última instancia, la contaminación o, mejor, perversión del
ideario feminista al derivar el sujeto de sus reivindicaciones de la
mujer en sentido estricto a la persona trans con identidad de mujer,
esto es, al hombre con identidad de mujer.
Kathleen Stock, Material Girls. Por qué la realidad es importante
para el feminismo, trad. de Irene Jové, Shackleton Books, 2022