Como todos los días, la alumna abrió un poco la puerta, asomó apenas la cabeza y preguntó con suave coquetería:
—¿Se puede?
Como todos los días, el profesor, sin mirar hacia la puerta, hizo un gesto con la mano, para indicar que entrara, y continuó la explicación.
Como todos los días, la alumna se dirigió a su sitio mientras comentaba lo mal que estaba el tráfico y las dificultades para encontrar aparcamiento en las inmediaciones.
Como todos los días, el profesor pidió a su alumna que se acomodara lo más rápidamente posible y que les permitiera seguir con la actividad.
Como todos los días, la alumna pidió disculpas y continuó señalando lo mal que se sentía por haber interrumpido la clase.
Como todos los días, el profesor intentó exponer lo más delicadamente posible que la próxima vez, por respeto a todos, entrara sin hacer ruido y sin realizar comentarios.
Como todos los días, la alumna se sintió fatal y sacó un pañuelo para enjugarse una falsa lágrima que quería aflorar al exterior.
Entonces, como ningún otro día, el profesor le dijo:
—Puede usted llorar a gusto todo el tiempo que desee, porque yo me voy.
No hubo más días.