Obra poética:
- Kea behelainopean bezala. Susa, 1994.
- Norbait dabil sute-eskaileran. Susa, 2001.
- Dardaren interpretazioa. Olerti Etxea, 2003.
- Malgu da gaua. Etxepare Institutua, 2014.
- Compro oro (castellano). Huacanamo, 2011.
VIVIR CON UN TIGRE
En vano indagarás cómo vino a parar aquí.
Si lo abandonó por descuido o malicia el anterior inquilino,
si se introdujo por la ventana subrepticiamente,
si se trata, por qué no,
de una mala jugada del vecino que odia nuestra colección de discos
o del trabajador de mono azul que contabiliza todos los meses
el agua, el gas, la electricidad.
Wittgenstein, Cioran, Steiner;
he leído a mis pensadores de cabecera sin hallar respuesta.
Pero lo sé: tenemos un tigre en casa.
Pese a sus días sin dar señales de vida,
ya no nos mostramos, como antaño,
esperanzados ante su posible marcha;
sabemos que ha de volver, y vuelve.
Un tigre no es un gato, difícil acertar,
cuándo se acabarán por extinguir todas sus vidas.
Su mera presencia nos disuade a menudo de abandonar la cama.
El tigre debió de habernos despertado la vocación de cazador, pero no lo hizo.
Tantos hermanos que fuimos, no estamos ya todos,
mas, ¿hemos de culpar al tigre?
Siempre hubo alguna riña antes de la partida definitiva
y no pudimos con certeza acusar al felino de su marcha,
si bien en ocasiones sale a cuenta tener en casa
a un tigre a quien culpar.
Llegamos tarde al trabajo y nos decimos: “De no ser por el tigre…”
A veces es cierto, otras veces no.
Los relojes se retrasan cuando vives con un tigre,
parece tan temprano que, de pronto, se ha vuelto demasiado tarde.
Nunca es tan temprano como crees.
Parece mentira que un tigre, con esas garras,
tenga la capacidad de hacer girar las manecillas del reloj.
Frase grandilocuente, pero cierta: un tigre puede parar el tiempo.
Quizá no interpretamos bien los signos:
cosas que iban faltando en el frigorífico, armarios revueltos,
prendas rasgadas.
Hay que andarse con mucho ojo, cuando tienes un tigre en casa.
No es un cachorro, pero quizá fuese más joven antes.
¿Creció junto a nosotros? ¿Era un tigre ya adulto desde el principio?
¿No serán, a falta de uno, dos tigres? ¿Tres tigres, decís?
Vivimos sin poder despejar la incertidumbre.
En casa no nos ponemos de acuerdo,
apenas si lo hemos visto alguna vez de cuerpo entero:
a veces no es sino una leve sombra a nuestras espaldas,
ora aliento, ora pestilencia:
espía nuestras celebraciones,
escruta nuestros sueños,
recela de nuestras carcajadas,
le intrigan nuestros llantos.
Al girar la cabeza, a duras penas llegamos a distinguir su cola
arrastrándose suavemente, desapareciendo.
Huellas en la moqueta,
rugidos selváticos,
crujidos de tarima,
pequeños rastros, casi imperceptibles,
evidencian que sigue ahí.
Oigo hablar a expertos en la radio:
que si el tigre esto, que si el tigre lo otro, que si el tigre lo de más allá…
Y yo me digo: “no hablaríais así del tigre,
si tuvieseis a uno en casa”.
Tenemos un tigre en casa pero jamás
hemos cruzado una mirada franca.
Nos dimos prisa por enseñar a caminar al más pequeño;
temíamos ofender al tigre si otro diferente a él
gateaba por los pasillos.
Pocos se atreven a visitarte cuando tienes un tigre en casa.
A menudo olvidamos que vivimos con un tigre,
las jornadas transcurren sin apenas acordarnos,
hasta que te lo encuentras de frente
el día menos pensado:
por ejemplo un miércoles, digamos que en otoño,
de camino a casa tras el trabajo, cansados y silbando.
¿Decís que son nobles algunos tigres?
Un tigre es un tigre, más allá no me atrevo a afirmar nada.
No es de protección oficial la vivienda, pero tenemos a un tigre en casa.
Lo hemos pensado a menudo: vender la casa sin advertir al comprador.
Dejar todas las puertas abiertas y esperar a que se vaya,
abrir todos los grifos y escapar nosotros.
Mil cosas hemos pensado, pero al final, ésa esa la verdad,
puede que nos hayamos acostumbrado a vivir con él.
¿Puede nacer y desarrollarse el cariño con respecto a un tigre?
Puede nacer y desarrollarse, pero un tigre es un tigre
y jamás se desvestirá sus rayas.
¿Es macho o hembra? ¿Tiene cincuenta años?
¿Quince? ¿Setenta y dos? ¿Quinientos?
En la sobremesa, mientras rebuscamos entre las nueces
por él mordisqueadas, especulamos acerca de su edad:
si ha envejecido, si perdió reflejos o destreza,
si no se tratará de un gran engaño,
si no será, al fin, más que un diablo parásito
oculto tras la careta de un tigre.
Quisiera escribir con recta concisión sobre las rayas torcidas del tigre.
Mientras observo a la gente por la calle, apenas si me atrevo a preguntar:
¿Tienen ustedes tigre en casa? Confiesen: ¿existe casa sin tigre?
¿No será, quizá, Arañazo el nombre de la nación que todos habitamos?
¿No dicen, acaso, que todas las mujeres y todos los hombres somos semejantes?
Vivo con un tigre y, francamente,
a estas alturas no sé si acertaría a vivir
sin tigre alguno.
En vano indagarás cómo vino a parar aquí.
Si lo abandonó por descuido o malicia el anterior inquilino,
si se introdujo por la ventana subrepticiamente,
si se trata, por qué no,
de una mala jugada del vecino que odia nuestra colección de discos
o del trabajador de mono azul que contabiliza todos los meses
el agua, el gas, la electricidad.
Wittgenstein, Cioran, Steiner;
he leído a mis pensadores de cabecera sin hallar respuesta.
Pero lo sé: tenemos un tigre en casa.
Pese a sus días sin dar señales de vida,
ya no nos mostramos, como antaño,
esperanzados ante su posible marcha;
sabemos que ha de volver, y vuelve.
Un tigre no es un gato, difícil acertar,
cuándo se acabarán por extinguir todas sus vidas.
Su mera presencia nos disuade a menudo de abandonar la cama.
El tigre debió de habernos despertado la vocación de cazador, pero no lo hizo.
Tantos hermanos que fuimos, no estamos ya todos,
mas, ¿hemos de culpar al tigre?
Siempre hubo alguna riña antes de la partida definitiva
y no pudimos con certeza acusar al felino de su marcha,
si bien en ocasiones sale a cuenta tener en casa
a un tigre a quien culpar.
Llegamos tarde al trabajo y nos decimos: “De no ser por el tigre…”
A veces es cierto, otras veces no.
Los relojes se retrasan cuando vives con un tigre,
parece tan temprano que, de pronto, se ha vuelto demasiado tarde.
Nunca es tan temprano como crees.
Parece mentira que un tigre, con esas garras,
tenga la capacidad de hacer girar las manecillas del reloj.
Frase grandilocuente, pero cierta: un tigre puede parar el tiempo.
Quizá no interpretamos bien los signos:
cosas que iban faltando en el frigorífico, armarios revueltos,
prendas rasgadas.
Hay que andarse con mucho ojo, cuando tienes un tigre en casa.
No es un cachorro, pero quizá fuese más joven antes.
¿Creció junto a nosotros? ¿Era un tigre ya adulto desde el principio?
¿No serán, a falta de uno, dos tigres? ¿Tres tigres, decís?
Vivimos sin poder despejar la incertidumbre.
En casa no nos ponemos de acuerdo,
apenas si lo hemos visto alguna vez de cuerpo entero:
a veces no es sino una leve sombra a nuestras espaldas,
ora aliento, ora pestilencia:
espía nuestras celebraciones,
escruta nuestros sueños,
recela de nuestras carcajadas,
le intrigan nuestros llantos.
Al girar la cabeza, a duras penas llegamos a distinguir su cola
arrastrándose suavemente, desapareciendo.
Huellas en la moqueta,
rugidos selváticos,
crujidos de tarima,
pequeños rastros, casi imperceptibles,
evidencian que sigue ahí.
Oigo hablar a expertos en la radio:
que si el tigre esto, que si el tigre lo otro, que si el tigre lo de más allá…
Y yo me digo: “no hablaríais así del tigre,
si tuvieseis a uno en casa”.
Tenemos un tigre en casa pero jamás
hemos cruzado una mirada franca.
Nos dimos prisa por enseñar a caminar al más pequeño;
temíamos ofender al tigre si otro diferente a él
gateaba por los pasillos.
Pocos se atreven a visitarte cuando tienes un tigre en casa.
A menudo olvidamos que vivimos con un tigre,
las jornadas transcurren sin apenas acordarnos,
hasta que te lo encuentras de frente
el día menos pensado:
por ejemplo un miércoles, digamos que en otoño,
de camino a casa tras el trabajo, cansados y silbando.
¿Decís que son nobles algunos tigres?
Un tigre es un tigre, más allá no me atrevo a afirmar nada.
No es de protección oficial la vivienda, pero tenemos a un tigre en casa.
Lo hemos pensado a menudo: vender la casa sin advertir al comprador.
Dejar todas las puertas abiertas y esperar a que se vaya,
abrir todos los grifos y escapar nosotros.
Mil cosas hemos pensado, pero al final, ésa esa la verdad,
puede que nos hayamos acostumbrado a vivir con él.
¿Puede nacer y desarrollarse el cariño con respecto a un tigre?
Puede nacer y desarrollarse, pero un tigre es un tigre
y jamás se desvestirá sus rayas.
¿Es macho o hembra? ¿Tiene cincuenta años?
¿Quince? ¿Setenta y dos? ¿Quinientos?
En la sobremesa, mientras rebuscamos entre las nueces
por él mordisqueadas, especulamos acerca de su edad:
si ha envejecido, si perdió reflejos o destreza,
si no se tratará de un gran engaño,
si no será, al fin, más que un diablo parásito
oculto tras la careta de un tigre.
Quisiera escribir con recta concisión sobre las rayas torcidas del tigre.
Mientras observo a la gente por la calle, apenas si me atrevo a preguntar:
¿Tienen ustedes tigre en casa? Confiesen: ¿existe casa sin tigre?
¿No será, quizá, Arañazo el nombre de la nación que todos habitamos?
¿No dicen, acaso, que todas las mujeres y todos los hombres somos semejantes?
Vivo con un tigre y, francamente,
a estas alturas no sé si acertaría a vivir
sin tigre alguno.
Traducción de autor. Poema original, aquí.