viernes, 9 de agosto de 2024

LA ESCUELA DEL ALMA, Josep Maria Esquirol

Editorial
Gracias, Jaime

Cada lugar tiene su luz. Pero la luz no solo se percibe por los ojos. Se nota en el aire que se respira y en la tierra que se pisa. En los olores y en el silencio. Lo homogéneo carece de luz. El espacio abstracto carece de luz. Los grandes pasillos de trasiego masificado tampoco la tienen. ¿Por qué cada lugar tiene su luz? Pues porque además de la que viene de arriba, hay otra que fulgura en la cosa misma. La luz de las cosas.

La vida humana es afín a los lugares. Y esto por la sencilla razón de que el ser humano es un ser situado. No es una esencia a partir de la cual se establecen una serie de relaciones (no es alguien aterrizado aquí, viniendo de no se sabe dónde), sino alguien esencialmente vinculado con las cosas, con los lugares y, sobre todo, con los demás. Alguien, inimaginable sin esos vínculos.

Sí, cada lugar tiene su luz.

Así comienza el primer capítulo —"Felices los que van a la escuela: cruzarán el umbral"— este luminoso e inspirador ensayo sobre la escuela, sobre la humanidad del ser humano, sobre la empatía, sobre el amor en definitiva. Se lee como se acoge un abrazo o se recibe un cariñoso regalo. 

Hacía ya bastante tiempo que no leía nada relacionado con la enseñanza y este ensayo de Josep Maria Esquirol me ha recordado lo importante que es escribir libros que despierten vocaciones, que animen a la buena gente a ser buena gente y a plantarse delante de un grupo de seres humanos en crecimiento para ayudarlos a seguir creciendo. Si la vida es una búsqueda interminable de respuestas, educar —nos recuerda Esquirol— es ayudar a esbozar algunos trazos de esa respuesta, aunque en realidad la respuesta (las respuestas) no esté en ninguna parte, porque está en nosotros mismos. El camino que realizamos es la respuesta, como nos lo decía Cavafis en su célebre poema.

La propuesta del filósofo no es una propuesta didáctica, no es una reflexión sobre materiales y actuaciones concretas. Ni tampoco tiene en cuenta ambientes, ni programas. Va a lo más esencial, a lo que sí tiene nombre, aquello que la realidad cotidiana, los tropezones diarios y todas cuantas urgencias nos asaltan al cabo del día impiden que veamos con claridad: la atención al otro, el cuidado, el amor hacia la persona que nos necesita. El índice del libro puede resultar esclarecedor:  

I Felices los que van a la escuela: cruzarán el umbral. 
II Felices los que encuentran buenos maestros: se acordarán de ellos.
III Felices los que van contra el destino: ya son origen.
IV Felices los que prestan atención: entrenan su espíritu para recibir.
V Felices los que se hacen amigos de trazos, números, palabras o gestos: serán fuente.
VI Felices los que no hacen mal a los demás: hacen ya mucho bien.
VII Felices los que, al cabo de los años, siguen atentos al mundo: verán el camino.
 VIII Felices los que siguen atentos a la vida: verán la manera. 
IX Felices los que vuelven a la escuela del alma: tomarán apuntes en una libreta.
X El último día de curso.

Y así termina: 

El último día de curso en la escuela del alma no se expiden títulos, ni se pasan encuestas de satisfacción.
Hay sonrisas, porque la seriedad de la plegaria y de la meditación no está en absoluto reñida con la amabilidad y la alegría.
Y las sonrisas del último día son arcoiris, puentes de verdad —y no aparentes, como creía Zaratustra—, que van de alma a alma.

La cuestión que nos podemos plantear, y termino con las alusiones poéticas, es si el deseo puede abolir la realidad o si la realidad terminará imponiéndose al deseo. Pero bien está intentarlo.

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