martes, 17 de octubre de 2023

EL OLVIDO QUE SEREMOS, Héctor Abad Faciolince

Editorial
A estas alturas —el libro se publicó en 2007 y la película es de 2019— no voy a contar el argumento porque todo el mundo sabe que Héctor Abad recurre a la biografía novelada para hablarnos del absurdo asesinato de su padre, una persona tolerante y defensora de los derechos humanos, amante de su familia y del pueblo del que formaba parte. Pero la violencia, perdonadme la redundancia, siempre es violenta e irracional. Sin embargo, si no la habéis leído o no habéis visto la película, no os asustéis, porque esta historia tiene mucho, muchísimo más de amor —amor hacia los seres más próximos, amor a la humanidad y amor hacia la vida en general, naturaleza incluida— que de desamor.

A mí, lo que más me gusta de ella son todos esos pasajes y reflexiones sobre comportamientos cotidianos y defensa de la racionalidad, la justicia y la ayuda mutua. Os dejo un breve pasaje y algunas frases cogidas de acá y de allá:

Héctor, el hijo, de niño, se deja arrastrar por algunos compañeros de colegio para tirar piedras a la casa de un vecino. Llega el padre del trabajo y ve la escena: 

Se bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la puerta de los Manevich.

—¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir perdón.

Timbró, abrió una muchacha mayor, lindísima, altiva, y al fin vino el señor César Manevich, hosco, distante.

—Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguro que esto nunca se va a repetir aquí —dijo mi papá.

(...)

Esa fue la única vez que me quedó una marca en el cuerpo, un rasguño en el brazo, por un castigo de mi papá, y es una señal que me merezco y que todavía me avergüenza, por todo lo que supe después sobre los judíos gracias a él, y también porque mi acto idiota y brutal no lo había cometido por decisión mía ni por pensar nada bueno o malo sobre los judíos, sino por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí les rehúyo a los grupos, a los partidos, a las asociaciones y a las manifestaciones de masas, a todas las gavillas que pueden llevarme a pensar no como individuo sino como masa.

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Nuestra felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación.

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Hay episodios de nuestra vida privada que son determinantes para las decisiones que tomamos en nuestra vida pública.

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Si me mataran por lo que hago, ¿No sería una muerte hermosa?

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No es la muerte la que se lleva a los que amamos. Al contrario, los guarda y los fija en su juventud adorable. No es la muerte la que disuelve el amor, es la vida la que disuelve el amor.

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Para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar.

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Con paciencia de profesor y amor de padre me lo aclaraba todo con la luz de su inteligencia.

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