sábado, 23 de septiembre de 2023

PUSHKIN, UNA ANÉCDOTA Y UN POEMA

Editorial
Cuenta Eduardo Alonso Luengo en el estudio preliminar de esta antología una anécdota en la que me vi reflejado cuando hace años la leí. En aquel momento, incluso, me pareció un poco exagerada, como si la hubiera redactado para magnificar la importancia del escritor materia de su estudio. Lecturas posteriores y alguna que otra conversación con personas procedentes de Rusia y de Ucrania me han hecho ver que Alonso Luengo no estaba  exagerando.  Transcribo íntegro el párrafo que la cuenta:

Cuando se pregunta a un ruso, cultivado o no, cuál es el escritor más grande de su país, el más representativo, aquél en quien la historiografía y la crítica literaria, el gusto de todos o el discernimiento de unos pocos han simbolizado lo mejor de la aportación de Rusia a la cultura universal, la respuesta que se obtiene de modo invariable es Pushkin. A las protestas más o menos tímidas del extranjero que sugiere los nombres, a él más familiares, de Tolstói o Dostoievski, el interlocutor ruso, tras deshacerse en admiración un tanto irónica ante la pronunciación aproximativa del forastero, apostilla siempre que Pushkin es otra cosa, pero, suele añadir con condescendencia, que su carácter intraducible y su empleo tan idiomático del riquísimo idioma ruso le impiden ser conocido o comprendido para el lector en toda lengua que no sea aquella en la que él escribió su ingente obra.

Grandezas y valoraciones lingüísticas aparte, aprovecho esta entrada para dejar uno de los poemas que a mí más me gustan de los que el traductor nos ofrece en esta ya clásica antología. Y no os dejéis llevar por la primera impresión, que lo del profeta no es más que un recurso para hablar del poeta y su función social.


EL PROFETA


De sed espiritual atormentado,
por lóbrego desierto me arrastraba
y un serafín exáptero ante mí
aparecióse en una encrucijada.
Sus dedos tan ligeros como el sueño
rozaron mis pupilas:
mis pupilas proféticas se abrieron
como las de águila despavorida.
Y rozándome luego los oídos
me los llenó de estrépito y fagor
y oí el vuelo divino de los ángeles
y del cielo el temblor,
el nadar de los saurios submarinos
y de la planta el germinal ardor.
Entonces se inclinó sobre mi boca
y me arrancó la pecadora lengua,
vanilocuente y llena de artería,
y el dardo de la sierpe de la ciencia
en mis labios helados
insertó con su ensangrentada diestra.
desgarrando mi pecho con su espada
me extrajo el palpitante corazón
y una brasa, de fuego rodeada,
en el abierto pecho colocó.
Yacía en el desierto cual cadáver
y oí la voz de Dios que me llamaba:
"Levántate, profeta, mira y oye,
y que mi voluntad colme tu alma.
Recorre tierra y mar, y de las gentes
los corazones con tu verbo inflama".


Y así suena en su idioma original:


***

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