martes, 26 de abril de 2022

MI PADRE CUENTA MONEDAS, ANGÉLICA MORALES

Editorial
Me sorprendió enormemente cuando en la sesión de Poetika correspondiente al mes de abril oí poner en relación la poesía de Celaya con la de Angélica Morales. Quiero decir que si una parte de la poesía del hernaniarra, tal vez la más conocida, puede clasificarse como poesía social, de ninguna manera podemos calificar como social la poesía de la poeta aragonesa, todo lo más, de familiar. 

Aunque más me sorprendió —y me preocupó— oír en boca de alguien una especie de reivindicación del rencor (el rencor está infravalorado). Espero que no empecemos a reclamarlo como un valor a tener en cuenta. Pero dejemos mis preocupaciones a un lado.

La poesía de Angélica Morales, si tuviera que utilizar un marbete, ahora en serio, diría que entra de lleno en lo que conocemos como poesía confesional, y si tuviera que apurar más, me parece que tiene algunas similitudes con la que practicaba Anne Sexton cuando recogía el material experiencial propio —o el de su hija mayor— y lo ponía en verso. Luego está el tono, muy diferente al de Sexton, porque aquí hay un ajuste de cuentas con el padre, pero tampoco hay que olvidar a la madre. Algunas muestras:

Cuando yo nací papá estaba tan nervioso que se cayó por las escaleras del hospital.

Cuando yo cumplí tres meses quiso besarme, en cambio yo le arañé la cara.

Hoy quiero escribir sobre los padres que odian a sus hijas cuando estas no se dejan besar (poema 2, p 24).


Las casas también sufren la guerra interior de una familia.

Escuchan gritos e insultos, asisten al golpe sobre la mejilla de la hija,

observan cómo ese cenicero repleto de colillas alza el vuelo para aterrizar más tarde

sobre el cristal del mueble que esconde whisky y moscatel y coñac Soberano

y anís del mono (sic) y una botella que contiene orujo con un pepino dentro que empieza pudrirse.

Las casas sufren, se les sube la tensión, sus arañas se retuercen en el interior de las grietas

y empiezan a componer una melodía triste de noches sin sol y nata montada.

Mi casa era así.

Un pequeño sufrimiento (poema 8, p 39).


Papá siempre me echaba la culpa de todo, de las facturas de la luz, del teléfono,

de que el jamón se echara a perder en la nevera,

de que no le pusiéramos suficiente chorizo a los macarrones, de que el día saliera nublado,

de que yo creciera ajena a su violencia, de que no me pareciese a él...

Sobre todo eso.

                       "¿Tú quién te crees que eres, una princesa?" Solía 

                       gritar con la boca a rebosar de espuma.

(...)

Años más tarde también mamá me recordó que tenía demasiados humos

y que yo no era más que una mujer normal que estuvo dentro de su vientre.

                      —Tú saliste de mi coño —dijo.

Sin embargo yo no recuerdo haber estado ahí, dentro de su tripa,

en el paisaje sentimental de su carne,

en los alrededores de una sangre que tiene espinas y pétalos de coñac.

No, definitivamente a mí me debieron cambiar en el hospital,

en ese mismo hospital que tantas veces he visitado a lo largo de mis años

llevando a mi padre a urgencias, queriendo no volverlo a sacar de allí,

deseando que se lo comieran los goteros y ese aparatito que le ponían en el dedo

y que tenía una lucecita roja que parpadeaba cuando algo iba mal.

Su corazón enfermo estaba demasiado sano para morir.

Pero le gustaba frecuentar el hospital, hacerse de vientre encima,

quedarse en coma en algunas ocasiones y despertar para repetir:

                    —¿Tú eres la pequeña zorra que no quiso besarme

                    cuando tenía tres meses?

Después mamá le daba tragos lentos a su coca cola y volvía a repetir:

                    —No te hagas ilusiones, nadie va a venir a

                    reclamarte porque tú saliste de mi coño (poema 11, pp 48-49).

***


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