Apareció en la Revista Mensajero el 30 de marzo de 1835.
Un reo de muerte
Cuando una
incomprensible comezón de escribir me puso por primera vez la pluma en la mano
para hilvanar en forma de discurso mis ideas, el teatro se ofreció primer
blanco a los tiros de esta que han calificado muchos de mordaz maledicencia. Yo
no sé si la humanidad bien considerada tiene derecho a quejarse de ninguna
especie de murmuración, ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece;
pero como hay millares de personas seudofilantrópicas, que al defender la
humanidad parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de
tenerlos por individuos, no insistiré en este pensamiento. Del llamado teatro,
sin duda por antonomasia, dejeme suavemente deslizar al verdadero teatro; a esa
muchedumbre en continuo movimiento, a esa sociedad donde sin ensayo ni previo
anuncio de carteles, y donde a veces hasta de balde y en balde se representan
tantos y tan distintos papeles.
Descendí
a ella, y puedo asegurar que al cotejar este teatro con el primero, no pudo
menos de ocurrirme la idea de que era más consolador éste que aquél; porque al
fin, seamos francos, triste cosa es contemplar en la escena la coqueta, el
avaro, el ambicioso, la celosa, la virtud caída y vilipendiada, las intrigas
incesantes, el crimen entronizado a veces y triunfante; pero al salir de una
tragedia para entrar en la sociedad puede uno exclamar al menos: «Aquello es
falso; es pura invención; es un cuento forjado para divertirnos»; y en el mundo
es todo lo contrario; la imaginación más acalorada no llegará nunca a abarcar
la fea realidad. Un rey de la escena depone para irse a acostar el cetro y la
corona, y en el mundo el que la tiene duerme con ella, y sueñan con ella
infinitos que no la tienen. En las tablas se puede silbar al tirano; en el
mundo hay que sufrirle; allí se le va a ver como una cosa rara, como una fiera
que se enseña por dinero; en la sociedad cada preocupación es un rey; cada
hombre un tirano; y de su cadena no hay librarse; cada individuo se constituye
en eslabón de ella; los hombres son la cadena unos de otros.
De
estos dos teatros, sin embargo, peor el uno que el otro, vino a desalojarme una
farsa que lo ocupó todo: la política. ¿Quién hubiera leído un ligero bosquejo
de nuestras costumbres, torpe y débilmente trazado acaso, cuando se estaban
dibujando en el gran telón de la política, escenas, si no mejores, de un
interés ciertamente más próximo y positivo? Sonó el primer arcabuz de la facción,
y todos volvimos la cara a mirar de dónde partía el tiro; en esta nueva
representación, semejante a la fantasmagórica de Mantilla, donde empieza por
verse una bruja, de la cual nace otra y otras, hasta «multiplicarse al
infinito», vimos un faccioso primero, y luego vimos «un faccioso más», y en pos
de él poblarse de facciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno esgrimí la
pluma contra las balas, y revolviéndome a una parte y otra, di la cara a dos
enemigos: al faccioso de fuera, y al justo medio, a la parsimonia de dentro.
¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política estuvo encinta y dio a luz lo
que había mal engendrado; pero tras éste debían venir hermanos menores, y uno
de ellos, nuevo Júpiter, debía destronar a su padre. Nació la censura, y heme aquí
poco menos que desalojado de mi última posición. Confieso francamente que no
estoy en armonía con el reglamento; respétole y le obedezco: he aquí cuanto se
puede exigir de un ciudadano, a saber, que no altere el orden; es bueno tener
entendido que en política se llama «orden» a lo que existe, y que se llama
«desorden» este mismo «orden» cuando le sucede otro «orden» distinto; por
consiguiente, es perturbador el que se presenta a luchar contra el orden
existente con menos fuerzas que él; el que se presenta con más, pasa a
«restaurador», cuando no se le quiere honrar con el pomposo título de
«libertador». Yo nunca alteraré el orden probablemente, porque nunca tendré la
locura de creerme por mí solo más fuerte que él; en este convencimiento,
infinidad de artículos tengo solamente rotulados, cuyo desempeño conservo para
más adelante; porque la esperanza es precisamente lo único que nunca me
abandona. Pero al paso que no los escribiré, porque estoy persuadido de que me
los habían de prohibir (lo cual no es decir que me los han prohibido, sino todo
lo contrario, puesto que yo no los escribo), tengo placer en hacer de paso esta
advertencia, al refugiarme, de cuando en cuando, en el único terreno que deja
libre a mis correrías el temor de ser rechazado en posiciones más avanzadas.
Ahora bien, espero que después de esta previa inteligencia no habrá lector que
me pida lo que no puedo darle; digo esto porque estoy convencido de que ese
pretendido acierto de un escritor depende más veces de su asunto y de la
predisposición feliz de sus lectores que de su propia habilidad. Abandonado a
ésta sola, considérome débil, y escribo todavía con más miedo que poco mérito,
y no es ponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afectada modestia.
Habiendo
de parapetarme en las costumbres, la primera idea que me ocurre es que el
hábito de vivir en ellas, y la repetición diaria de las escenas de nuestra
sociedad, nos impide muchas veces pararnos solamente a considerarlas, y casi
siempre nos hace mirar como naturales cosas que en mi sentir no debieran
parecérnoslo tanto. Las tres cuartas partes de los hombres viven de tal o cual
manera porque de tal o cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón;
pero ésta es la dificultad que hay para hacer reformas. He aquí por qué las
leyes difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario y
obligatorio de las costumbres; he aquí por qué caducan multitud de leyes que no
se derogan; he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer libre por las leyes a
un pueblo esclavo por sus costumbres.
Pero
nos apartamos demasiado de nuestro objeto; volvamos a él; este hábito de la
pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos
modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no
hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros, es causa de que
se oiga con la mayor indiferencia el fatídico grito que desde el amanecer
resuena por las calles del gran pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de
poner atinadísimamente por estribillo a un trozo de poesía romántica:
Ese grito,
precedido por la lúgubre campanilla, tan inmediata y constantemente como sigue
la llama al humo, y el alma al cuerpo; este grito que implora la piedad
religiosa en favor de una parte del ser que va a morir, se confunde en los
aires con las voces de los que venden y revenden por las calles los géneros de
alimento y de vida para los que han de vivir aquel día. No sabemos si algún reo
de muerte habrá hecho esta singular observación, pero debe ser horrible a sus
oídos el último grito que ha de oír de la coliflorera que pasa
atronando las calles a su lado.
Leída
y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma de él la
sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado es trasladado a
la capilla, en donde la religión se apodera de él como de una presa ya segura;
la justicia divina espera allí a recibirle de manos de la humana. Horas
mortales transcurren allí para él; gran consuelo debe de ser el creer en un
Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres, o, por mejor decir, cuando
ellos prescinden de uno. La vanidad, sin embargo, se abre paso al través del
corazón en tan terrible momento, y es raro el reo que, pasada la primera
impresión, en que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y
refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una serenidad pocas veces
posible. Esta tiránica sociedad exige algo del hombre hasta en el momento en
que se niega entera a él; injusticia por cierto incomprensible; pero reirá de
la debilidad de su víctima. Parece que la sociedad, al exigir valor y serenidad
en el reo de muerte, con sus constantes preocupaciones, se hace justicia a sí
misma, y extraña que no se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos
insignificantes.
En
tan críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual su vida
entera y su educación; cada cual obedece a sus preocupaciones hasta en el
momento de ir a desnudarse de ellas para siempre. El hombre abyecto, sin
educación, sin principios, que ha sucumbido siempre ciegamente a su instinto, a
su necesidad, que robó y mató maquinalmente, muere maquinalmente. Oyó un eco
sordo de religión en sus primeros años y este eco sordo, que no comprende,
resuena en la capilla, en sus oídos, y pasa maquinalmente a sus labios. Falto
de lo que se llama en el mundo honor, no hace esfuerzo para disimular su temor,
y muere muerto. El hombre verdaderamente religioso vuelve sinceramente su
corazón a Dios, y éste es todo lo menos infeliz que puede el que lo es por
última vez. El hombre educado a medias, que ensordeció a la voz del deber y de
la religión, pero en quien estos gérmenes existen, vuelve de la continua
afectación de despreocupado en que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que el
mundo llama impíos y ateos, los que se han formado una religión acomodaticia, o
las han desechado todas para siempre, no deben ver nada al dejar el mundo. Por
último, el entusiasmo político hace veces casi siempre de valor; y en esos
reos, en quienes una opinión es la preocupación dominante, se han visto las
muertes más serenas.
Llegada
la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del
sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que
contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e
irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la
religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy
canta esa salve se la oirá cantar mañana.
Enseguida,
la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido
de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre
un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente, es el más despreciado,
y la marcha fúnebre comienza.
Un
pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones
están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y se agrupan
para devorar con la vista el último dolor del hombre.
–¿Qué
espera esta multitud? –diría un extranjero que desconociese las costumbres–.
¿Es un rey el que va a pasar; ese ser coronado, que es todo un espectáculo para
un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos
esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?
He
aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor. Numerosos
piquetes de infantería y caballería esperan en torno del patíbulo. He notado
que en semejante acto siempre hay alguna corrida; el terror que la situación
del momento imprime en los ánimos causa la mitad del desorden; la otra mitad es
obra de la tropa que va a poner orden. ¡Siempre bayonetas en todas partes!
¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumentos
de muerte! Esto no hace por cierto el elogio de la sociedad ni del hombre.
No
sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una
tintura singular de melancolía, de indignación y de desprecio. No quiero entrar
en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de
mutilarse a sí propia; siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y
mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ése?
Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela; en la que la
manchará todavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la
osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un
tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta
que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir
garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime
que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras
estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo;
en el día no son ya tres palos de que pende la vida del hombre; es un palo
sólo; esta diferencia esencial de la horca al garrote me recordaba la fábula de
los Carneros de Casti, a quienes su amo proponía, no si debían morir, sino si
debían morir cocidos o asados. Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo,
cuando las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante
que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a
la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno: si
había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un
mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré
el reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a un momento
una lúgubre campanada de San Millán, semejante el estruendo de las puertas de
la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no existía ya;
todavía no eran las doce y once minutos. «La sociedad –exclamé– estará ya
satisfecha: ya ha muerto un hombre.»