Sie
sprechen eine Sprache,
Die ist
so reich, so schön;
Doch
keiner der Philologen
Kann
diese Sprache verstehn
Dámaso Alonso —cito
de memoria— tradujo así los versos del poeta alemán:¡Hablan un
lenguaje tan rico y tan hermoso!, pero ningún filólogo
puede entenderlo.
Heine hablaba del lenguaje de las estrellas, de lo que el cielo nos
transmite, de lo que la noche, en su profunda oscuridad y belleza,
nos transmite. Pero ¿qué es lo que la cúpula celeste nos dice?, ¿a
qué se refería Heine cuando escribe que ningún filólogo es capaz
de entenderlo?, ¿cuál es el mensaje de las estrellas? Para
contestar estas preguntas es necesario tener en cuenta algunas
lenguas diferentes a la que hablamos; lenguas que, cuando ejercemos
de filólogos, no somos capaces de entender, seguramente, porque las
gramáticas al uso nos lo impiden.
En un
principio, las sociedades antiguas unieron en una misma esfera el
cielo y la religión, es decir, las creencias. El cielo era lo
desconocido, lo incomprensible, lo inabarcable. Era, por tanto, la
residencia de los dioses, el espacio inescrutable donde habitaban los
dioses. Del cielo nos venían tanto los premios como los castigos, lo
que debíamos aprender y lo que teníamos que olvidar. Los seres que
dominaban el cielo determinaban nuestro destino. Y de ahí surgen las
más antiguas narraciones, y es ahí donde se hallan escritas.
Asimismo, podemos encontrar en el cielo la primera interpretación de
las relaciones que se forjaron entre nosotros, humildes habitantes de
la tierra, y los orgullos seres celestiales. Para descubrir ese mundo
casi perdido, sólo necesitamos conocer los nombres de las estrellas
y de las constelaciones, y un buen libro de mitología. Esa es la
primera y más antigua de las lenguas que podemos hallar en los
puntos luminosos de la noche. Ésta es una lengua de símbolos y de
correspondencias. La más hablada y la más representada durante la
historia de la humanidad. Hoy casi perdida.
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Nut, diosa del cielo y creadora del universo
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Junto
con la religión, es decir, junto a los relatos mitológicos, las
estrellas nos muestran otra lengua bien distinta. Es una lengua que
nos habla del lugar que ocupamos, es un idioma de localización y de
saber dónde nos encontramos, y de cuál es el camino que debemos
seguir para llegar a nuestro destino. Es éste un idioma que todavía
hoy conoce muy bien la gente de la mar y los habitantes del desierto.
A partir de la Polar,
en el hemisferio norte, o de la Cruz
del Sur, en el hemisferio opuesto, ya estamos localizados en el
espacio, y si, además, tenemos un conocimiento relativamente bueno
de lo que se puede ver en un cielo nocturno, no sólo podremos saber
en qué dirección se encuentran los puntos cardinales, sino también
movernos con precisión de grados, e incluso minutos. Y todo eso nos
lo hacen saber las estrellas, sin necesidad de otros instrumentos.
Claro que si el cielo guarda silencio, es necesario recurrir a otros
interlocutores. Ésta otra lengua también está en franca
decadencia. Los interlocutores modernos —satélites y GPS—
la han arrinconado.
La
tercera lengua que podemos escuchar mirando las estrellas nació al
mismo tiempo que lo hicieron las dos anteriores. Las sociedades
antiguas no discernían entre Astronomía y Astrología.
No podían hacerlo, pues carecían de conocimientos e instrumentos
suficientes para desarrollar esa tarea y, además, ya lo sabemos, el
cielo era la casa de los dioses, y a éstos no se les podía discutir
nada, sólo interpretar. Lo que el cielo nos decía o creíamos que
nos decía, fuese esto lo que fuese, era suficiente para tomarlo en
cuenta, puesto que se trataba del deseo de los dioses. La utilización
de esta lengua con cierto grado de codificación podemos situarla
en Mesopotamia,
hace aproximadamente 4000 años, pero toda sociedad antigua tenía su
propio código. Estoy hablando, claro está, del Zodiaco,
de la “casa de los animales”, esto es, del horóscopo. Y
creencias aparte, la verdad es que, todavía hoy, una infinidad
de revistas y periódicos recogen todos los días lo que este oráculo
pronostica.
Aclaración
necesaria: el zodiaco no es otra cosa que una franja
estrecha del cielo visto desde nuestro planeta. Es una banda de la
esfera celeste comprendida entre 8º por encima de la eclíptica de
la Tierra y 8º grados por debajo de la misma. En ese espacio es
donde vemos moverse el Sol, los planetas y las doce constelaciones
antes mencionadas. El problema es que ese espacio, con sus doce
casillas, fue fijado por Hiparco hace
más de 2.000 años y la precesión del
eje de la Tierra ha hecho que hoy las fechas no se corresponden con
la realidad. Un ejemplo: según el zodiaco el Sol está en Tauro
entre el 21 de abril y el 21 de mayo. En la actualidad, el Sol pasa
por Tauro entre el 13 de mayo y el 20 de junio. Esta precesión es la
que explica, asimismo, la existencia de una tercera casilla: Ofiuco.
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Villa Farnese. Bóveda de la Sala Mapamundi. Giovanni Antonio da Varese
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Predicciones
aparte, hay otra lengua más concreta y más pegada a la tierra en la
que el cielo se manifiesta y es tan antigua como las anteriores. En
esta lengua intentan decirnos lo que debemos hacer y cuándo debemos
llevarlo a cabo. Difícilmente la entendemos los habitantes de las
ciudades, pero la gente del campo todavía hoy la recuerda en buena
medida. Mejor la interpretaban las antiguas civilizaciones, porque
tenían que valerse de ella para saber cuál era el momento adecuado
de la recogida o de la siembra, por ejemplo. De esta manera, en el
antiguo Egipto, sabían perfectamente que cuando la brillantísima
estrella Sirio asomaba
por el horizonte poco antes del amanecer, había llegado el momento
de preparar la tierra, pues sabían que poco después llegaría la
fértil crecida del Nilo.
De esta misma manera, en la Edad Media, por citar otro ejemplo,
sabían que cuando el Sol empezaba a meterse en Escorpio, tenían que
labrar los campos, porque ese era el momento más adecuado. Hoy
podemos disfrutar de esos libros
magistralmente iluminados, en los que se ven cada una de las
faenas acompañadas de la época del año, expresada mediante los
objetos celestes.
En
otras ocasiones, el cielo, en lugar de hablarnos, produce música.
Pero éste es un sonido ya perdido. El gran místico y
matemático Pitágoras estaba
convencido de que la Tierra se hallaba en el centro del cosmos.
Girando sobre ella se encontraba la Luna, el Sol, los cinco planetas
visibles a simple vista (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno)
y las estrellas. Todos estos cuerpos giraban en esferas
concéntricas, esferas que, al desplazarse, producían un sonido
armónico, audible en las noches más serenas. Él y sus alumnos
tenían una concepción ideal del universo, como corresponde a una
teoría basada en la relación matemático-musical, más que en la
observación directa. De esta forma, suponían que cada esfera, sobre
la que se deslizaban los cuerpos celestes, estaba situada en una
relación numérica, que era la que correspondía a la relación que
se da entre las notas musicales. Cuando Pitágoras descubrió la
relación que había entre la longitud de una cuerda y el tono que
producía al hacerla vibrar, descubrió también que esta relación
es proporcional. Convencido como estaba de que el mundo debe expresar
armonía y de que ésta se manifiesta a través de los números, el
ilustre griego aplicó este orden a todo el universo.
Esta
teoría que consideraba el universo como un colosal instrumento de
música se mantuvo a través del tiempo, y todavía en el siglo XVII
se encontraba en vigor. Lo curioso es que hace poco tiempo, en 2006,
un satélite de la Nasa ha
descubierto que la atmósfera solar produce
sonidos, ultrasonidos en este caso, que son, aproximadamente,
unas 300 veces más bajos (graves) de lo que el oído humano puede
captar, pero música de las esferas al fin y al cabo.
La
quinta y última lengua es, sin duda, la más hermosa y difícil de
las lenguas en la que el cielo nos habla. Es una lengua que todavía
hoy no entendemos del todo, no porque la hayamos perdido u olvidado,
sino porque aún no hemos sido capaces de descifrarla. Es una lengua
que nace con el tiempo y el espacio, la más antigua de todas. Es la
lengua primigenia. Frecuentemente decimos que somos polvo de
estrellas. Es una frase muy poética. Puede parecer, incluso, un poco
cursi, pero es real en todo su significado. Gracias a aquellos
primeros elementos provenientes de las estrellas y que se depositaron
sobre nuestro planeta hace unos 3.800 millones de años, surgió la
vida. Sabemos, es cierto, algunas cosas, pero esta lengua se escribe
en caracteres
subatómicos y su gramática es totalmente distinta a la
lengua que expresa lo grande, lo que se ve a simple vista.
Posiblemente, la descodificación de todos sus signos nos ofrezca un
conocimiento preciso y exacto del Universo y su comportamiento, de la
materia en todas sus manifestaciones. Y no es que vayamos a ser
mejores, pero si logramos interpretarla correctamente, como mínimo
seremos un poco menos ignorantes.
***
Todas
estas lenguas. incluida la científico-técnica, han
encontrado expresión
artística. Al fin y al cabo, dicha representación nació mucho
antes de que lo hiciera la expresión teórica y el propio lenguaje
escrito. El impulso por dejar constancia visual de preocupaciones,
hallazgos y deseos nos acompaña desde las primeras pinturas
prehistóricas, hace aproximadamente unos 40.000 años. Ahora
bien, como el pensamiento mítico e intuitivo está mucho más
extendido que el racional y ha conformado la mayor parte de la
historia de la humanidad —la revolución científica no se inicia
hasta el siglo XVI—, las representaciones artísticas, en una
desproporción abrumadora, aluden a las lenguas simbólicas, que son,
lógicamente, las más sugestivas a la hora de producir significados.
Todavía en el siglo XIX Herder y Schleiermacher insistían
en la naturaleza religiosa del conocimiento y el artista romántico
afirmaba que sólo él podía acceder al infinito.
En la
actualidad, teniendo en cuenta lo mucho que nos hemos alejado de la
cosmogonía antigua y medieval, leer esas imágenes y
disfrutarlas requiere de algunas claves interpretativas, pero no se
trata nada más que de un pequeño esfuerzo al alcance de cualquier
persona. En todo caso, ese pequeño esfuerzo nos ofrecerá el goce de
saber qué querían decir nuestros antepasados y cómo entendían el
mundo en el que vivían, lo que, en sí, es ya una gran recompensa.