Frente a la Casa de Cultura Ignacio Aldecoa se encuentra esta escultura realizada por Aurelio Rivas en 1999. Haber intervenido en el centro que lleva su nombre y no hacer una mínima publicidad de la obra del escritor vitoriano me parece un pequeño delito y a mí no me gusta delinquir.
Un hombrecillo que nació para actor
Cuento del que se quedó en la estacada
y de los que se mofaron de ello
Eran las cuatro de la mañana. La churrería tenía algo de vagón de tercera clase. Dormía una vieja con sueño altisonante de suspiros y entrecortado de babeos. Un hombre mostraba infinidad de carnets, la faz angulosa y el pelo blandón y rubiaco, a la pareja policial que tomaba el mojapán madruguero. Tres estudiantes troneras bebían cazalla en compañía de unas pelanduscas que recortaban el canje de interjecciones. El churrero, a lo macho, se abría la camisa frente al fogón donde chirriaba la gran sartén del aceite. Olor de tren con aceitazo y dejo axilar, pegaba un tufo inolvidable.
La calle del Ave María se abría a la expedición sabatina de la gente de última hora. El nocherniego encontraba su reposo en el chocolate con churros o en el aguardiente truhán en copita breve y alta de caderas. La noche, maya de estrellas y canciones y verdeada de faroles de gas. Se dejaba oír el tacón del chuzo con que el sereno se autorizaba. Bajaban hacia la plaza dos farsantes, hombre y mujer, del brazo y entonados. La luz mortecina los atrajo como a vagas mariposas.
La pareja de los mosquetes se clareó a un rincón, como los gatos, preparada para intervenir cuando las circunstancias lo exigiesen. La vieja dormilona despotricó por sus fueros de despertada, rascándose la piojería y mostrando el Teruel de sus dientes. El churrero ni se inmutó desde su púlpito de hombre corrido y corroído. Agua de borrajas la bronca, la zaragata de un estudiante les invitó a lo que gustaran tomar. Se le antojó a la mujer un vaso de leche y al marido un anisete para quedar bien, porque los hombres deben mostrar siempre que lo son. Una de las damas se estropeó la voz de un trago y comenzó a deleitar a la reunión. Cantaba en faraona y había que exornarla de olés y de vivas familiares. Los tres estudiantes comenzaron a cantar en gabacho unas canciones menudas y como de coro. Nadie les mandó callar, pero se callaron. Aquello no era de la noche. La noche tiene su rito, más o menos torpe y exige que se cumpla. Habló el cómico y mostró su francés escolar; después el norte de las miradas se ofreció en espera del cuentacuentos.
—Aquí, mi señora y yo, somos del teatro. Una vez un estudiante de su edad, como ustedes. ¿A que no han entrado en quintas todavía? -preguntó difuminando su charla en el capricho de que afirmaran y él pudiera sentar bien su experiencia de hombre maduro.
Los estudiantes precisaron que ya las habían pasado con muy malos tragos. El cómico explicaba a continuación, ramificando la historia:
—Medicina, estudiaba. Era grandullón, un mozo guapote y quería ser actor. Ustedes no saben lo que es esto. Correr de aquí para allá, como se dice. Ahora venimos de Valencia. El género nuestro se va acabando. Mi mujer está de costurera en la compañía y yo soy del coro.
Los estudiantes comenzaron a cantar de pronto. Una de las acompañantes les estaba haciendo el tercio con el fotógrafo. Se levantó para sentarse en la otra mesa.
—¡Qué tiempos aquellos! Ustedes no habían nacido. Yo llegué a cantar Lisístrata; también canté El pollo Tejada.
Se despidieron las dos que quedaban y salieron a orearse.
—Yo he trabajado mucho en esa capital. Teníamos el hoyo lleno todos los días. Había que ver las taquillas que se hacían. Precisamente allá conocí a mi señora.
La señora intervino falseando la voz:
—Mi esposo y una servidora, que entonces era una chiquilla, nos hicimos novios. Formalizamos nuestras relaciones cuando volvimos a este Madrid de mi alma.
El sultán estudiante se desperezó en el banquito. Las gafas le hacían a sus ojos una prisión de peces abisales. Estaba mal afeitado: las crecidas patillas lo achulaban con canallería. Se sonreían de todo aquello, y el capítulo de la Comiquería les agradaba de sabores viejos. El jovencillo pidió al otro, pálido y ojeroso, una peseta para la alcancía de la cerillera.
—Cuando iba a la escuela ya me llamaban las tablas. Me acuerdo que una vez hicimos El puñal del godo. El maestro me dijo que yo era capaz de ganarme el garbanzo trabajando de actor. Y no estoy arrepentido porque, cuidándome, yo hubiera llegado a ser algo.
A la mujer del histrión le entró maternal. El estudiantillo de la cara aniñada estaba ya harto de juerga y se dormía.
—Pobrecico, tan joven. ¿Cómo lo sacan ustedes de casa…?
Se recuperó el estudiante y ronzó unas palabras. Pidió más cazalla. El de las patillas se reía burlonamente.
—Miguelito, que te va a hacer daño.
—Me cabe un litro.
—No presumas.
El hombre de la farsa pagó una ronda y siguió charlando.
—Pues sí, señores, yo nací para actor, pero la vida… ya saben ustedes. Uno quiere llegar y luego se encuentra con los malos quereres. En la guerra tuve que poner un puesto de periódicos y no me iba mal. Lo dejé por esta maldita afición. Todo me lo he jugado y ya ven cómo me va.
Miguelito se quiso sacar la espina aventurando una gracia que no le gustó al actor. Este se envolvió en la bufanda: una bufanda grande amarilla y negra que le daba cierto aire funeral. Reclamó a su mujer porque la mañana se enfriaba casi por la ventanera. Y se levantó. Cuando estaba de pie se le acercó titubeante el dipsómano de los carnets:
—¿No tendrá un cigarro?
—Un cuerno.
Y el dipsómano ensayó un pase natural. Nadie le hizo caso y se quedó navegando con cara de hastío en espera de otra oportunidad. Del mostrador salió la voz de Lucifer:
—No molestes a los señores.
Lo más extraño era que todo ese mundo cochambroso se trataba con una educación inesperada. El de los carnets pidió perdón y se retiró a un rincón.
Por la calle del Ave María, en la soledad de un amanecer blanco y sucio como la leche pasada, caminaban los tres estudiantes. Quedaban solos el dueño y el hombre de los carnets. Se iba a cerrar una hora para que descansase el churrero.
Canciones viejas y salmantinas crecían en el avance de la estudiantina. El sereno apareció como un fantasma. Les mandó callar. Los faroles de gas parecían fuegos fatuos. Miguelito temblaba y balbuceaba incoherencias. La cuesta era un calvario que había que subir. El último gato de la noche se escondió en un quicio.
Rieron los estudiantes del hombre que nació para actor. El hombre que nació para actor dormía con alto sueño de triunfos en los teatros hispanoamericanos.
Al pasar por una iglesia sorprendió a los tres estudiantes la primera boda del domingo.
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