Redes sociales, internet, internet, internet. Todo tipo de artilugios para acceder a la información y poder comunicarnos: ordenador de mesa, portátil, tableta, teléfono de mesa, teléfono inalámbrico, móvil, gafas, relojes... ¡qué sé yo!
Vivimos en un permanente estado de conexión. Su centro, en la actualidad, es el móvil, dueño y señor de todas las conexiones. Sin él no somos nada. Manojo de nervios, desesperación, angustia. ¡Oh, cielos!, ¿dónde lo habré dejado?
La importante llamada que esperamos, pero que al final era trivial como casi todas. El molesto mensaje de alguna compañía telefónica. Las llamadas aún más molestas de las mismas. Los vídeos, las fotos, los mensajes no deseados de los grupos de whatsapp a los que pertenecemos.
Es difícil saber qué hemos ganado en esta permanente conexión a la nada. El uso responsable y provechoso que hagamos de ella es tarea de cada cual. No cabe duda de que el acceso a la información y al conocimiento es esencial para el desarrollo de la sociedad e, incluso, la democratización de la misma.
Lo que ocurre que es que a veces el mundo se llena de ruido y tengo la vieja impresión de que la comunicación es un auténtico milagro. Y no es por falta de emoticones, ni de emojis, ni de kaomojis, ni de vídeos, ni de mensajes ingeniosos o emotivos o ñoños o de simple y casposo mal gusto.
No, no son palabras las que faltan, ni faltan tampoco herramientas con las que decir algo. Medios para poder comunicarnos, instrumentos con los que decir algo significativo y oportuno, tenemos. Más bien es que sobra verborrea. Sobra atrevimiento. Sobra insensatez. Sobra imprudencia y precipitación.
A veces tengo la impresión de que vivimos conectados a la nada y de que el estado de conexión permanente tiene cierto parecido al estado de sitio.