viernes, 22 de enero de 2021

EL CIELO. PLINIO EL VIEJO

Cada cual celebra sus alegrías como más le gusta, que en esto también hay muchas maneras. 

Yo estaba ayer absolutamente desolado, pero conseguí expulsar del blog al intruso que se me había colado y me fui a celebrarlo al balcón. Saqué el telescopio y enfoqué hacia arriba. Allí estaban, casi en el cenit, la luna creciente y, un poco más arriba y a la derecha, Marte y Urano. Me costó trabajo descubrir al segundo, los 3.000.000.000 de km que nos separan de él no es una distancia precisamente pequeña, pero lo logré. Es la primera vez que consigo verlo desde el balcón de casa, es decir, envuelto en la contaminación lumínica de la ciudad. ¡Ahí es ná!

Y para celebrar esta segunda proeza, pero de un rango menor que la primera, cogí mi plinio y me puse a releer algunos pasajes y a contemplar las fantásticas ilustraciones que lo ambientan. Como un niño con un juguete nuevo. Es la ventaja que tenemos los adultos, cualquier librillo al que no hayamos prestado atención durante un tiempo, nos vuelve a encantar con sus reclamos.

Plinio el Viejo, por si no os acordáis, fue aquel romano enamorado del conocimiento, que sentía curiosidad por todo. Tanta era su sed de saber y su entrega a los demás que el 24 de agosto de 79, cuando la erupción del Vesubio, dirigió la flota que estaba a su cargo a las playas de Nápoles para socorrer a sus compatriotas y ¡poder observar la erupción de cerca! Allí murió. De todo cuanto escribió solo nos ha llegado la Historia Natural. Una especie de recopilación de los conocimientos de la época: botánica, zoología, mineralogía, medicina, geografía, cosmología, metalurgia...

El comienzo de su libro dedicado al cielo, que es lo que recoge esta edición de Siruela, no puede ser más bello, ingenuo y emotivo: 

El mundo y todo aquello que con otra denominación se convino en llamar cielo, en cuyo seno transcurren todas las cosas, hay que creer que es igual a la divinidad, eterno, inconmensurable y que no ha sido engendrado ni jamás va a perecer. Indagar más allá de él no tiene interés para el hombre ni cabe en las conjeturas de la mente humana. Es sagrado, eterno, inconmensurable, un todo en el todo o, mejor dicho, él mismo el todo: infinito y similar a lo finito, concreto en todas sus partes y similar a lo inconcreto, compuesto esencialmente por la totalidad de elementos intrínsecos y extrínsecos; no solo es la propia obra de la naturaleza física, sino también la misma naturaleza física. Es un desvarío que algunos hayan tenido el propósito de medirlo y que se hayan atrevido a publicarlo, como, a su vez, que otros, aprovechando esta ocasión, o dando pie a ello, hayan referido que hay innumerables mundos (de modo que sería preciso creer en otras tantas naturalezas físicas o, incluso si una sola englobara al resto, en otros tantos soles y otras tantas lunas, amén de los demás astros aun en un solo mundo inmensos e incontables) como si dichos interrogantes, a la postre, no hubieran de plantearse siempre al pensamiento en su ansia de un punto final, o bien, en el caso de que esta infinitud pudiera ser atribuida a la naturaleza por ser artífice de la totalidad de las cosas, como si no fuera más sencillo que todo ello se entienda como unidad, máxime cuando la empresa es de tal envergadura.

Y si lo leéis, encontraréis muchas más sorpresas maravillosas, además de averiguar, si no lo sabéis, el porqué y el cómo de eso que conocemos como música de la estrellas, o armonía universal. 

Y ahora tres imágenes:

Juan Baptista Lavanhal-Luis Teixeira. Theatrum orbis Terrarum.

 
Bartolomé Anglico. Livre de la propieté des choses.


Suwar al-Kavahib al Thabita. ¿Reconocéis la constelación, visible en esta época?

Si lo encontráis, no lo dudéis, haceos con él.

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