Soy de naturaleza positiva y como estoy de vacaciones no me ha importado mucho, que ya recuperaré con una buena siesta el sueño perdido.
Sin embargo, la mañana no ha ido todo lo bien que podía augurar una espléndida y soleada mañana de vacaciones de verano. Para aliviar el picor y alejar de mis neuronas todo el sopor de la noche, me he dirigido a la playa. Cuando estaba dentro de esa bonita caravana de acceso a los placeres del agua y de la arena, un guasap de mi hermano. Como las caravanas son algo así como un largo semáforo en rojo, he cogido el teléfono y lo he leído: Lumbago, estoy en la cama. Ven, por favor.
¿Cómo es posible que a un tipo de 29 años que hace deporte habitualmente le de un ataque de lumbago? He pensado que los dioses me estaban tomando el pelo. Los dioses, ya se sabe, pueden ser muy cabroncetes.
Cuando he llegado a su casa, efectivamente estaba hecho una mierda. Con gran esfuerzo por mi parte y mucho más por la suya, hemos conseguido bajar al portal y meternos en el coche. Médicos, radiografías, farmacias. Mucho tiempo de espera y desesperación, que son como las dos caras de la misma moneda.
La mañana, sin darme cuenta, ha pasado a ser tarde. Concretamente eran las 16:25 cuando he conseguido dejarlo tumbado boca arriba y con un par de cojines bajo las pantorrillas. Luego prepararle algo de comer. Que si sí, que si no. Típica pelea argumentativo-dialéctica de base científica nula. Un poco de acompañamiento, que para eso soy su hermana. Mimos. Dejarle lo básico a mano, o sea, el teléfono y la tableta. Eran las 19:50 cuando he salido de su casa en dirección a la playa. Ahora sin caravana, la caravana estaba en el sentido contrario.
No me ha dado casi tiempo de desnudarme cuando me he quedado literalmente hundida en la arena. Rota. Muerta.
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