El trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función del trabajo. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar.
Así de explícito y de contundente empieza este alegato contra el trabajo, o mejor dicho, contra el sistema que nos hemos/nos han dado para organizar nuestras vidas y hacer que todo gire sobre una actividad profundamente insatisfactoria y, en general, nada creativa.
Quiero citar otras líneas,referidas a él mismo, pero que me atañen también a mí: Yo, por ejemplo, disfrutaría enseñando (un poco), pero no quiero saber nada de estudiantes obligados a asistir a clase y me niego a hacerles la pelota a patéticos pedantes para obtener una plaza.
Yo, por desgracia, ya hice la pelota a los pedantes, pero me canso casi todas las semanas en una estéril lucha con compañeros a los que les gusta asumir tareas y funciones de los pedantes incompetentes que dirigen el corralito de la educación y a los que resulta imposible hacerles ver que son la voz de su amo.
El texto, cómo no, es utópico, pero los argumentos y los datos que utiliza para la defensa, posible y real, de la actividad lúdica no son nada utópicos. Resulta difícil quitarse las orejeras para tener un campo de visión amplio, pero es necesario hacerlo para poder ver que la realidad no sólo es aquello que tenemos de frente.
Un opúsculo (68 páginas) muy recomendable, pariente de otros títulos como En defensa de los ociosos o El derecho a la pereza, que no exige ningún esfuerzo y, cuando menos, puede aportarnos alguna sonrisa y una mirada distinta sobre esa actividad a la que dedicamos tanto tiempo todos los días.
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