Tras más de cinco décadas de producción poética Blanca Varela se afirma como una de las voces más personales y sólidas de la lírica latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Desde la publicación de su primer libro Ese puerto existe (1959), prologado por Octavio Paz y editado en México, hasta El falso teclado (2001), Blanca Varela ha forjado una poética anclada en la desnudez verbal y sustentada en una ardua lucha con la palabra.
Blanca Varela (1926-2009) pertenece por edad a la Generación del 50 peruana, esa en la que podemos encontrar entre otros a J. E. Eielson, J. Sologuren y S. Salazar Bondy. Correlativa, por tanto, a la española de los Gil de Biedma, Goytisolo, Valente, González, Brines...
Su poesía no es precisamente celebratoria ni luminosa, antes bien, el dolor, la soledad, el deterioro del cuerpo, el paso del tiempo, estos temas tantas veces señalados por la crítica, están tratados en un tono existencialista y sin concesiones al lado más bondadoso de la vida. El concepto predomina sobre el objeto sensible, y la reflexión sobre la impresión. Octavio Paz y el París de los años 50 tuvieron gran influencia en su obra.
Allí entabla relación con los surrealistas, con de Beauvoir, Sartre, Michaux, Giacometti, Léger y, por supuesto, con Octavio Paz, quien dejó plasmado el ambiente del grupo en el prólogo que redactó para el primer libro de la poeta, Ese puerto existe: No creíamos en el arte. Pero creíamos en la eficacia de la palabra, en el poder del signo. El poema o el cuadro eran exorcismos, conjuros contra el desierto, conjuros contra el ruido, la nada, el bostezo, el claxon, la bomba. Escribir era defenderse, defender la vida. La poesía era un acto de legítima defensa (...) En aquellos días todos cantamos. Y entre esos cantos, el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela. El más secreto y tímido, el más natural.
Tal vez uno de los poemas más representativos de su forma de hacer y de plasmar su punto punto de vista sea "Conversaciones con Simone Weil". Conviene recordar que la pensadora francesa era de origen judío laico, aunque pronto se adhirió a la tradición espiritual cristiana tamizada por el humanismo griego. Weil, por tanto, estaba convencida de la capacidad humana para explicar y decir el mundo; Varela, en cambio, participa del escepticismo de la época.