No sé si es exagerada la afirmación de Daniel Dennett cuando escribe, refiriéndose a la idea de evolución, que es “la mejor idea que haya tenido nunca nadie” (La peligrosa idea de Darwin, 1999). No puedo entrar a calibrar este tipo de afirmaciones, porque carezco de conocimientos suficientes para hacerlo. Pero sí estoy convencido de que es una de esas ideas que han cambiado nuestra concepción del mundo, es decir, ha hecho que nuestro conocimiento de él sea más exacto y la sociedad un poco menos ignorante.
A eso me refería, cuando en la entrada de enero afirmaba que, de todos los escritores a los que corresponden aniversarios en este 2009, Darwin era el más moderno. Dicho de otra manera: la genial y simplicísima idea de que la vida, en su lucha por la existencia, produce una selección natural y los elementos mejor adaptados son los que salen adelante, ha sido y es una de las ideas que más frutos ha producido desde que fue expresada, y es una de las ideas que mejor explica una enorme cantidad de acontecimientos, no sólo de orden científico, sino también históricos.
Hay muchos y muy buenos libros de divulgación científica sobre el tema. A mí me gusta especialmente el prólogo que escribió Faustino Cordón para la edición de Bruguera. Pero no os voy a recomendar ninguno de esos libros, sino el capítulo 25 del libro Una breve historia del tiempo, de Bill Bryson, por la gracia, el desparpajo y el punto de vista que utiliza. En realidad, todo el libro es una delicia, pero hoy tocaba hacer un huequecito al abuelo Darwin y por eso nos quedamos en ese capítulo.
En este humilde homenaje al sabio inglés quiero terminar diciendo que si la ciencia es la estética de la inteligencia –Bachelard-, Darwin, entonces, es uno de los más grandes creadores de belleza de la historia.