Sus libros en Verbum |
En agosto del año pasado, Alejandro Alcalde le dedicó un pequeño espacio en La víspera del infinito. De él he recogido la parte final del programa, poco más de cinco minutos, en la que realiza la semblanza del poeta y en la que Carlos Cano canta Yo te amo ciudad, adaptación del poema Testamento del pez.
El que copio a continuación, digno de figurar en cualquier antología poética del siglo XX, pertenece a la colección Poemas invisibles, Madrid 1991.
Metido bajo un poema de Vallejo oigo pasar el trueno y la centella.
“Hay bochinche en el cielo”, dice impasible el indio acorralado
en callejón de París. Furiosa el agua retumba sobre el techo
blindado del poema. Emprésteme Abraham, le digo, un paraguas, un cacho
de nube seca como el chuño enterrado en la nieve. Estoy harto
de no entender el mundo, de ser el pararrayos del sufrir, de la frente al talón.
Alguien tiene que tenderme una mano que sea como un túnel
por donde al final no haya un cementerio. Dígame, Abraham,
cómo se las arregla para parir el poema que es ruana recia del indio,
y es al mismo tiempo hombreante poema panadero, padrote semental poema.
Me cobijo, me enclaustro, me escabullo amigo Abraham en ese parapeto
de un poema suyo donde se puede agüaitar, arriba, el paso del hambre
que sale por el mundo a comerse gente carniprieta, a devorar
pobres y más pobres, requetecienmil pobres tiritando de hambre.
Oiga, Abraham, llamado César como un emperador de toga negra y corona
de espinas, ¿cómo se las arregla para tristear sus poemas, si nunca cesa
de llover miseria humana, y se nos tuercen todos los tacones
de los viejos zapatos, y el agua cala impiadosa los remiendos del poncho?
Y qué risa me da que use usted nombre de imperial romano. Usted
tendría que llamarse eternamente Abel o Adán, pero Abraham está bien:
la mamacita de usted le llamaba Abrancito y le decía niño no pienses tanto,
que en el pobre pensar no sirve para nada, pensar es sufrir más.
Oiga lo que le digo, Abraham:
tanta hambre paso en París que voy al Louvre a comerme el pan y los faisanesde un bodegón holandés. Le arrebato a un hombre de Franz Hals un jarro
de cerveza y me harto de espuma. Salgo del museo limpiándome el hocico
con el puño cerrado y digo ¿cuándo parará de llover en este mundo, cuándo
en el techo de los pobres no rebotarán más piedras, y lloverá maíz en vez de luto?
Y agarro el bastón de Chaplin, me subo el cuello de la chaqueta y salgo
en busca de un refugio, de un cobijo donde pasar lo que reste de llanto.
Me siento a caminar por la tristura y vengo aquí al providente amigo
a pedirle emprestado un jergón para echarme a dormir; déjeme
por un siglo no más un poema suyo, testicular semilla, antihambre poema,
antiodio poema vallejiano, déme un alarido sofocado por miedo al carcelero,
un alarido en quechua o en mandinga, pero con techo y suelo donde echarse a morir,
digo, a dormir, me contradigo, me enrosco, me encuclillo, vuelvo a ser feto
en el vientre de mi madre; me arrebujo y oigo su rezongar andino sollozante:
a París le hace falta un Aconcagua, y voy a lloverle a Dios sobre su misma cara
el sufrimiento de todos los humanos.
Alguien dice carcasse
y yo digo esqueleto. Hasta de espalda se ve que está llorando, pero empresta
el refugio piadoso que le pido, y me echo a morir, digo, a dormir, acorazado
por el poema de Abraham; de César, digo; quiero decir, Vallejo.