viernes, 24 de mayo de 2024

ALGERNON CHARLES SWINBURNE

Editoial
 Para quien todavía dude sobre los cambios de gustos y tendencias que se producen a lo largo del tiempo el caso Swinburne puede ser un buen ejemplo. Si hoy preguntáramos a un estudiante universitario de literatura por él, seguramente ni le sonaría el nombre. Y creo que la única traducción en castellano de su poesía es esta antología que sacó Hiperión en traducción de Adolfo Sarabia.

A. Ch. Swinburne (1837-1909) alcanzó en vida un éxito tan grande como el de su compatriota Byron. Pero tienen más coincidencias: también pertenecía a la nobleza y su obra provocó tanta atracción como indignación. Decadente, gótico, pesimista, parnasiano. Poseía un excelente oído, lo que dotó a su obra lírica de una magnífica musicalidad. 

Escribe Pujals en su Historia de la literatura inglesa: Una característica de Swinburne es que su inteligencia e imaginación son mucho más vigorosas que sus sentimientos. Por consiguiente, uno de sus principales defectos como poeta es su falta de participación personal en los sentimientos más íntimos de la humanidad. El elemento humano personal, el interés por la vida misma, es lo que le falta en su poesía. Su característica peculiar es el distanciamiento.

El poema "La leprosa" puede ser un buen ejemplo de las características poéticas de este poeta hoy un tanto olvidado:

LA LEPROSA

Mejor sabe el amor que el agua fresca, a fe mía que no hay nada mejor; nada es tan exquisito a quien lo prueba: bien conocíamos esto ella y yo.

En un palacio real le servía licores y manjares opulentos. Por besarla en la frente me moría, no comía ni conciliaba el sueño.

Sabe Dios que no me quiso jamás, yo un pobre escribiente feo y modesto que apartó su capucha clerical por ver sus labios y amoroso pelo.

Me saca de quicio pensar en esto. Sí, por más que Dios siempre me ha odiado y lo hace ahora que besar puedo sus ojos mientras trenzo su peinado

igual que antes caía por su frente, estoy contento de tenerla muerta en esta choza mísera y agreste en que hoy beso sus ojos y cabeza.

Mejor sabe el amor que tiernos frutos bajo nieve; nada hay como el amor, ni ámbar en mar helado —estoy seguro—, bien que conocemos esto ella y yo.

En tres ideas fijas me complazco, primero me complazco y pienso en esto: el dorado cabello de su amado, su boca que incitaba en ella al beso.

Luego recuerdo aquel amanecer que lo llevé por un paso escondido hasta su reja, y cómo allí después ella mimosas palabras le dijo.

(Frías carreras de pequeños pies —sus dos pies albergaría mi mano—. Prodigio es que pudieran sostener el cuerpo enhiesto de aquella a la que amo)

«Dulce amigo, que Dios os lo agradezca. Soy pura ahora y libre de deshonra, y no me llevarán hasta la hoguera por esta dulce falta escandalosa».

Palabra por palabra lo repito. Ella, recostada sobre la cama y sosteniendo sus pies, así dijo. La tercera de que hablé es la más grata.

El Dios que crea el tiempo y lo devasta sin que Él cambie jamás, Dios sempiterno, el cuerpo todo amor que ella habitaba mudó con grave mal, su dulce cuerpo.

El amor es más dulce y placentero que el canto en el collar de la paloma. La escupieron todos, la maldijeron, la echaron por juzgarla indecorosa.

Y pensaron que Dios le había mandado esa cruel maldición por castigarla. Necios eran si no veían claro que a todas en dulzura aventajaba.

El que había acariciado su pelo cegándola con besos en los ojos sintió que, tenso y desnudo, su pecho suspiraba bajo él entre sollozos

salidos de sus labios y garganta, de su cuerpo roto por el amor. La boca de él sufrió de mala gana esas lágrimas que ella derramó.

Sí, aquel en cuyo abrazo por la noche dormía o saltaba su cuerpo ardiente con besos que dejaban moratones, asqueado la huyó como a la peste.

En esta choza agreste la oculté, agua le servía, y mísero pan. El placer de besar una y otra vez su frente me llegó casi a matar.

Se acabó el pan; quedaba solo el agua y cogíamos hierbas y semillas. Tanto placer tenía con besarla que me era igual el sueño y la comida.

Dichoso de servirla, a veces raudas lágrimas resbalaban de mis párpados mojándola, tanto me deleitaba servirla como Dios tiene vedado.

«Vete, deja que muera en solitario, te suplico que me dejes en paz». Dicho esto, cesaron de hablar sus labios junto a los míos, y rompió a llorar.

Yo le dije: «Piensa cómo el amor hizo a los dos correr la misma suerte. ¿He de abandonarte? No quiera Dios. Mi alma estará ligada a ti por siempre».

Sí, por más que Dios nos aborrezca, Él sabe que muy difícilmente en una cosa afloja el amor en la labor que hace hasta que está granada la mazorca.

Seis meses, mas ahora que no vive me vence el desasosiego: no sé si estaría bien cuanto hice y dije o si es que de un detalle me olvidé.

Era demasiado dulce toda ella para haber abandonado la vida a trozos; si su inmóvil boca se abriera algo que ahora olvido ver podría.

Seis meses; sentado en silencio pongo en dos frías palmas sus fríos pies. Su pelo, mitad gris y oro ruinoso, al besarlo me turba y me hace arder.

Me requema el amor, me aguijonea al ver su rostro enjuto hasta los huesos. Sus párpados consiguen que enloquezca, ellos que purpúreos refulgieron.

«Pórtate bien conmigo, que me cansa ya tanta vergüenza,» decía entonces. «Me moriré si tú no dices nada». Y hoy está muerta, y la vergüenza dónde.

Y por el desdén suyo de otro tiempo seguro que sentía desazones. Jamás debí haberla besado, es cierto: la ira de Dios se burla de los hombres.

A mí también ella me habría amado si sólo hubiese sido más sumiso. No vio que la vergüenza da la mano al amor, aunque su vergüenza lo hizo.

Demasiado recibí de mi amor, ganando por mi humilde servicio su gran belleza sin comparación, su rostro y su dulzura, que es lo mismo.

Todo el tiempo que me ocupé de ella sé que recordaba a su antiguo amor, que creció el viejo desdén que sintiera unido al asombro en su corazón.

Tal vez mi amor estuviera mal —la copia torcida y emborronada, que se hace entre tinieblas, de un misal; música estropeada por palabras.

Pero la verdad, querría haberlo hecho todo de la mejor forma. Tal vez porque fracasé, echando algo de menos, ella retuvo en su corazón a él.

Ya todo esto me está dejando a ciegas: ahora quizás ella pueda ver con mayor conocimiento; aún queda la vieja pregunta. ¿No hará Dios el bien?

Traducción: Antonio Rivera Tarabillo

Lo podéis leer aquí en su idioma original.


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