Los movimientos sociales y los hechos históricos relevantes dejan huella en toda creación artística. En este caso la huella es tan profunda como trágica. Tres de sus más fervientes animadores son empujados a la muerte: Blok oficialmente murió de una enfermedad cardíaca —si el corazón no hubiera dicho basta, se habría muerto literalmente de hambre —; Esenin se suicidó porque ya no podía con la vida; Mayakovski también se suicidó: la revolución le daba cada vez más la espalda y no pudo tolerar tanto abandono.
En quienes no compartían el credo revolucionario la huella es más profunda: los que no fueron liquidados directamente, pasaron a disfrutar largas temporadas de los campos de concentración siberianos: Mandelshtam, Gumiliov, Tsevetáyeva, Ajmátova... Lo que no sabía es que las miserias pueden ser aún mayores si se observan de cerca y se entra en el detalle.
En una nota al poema de B. Prado, Yo y Anna Ajmátova (1890-1966), leo lo siguiente: (Ajmátova) fue denunciada por Mayakovski como autora de un arte no revolucionario y cayó en desgracia ante las autoridades bolcheviques. Poco después sería fusilado su marido, a quien le acusaron de una conspiración en la que no tomó parte, y su hijo sería encarcelado simplemente por ser hijo de quien era.
De todo estos ejemplos y de otros muchísimos más en los que no voy a entrar, lo que me pone los pelos de punta es el fanatismo de los creyentes que arden siempre en deseos de purificar la sociedad y el pensamiento, y no sienten ningún escrúpulo en acusar al resto del mundo. Quedé tan sorprendido con la bajeza de Mayakovski que tuve que cerciorarme de que efectivamente ese había sido su proceder.
Es lo bueno de las revoluciones violentas: te aleccionan sobre la naturaleza humana.
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