Más allá de la denuncia de la ley que en Francia prohibe acoger a emigrantes sin papeles o en situación irregular, esta película me parece un hermoso elogio de la ilusión. La ilusión por ayudar a alguien, la ilusión por tener algo en lo que creer, la ilusión por seguir vivo y sabernos parte del mundo de los que nos rodean, la ilusión, en fin, porque sin ella no hay mañana posible.
Philippe Lioret nos cuenta la breve historia de la relación entre un joven iraquí que desea llegar a Londres y un ciudadano francés, monitor de natación. De esa relación, de ese conocimiento y re-conocimiento del otro como persona, surge la implicación en un proyecto tan imposible como hermoso.
Da lo mismo cómo termine la historia (de hecho, nos lo imaginamos desde el primer momento). La grandeza de la película no reside ahí, sino en cómo se construye toda la narración para recordarnos la imperiosa necesidad del diálogo como elemento que hace posible la sociedad, esto es, la convivencia real entre seres humanos. Así, la película va mostrándonos el paulatino cambio de actitud de un hombre vencido y derrotado, sin ilusiones, hasta convertirse en un ser humano admirable.
La película, sin duda, funciona bien, aunque sólo fuera por el hecho de ponernos ante una de las miles de historias trágicas de la emigración y la denuncia de una ley que parece a todas luces injusta e inhumana. Pero se hace más grande y más hermosa porque, además, nos recuerda que la mejor forma de ser plenamente humanos es reconociendo al otro en sus necesidades, que son, básicamente, las mismas que las nuestras.