Editorial |
El poemario, ni que decirlo tiene, se puede y se debe leer por sí mismo, pero tal y como indica el título, yo creo que funciona muy bien como elemento de apoyo y de reflexión en un paseo por las obras del Museo del Prado que sirven de excusa para una nueva lectura de las mismas, o como sugerencia, o como incitación.
De los veintiséis poemas, de las veintiséis obras que recoge, os dejo este sobre el óleo de Madrazo y la peculiar historia —si es que a aquello podía llamársele historia— que se ofrecía en las escuelas franquistas.
Así era como nos contaban la Historia.
El maestro engolaba la voz,
crecía unos centímetros para parecerse a ellos.
Pronunciaba citas solemnes,
sus zapatos producían un sonido hueco
sobre el escenario. Había togas y uniformes,
gestos amplios, excesivos
en otro contexto. Y había hombres,
sobre todo hombres,
(la mujeres, discretas, serenas, orgullosas,
en segunda fila, madres y hermanas, alguna
esposa infiel)
que vivían para siempre
adornados por una corona de laurel. Aunque estatuas,
tenían pasiones
que sabían dominar. Miraban no a los ojos
sino al porvenir. Sus nombres estaban hechos
de letras doradas. Sus tumbas
exigían mármol y escalinatas.
Y aunque algunos morían en el campo de batalla
luego se levantaban con las ropas limpias
sin un rastro de sangre, sin gesto
de miedo, incluso sin cansancio
para subir a un pedestal
que nunca se tambaleaba.
Más tarde aprendimos que la Historia
era esa niña que corre desnuda
abrasada en napalm,
un niño arrastrándose en el barro
bajo la mirada de un buitre,
un hombre maniatado,
con los ojos vendados,
que se desploma
tras el tiro en la sien. Seguíamos viendo películas
con héroes como los de antes,
y en los discursos oficiales
alguien de nuevo engolaba la voz,
recorría a grandes pasos el escenario.
Pero ya nadie se conmueve.
Nadie se levanta y grita ¡bravo!
Nadie sueña con haber sido uno de ellos.
Hemos perdido la mirada de los niños
que escuchaban boquiabiertos al maestro.
Ya era hora.
La muerte de Viriato, Madrazo. Fuente: Museo del Prado. |
El maestro engolaba la voz,
crecía unos centímetros para parecerse a ellos.
Pronunciaba citas solemnes,
sus zapatos producían un sonido hueco
sobre el escenario. Había togas y uniformes,
gestos amplios, excesivos
en otro contexto. Y había hombres,
sobre todo hombres,
(la mujeres, discretas, serenas, orgullosas,
en segunda fila, madres y hermanas, alguna
esposa infiel)
que vivían para siempre
adornados por una corona de laurel. Aunque estatuas,
tenían pasiones
que sabían dominar. Miraban no a los ojos
sino al porvenir. Sus nombres estaban hechos
de letras doradas. Sus tumbas
exigían mármol y escalinatas.
Y aunque algunos morían en el campo de batalla
luego se levantaban con las ropas limpias
sin un rastro de sangre, sin gesto
de miedo, incluso sin cansancio
para subir a un pedestal
que nunca se tambaleaba.
Más tarde aprendimos que la Historia
era esa niña que corre desnuda
abrasada en napalm,
un niño arrastrándose en el barro
bajo la mirada de un buitre,
un hombre maniatado,
con los ojos vendados,
que se desploma
tras el tiro en la sien. Seguíamos viendo películas
con héroes como los de antes,
y en los discursos oficiales
alguien de nuevo engolaba la voz,
recorría a grandes pasos el escenario.
Pero ya nadie se conmueve.
Nadie se levanta y grita ¡bravo!
Nadie sueña con haber sido uno de ellos.
Hemos perdido la mirada de los niños
que escuchaban boquiabiertos al maestro.
Ya era hora.
***
José
Ovejero escribe sobre todo narración, pero tiene otro par de
poemarios publicados: Biografía
del explorador y El
estado de la nación.
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