Editorial Anaya |
Mary Wollstonecraft Shelley, como su apellido indica, era la hija de la primera feminista de la historia en el sentido de la primera mujer que redacta una obra para desarrollar propiamente un pensamiento feminista, Vindicación de los derechos de la mujer. La madre, por desgracia, murió en el parto. Pero sigamos adelante. A los dieciocho años se encuentra en Suiza, junto con P. B. Shelley —el marido—, Byron y alguna que otra amistad. Allí Byron desafió a sus amigos a escribir un cuento de terror. Solamente Polidori, lo llevó a cabo; pero fue M. Shelley la que a partir de algún sueño y de las investigaciones de Galvani y E. Darwin desarrolló una historia completa: Frankenstein o el moderno Prometeo.
La historia se inicia en el Polo Norte donde un explorador llamado Walton ve un día un ser de aspecto casi humano pasando a toda velocidad en un trineo tirado por perros. Al día siguiente el barco en el que viaje el explorador recoge al doctor Frankenstein. Este le cuenta su historia a Walton. La criatura que había creado el doctor desapareció un día del laboratorio e intentó relacionarse con las personas, leyó a Plutarco, a Milton, a Goethe. Su aspecto solamente provoca temor y desconfianza. El monstruo regresa al laboratorio y pide al doctor que cree una compañera con la que compartir su vida. Frankenstein se niega, lo que provoca la ira del monstruo y la consiguiente tragedia: mata a todas las personas queridas por el doctor y este se dedica a perseguirlo. La aventura termina en el Polo Norte donde Frankenstein muere agotado y su "creación" se da fuego y desaparece en la oscuridad de la noche.
Como véis, el argumento es ligeramente distinto de lo que más tarde nos presentó Hollywood. Pero lo importante de la novela no es quién muera o quién no. Lo importante es el punto de vista que adopta la autora. El romanticismo vio en Prometeo el símbolo del creador, del artista creador, porque el artista no imitaba a la naturaleza, el artista la creaba. La escritura era considerada un nuevo acto de creación. De esta manera pasaban a ser semejantes a Dios. Eran los genios, aquellas personas que tenían la capacidad de crear un mundo mediante un acto de su imaginación. M. Shelley sustituye en esta historia el genio artístico por el científico. En eso también se adelantó.
Si no la habéis leído durante la infancia o la adolescencia, no perdáis la ocasión del bicentenario para hacerlo. Tenéis la ventaja de que ya conocéis la historia y más experiencia, lo que alejará el miedo de la lectura y permitirá que disfrutéis de otras honduras literarias de las que no podemos disfrutar normalmente cuando se tienen doce años. Y si todavía no os he provocado las ganas de leerla, escuchad este audio, que lo cuenta todo mucho mejor que yo.
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