Nada hay que nos aproxime más a nuestros orígenes irracionales que los rituales festivos. Nada hay que nos aleje más de nuestro ser racional que las costumbres ancestrales.
Hoy, mientras Google nos recuerda el centenario del nacimiento de
Turing, apilaremos todo tipo de trastos que puedan arder para
celebrar el
solsticio de verano (que no es hoy, sino que
ya fue), pedir o hacer que pedimos algo en una ceremonia a medio camino entre el ritual pagano y la superstición moderna (en el fondo, la misma cosa) y mandaremos a la atmósfera grandes cantidades de dióxido de carbono. Todo ello muy ritual y muy costumbrista, porque en una sociedad como la nuestra, según parece, necesitamos el favor de los dioses para que los trenes se muevan, Intenet funcione, la calculadora no se confunda en sus operaciones o las luces se enciendan por la noche cuando apretamos el interruptor.
Me resulta verdaderamente extraño el comportamiento de mis contemporáneos. Por un lado, lo confían todo , o casi todo, a los adelantos científico-técnicos, tienen una fe casi ciega en las posibilidades de progreso y se enfadan muchísimo cuando el último artilugio adquirido para hablar a distancia que llevan en el bolsillo no les informa correctamente sobre el tiempo que hará en las próximas horas. Por otro lado, cada vez que entramos en alguna de esas fechas (todas ellas unidas al paso del tiempo, las estaciones y las cosechas de mamá tierra) en que nuestros ancestros organizaban conjuros para pedir a las fuerzas de la naturaleza que fueran buenas y compasivas con ellos, nosotros repetimos la misma ceremonia con ligeras variantes.
Creo que me gustaba más cuando de verdad se lo creían y, en los pueblos navarros colindantes con la vecina Guipúzcoa, decían en torno a la hoguera con un poco de mala leche:
Sarna Gipuzkoara!, ogi ta ardoa Naparrora! (la sarna a Gupúzcoa, el pan y el vino a Navarra). Cosas de vecinos... y de rituales.