EL CAMPANERO
 Durero habría encontrado una razón para vivir
  en una ciudad así, con ocho ballenas varadas que mirar, con la suave brisa entrando en casa 
un día claro desde el aguafuerte de un mar 
  con olas tan regulares como las escamas 
en un pez. 
Una a una, dos a dos, tres a tres, las gaviotas sostienen 
  su vuelo adelante y atrás sobre el reloj de la ciudad, 
o planean alrededor del faro sin mover las alas— 
alzándose firmes con un ligero 
  temblor en el cuerpo- o se reúnen 
graznando sobre 
un mar púrpura cuello de pavo 
  que empalidece en un azul verdoso como 
el azul pavo y gris topo que Durero prefirió 
al verde pino del Tirol. Se ve una langosta 
  de veinticinco libras; y las redes tendidas 
a secar. El 
torbellino pífano y tambor de la tormenta inclina 
  la hierba de la salina, agita estrellas en el cielo y la 
estrella del campanario; es un privilegio ver tanta 
confusión. Encubiertos por lo 
  aparentemente adverso, las flores
de la ribera y 
los árboles, favorecidos por la niebla, ponen 
  el trópico a nuestro alcance: el jazmín-trompeta, 
la digital, el dragón gigante, la salpiglosis con 
lunares y rayas; dondiegos, calabazas 
  o campanillas emparradas sobre sedal de pescador 
en la puerta trasera; 
espadañas, gladiolos, arándanos y tradescantía, 
  cintas, líquenes, girasoles, ásteres, margaritas 
—harapientos marinos de amarillo y pinzas de cangrejo con verdes brácteas— 
hongos, petunias, helechos; lirios rosados, azules, 
  trigidias, amapolas; negros guisantes de olor. 
El clima 
no es bueno para el baniano, el franchipán 
  o la nanjea, ni para la vida de una serpiente 
exótica. Lagarto y piel de culebra para zapatos, si te va; 
pero aquí tienen gatos, no cobras, para 
  oprimir a las ratas. El tímido 
tritoncito 
tildado con pinchos blancos en su lomo de rayas negras 
  vive aquí; no existe nada que la 
ambición pueda comprar o llevarse. El estudiante 
llamado Ambrose se sienta en la ladera 
  con sus libros y sombrero extranjeros
y ve los barcos 
blancos y rígidos avanzar por el mar como 
  en un surco. Amante de la distinción que 
no nace de la jactancia, conoce de memoria el antiguo 
cenador en forma de azucarero con 
  tablillas entrelazadas y la inexacta 
inclinación de la torre 
de la iglesia, desde la que un hombre de rojo deja 
  caer una cuerda como una araña teje su hilo; 
parece salido de una novela, pero en la acera 
un letrero blanco y negro dice 
  C.J. Poole, Campanero, y otro rojo 
y blanco advierte 
Peligro. El pórtico de la iglesia tiene cuatro columnas 
  acanaladas, cada una de un solo bloque de piedra, al que 
el encalado da un aire sencillo. Sería un refugio adecuado 
para golfillos, niños, animales, prisioneros 
  y presidentes que recompensaron a 
senadores 
corruptos no pensando en ellos. El 
  lugar tiene una escuela, una oficina de correos 
en un almacén, pescaderías, gallineros y una goleta 
con tres mástiles en 
los muelles. El héroe, el estudiante,
  el campanero, cada uno a su modo, 
tiene su sitio aquí. 
No pudo ser peligroso vivir 
  en una ciudad así, de gente sencilla, 
con su campanero que coloca señales de peligro junto a la iglesia 
mientras dora la sólida 
  estrella puntiaguda que sobre una torre 
simboliza la esperanza.