Traductora: Olivia de Miguel |
EL CAMPANERO
Durero habría encontrado una razón para vivir
en una ciudad así, con ocho ballenas varadas
que mirar, con la suave brisa entrando en casa
un día claro desde el aguafuerte de un mar
con olas tan regulares como las escamas
en un pez.
Una a una, dos a dos, tres a tres, las gaviotas sostienen
su vuelo adelante y atrás sobre el reloj de la ciudad,
o planean alrededor del faro sin mover las alas—
alzándose firmes con un ligero
temblor en el cuerpo- o se reúnen
graznando sobre
un mar púrpura cuello de pavo
que empalidece en un azul verdoso como
el azul pavo y gris topo que Durero prefirió
al verde pino del Tirol. Se ve una langosta
de veinticinco libras; y las redes tendidas
a secar. El
torbellino pífano y tambor de la tormenta inclina
la hierba de la salina, agita estrellas en el cielo y la
estrella del campanario; es un privilegio ver tanta
confusión. Encubiertos por lo
aparentemente adverso, las flores
de la ribera y
los árboles, favorecidos por la niebla, ponen
el trópico a nuestro alcance: el jazmín-trompeta,
la digital, el dragón gigante, la salpiglosis con
lunares y rayas; dondiegos, calabazas
o campanillas emparradas sobre sedal de pescador
en la puerta trasera;
espadañas, gladiolos, arándanos y tradescantía,
cintas, líquenes, girasoles, ásteres, margaritas
—harapientos marinos de amarillo y pinzas de cangrejo con verdes brácteas— hongos, petunias, helechos; lirios rosados, azules,
trigidias, amapolas; negros guisantes de olor.
El clima
no es bueno para el baniano, el franchipán
o la nanjea, ni para la vida de una serpiente
exótica. Lagarto y piel de culebra para zapatos, si te va;
pero aquí tienen gatos, no cobras, para
oprimir a las ratas. El tímido
tritoncito
tildado con pinchos blancos en su lomo de rayas negras
vive aquí; no existe nada que la
ambición pueda comprar o llevarse. El estudiante
llamado Ambrose se sienta en la ladera
con sus libros y sombrero extranjeros
y ve los barcos
y ve los barcos
blancos y rígidos avanzar por el mar como
en un surco. Amante de la distinción que
no nace de la jactancia, conoce de memoria el antiguo
cenador en forma de azucarero con
tablillas entrelazadas y la inexacta
inclinación de la torre
de la iglesia, desde la que un hombre de rojo deja
caer una cuerda como una araña teje su hilo;
parece salido de una novela, pero en la acera
un letrero blanco y negro dice
C.J. Poole, Campanero, y otro rojo
y blanco advierte
Peligro. El pórtico de la iglesia tiene cuatro columnas
acanaladas, cada una de un solo bloque de piedra, al que
el encalado da un aire sencillo. Sería un refugio adecuado
para golfillos, niños, animales, prisioneros
y presidentes que recompensaron a
senadores
corruptos no pensando en ellos. El
lugar tiene una escuela, una oficina de correos
en un almacén, pescaderías, gallineros y una goleta
con tres mástiles en
los muelles. El héroe, el estudiante,
el campanero, cada uno a su modo,
el campanero, cada uno a su modo,
tiene su sitio aquí.
No pudo ser peligroso vivir
en una ciudad así, de gente sencilla,
con su campanero que coloca señales de peligro junto a la iglesia
mientras dora la sólida
estrella puntiaguda que sobre una torre
simboliza la esperanza.
Recoge Olivia de Miguel con muy buen criterio en el prólogo que redactó para esta edición unas cuantas opiniones de poetas contemporáneos de Moore. De todas ellas, a mí me gusta mucho la de Wallace Stevens —(Moore) nos obliga a ser tan conscientes de la realidad que fuerza nuestra conciencia—. Y así es en este y en toda su poesía. Ni el adorable pueblo costero es tan adorable, ni la iglesia es un centro de acogida, ni el campanero está libre de sospecha. Más tarde o más temprano, las ballenas varadas comenzarán a descomponerse y envenenarán "la suave brisa", lo mismo que la iglesia puede envenenar a la sociedad.
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