Voy a ser generoso. Os voy a dejar todas las fotos que hice ayer por la tarde cuando iba en busca del Dantzari.
La verdad es que llevar una cámara en la mano es muy tentador. O un peligro. Vas hablando, ves una imagen que te llama la atención y, ¡hala!, ahí que te paras y dejas con la palabra en la boca a quien te acompaña.
|
Gaviota que te dice: eh, aprovecha, que poso un ratito. |
|
Una rosa que no quiere ser menos que la gaviota. |
|
Y esta especie de chimenea agujereada que surge del estanque. |
Sí, hasta el Parque de Zubimusu iba porque había leído hace un par de días en la guía de Edorta Kortadi que en él se encontraba este artefacto del que salía un dantzari. Y no las tenía todas conmigo porque esa chimenea, mástil o extraño objeto no tenía pinta de albergar nada en su interior, y mucho menos un alegre dantzari vasco sugiriendo una espata-dantza.
Dan las ocho de la tarde... y:
Pues ahí queda el Dantzari, obra de Joaquín Montero y Dionisio García Arranz. En el recoleto parque Zubimusu, cuando dan las horas, emerge de esa curiosa estructura un dantzari que mantiene la pata en alto durante casi dos minutos, mientras suena una música de carillón. No tiene la complicación ni la vistosidad de los autómatas centroeuropeos, pero no deja de tener su gracia. Una atracción para la gente más menuda a la que estuvimos mirando cinco personas adultas. Y sin las aglomeraciones pandémicas de Praga, Múnich o Estrasburgo.
De vuelta a casa, la luna juega con las nubes
y con las farolas,
algunos edificios coquetean con espejos improvisados,
y cuando llego al Urumea, el Festival invade de sueños y colores sus tranquilas aguas.
Que tengáis un feliz miércoles.