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viernes, 11 de enero de 2019

LO PROFUNDO ES EL AIRE

Soy, más, estoy. Respiro.
Lo profundo es el aire.
La realidad me inventa,
Soy su leyenda. ¡Salve!

Estrofa 15ª del poema "Más allá" de Cántico.

Lo profundo es el aire. Chillida. Valladolid. 2012.

Antes de nada, el verso. ¿A qué se refiere el poeta cuando nos dice que lo profundo es el aire

Hace unos cuantos años Alberto Castilla recogía unas palabras del vallisoletano en un trabajo sobre la poesía de Guillén (Jorge Guillén ante sí mismo, Ínsula, nº 358, sept. de 1976, p 12): 

La luz, naturalmente, está en todas partes, en todos los poemas (...) Pero yo he puesto más importancia en las palabras que se refieren al aire. El aire es ese elemento que me enlaza con el mundo, porque yo, cuando no tenga aire en los pulmones, pues (...) se acabó la historia. Por ejemplo, tiene mucha importancia el acto de la respiración, elemental, fundamental, sin pedantería ninguna (...) Respirar, se trata de respirar, por ejemplo, cuando se habla de libertad yo no hablo más que de respirar, yo no hablo de política, hablo de respiración. Hay regímenes que se oponen a la respiración (...) pues esa sensación inmediata con el aire es en mi poesía importantísima.

Se trata, pues, de una estrofa de carácter vitalista. Un canto de agradecimiento a la vida en plenitud, que comienza con esa hermosa gradación del primer verso: ser, estar, respirar. Desde ese primer "ser", que puede entenderse incluso como enunciación filosófica, como abstracción sobre la que debatir acerca de la entidad; después, precisa: "estar". Ah, si cabía pensar en abstracciones, el verbo estar nos remite a la realidad, a lo concreto del entorno, puesto que somos, efectivamente, en un medio y en un momento determinado. Somos con lo que nos rodea. Y el poeta sabe que está vivo, aunque solamente sea por medio de esa humildísima —y la mayoría de las veces inconsciente acción— que consiste en respirar. El primer vagido, la primera respiración es la que nos coloca en este mundo. Sin aire en los pulmones no somos.

Es por eso que asevera en el tercer verso de forma aparentemente contradictoria —¿existe algo más somero, más ligero que el aire?— lo profundo es el aire. Y sobre este deslumbrante verso recae toda la magia y todo el poder evocador de que es capaz la poesía cuando se mezclan las palabras adecuadas. La primera impresión, es decir, lo que el sentido común nos dice a simple vista es que el aire carece de profundidad. Pero el poeta va más allá de ese primer encontronazo con lo "evidente". Profundo, según el contexto, puede significar insondable, trascendente, intenso, penetrante... y el poeta, que lo sabe, juega con todos esos significados que revolotean en nuestra mente para producir una mayor sorpresa y un eficaz contraste. ¿Hay algo más insondable, trascendente, intenso, penetrante... que la propia vida?

Extasiado, pleno de gratitud y alegría, sabedor de que la vida es un don, el don que se nos otorga cada vez tomamos aliento —otra palabra encantadoramente polisémica y vitalista—desde aquella primera vez en que llegamos al mundo, el poeta cierra la estrofa con un saludo (¡Salve!) a la vida, es decir, a todo ese conglomerado de circunstancias que conforman la realidad, entre las que habitualmente nos desenvolvemos y que hacen de nosotros, para nosotros mismos, la mejor de sus leyendas, el relato maravilloso de nuestra propia vida.

Lo profundo es el aire. Chillida. Fuente: Guggenheim Bilbao.

El brillante y sugerente verso de Jorge Guillén lo tomó prestado Chillida para dar nombre a una serie escultórica que fue creciendo con el tiempo y que dio obras tanto en metal como en piedra. La amistad que surgió en 1971, cuando el poeta estaba en Harvard y hasta allí se trasladó el escultor para conocerlo, fue haciéndose cada vez más profunda. No solo compartían un verso, sino una manera de entender la realidad esencial de las cosas, muy próxima al pensamiento de Parménides cuando declaraba la omnipresencia del ser inmóvil e inalterable.

Me gusta pensar que la casualidad también ha tenido algo que ver en este círculo que se cierra en Valladolid con la exposición De Chillida a Guillén. Esta es la mano de tu amigo. El lugar de nacimiento del poeta fue el mismo donde el portero de la Real Sociedad sufrió la lesión en 1943 que le obligaría a dejar el fútbol. Después Chillida bromeaba con el asunto y le gustaba decir aquello de que si no hubiera sido por la lesión, tal vez habría terminado como entrenador en el Elche o en el Hércules.

Y me gusta pensar también que hoy vamos a contribuir en algo, aunque sea muy levemente, a dar mayor consistencia a ese círculo, porque en la tertulia que celebraremos esta tarde en la ciudad del artista plástico que le robó el verso al poeta vamos a comentar el poema que abre Cántico y que recoge buena parte de las singularidades de Jorge Guillén. Y todo eso al día siguiente del anuncio de que volverá a abrirse Chillida Leku.

TVE le dedicó así la noticia de la reapertura.

domingo, 9 de septiembre de 2018

POEMA DEL FIN, MARINA TSVETÁIEVA


Monika Zgustova nos advierte en el epílogo de El canto y la ceniza que este extraordinario poema es la pasión más pura. Es el sufrimiento de la pasión amorosa. Si en los siglos pasados los poemas épicos narraron aventuras y acontecimientos colectivos, en el siglo XX los poemas largos son monólogos interiores que hablan de las vivencias más íntimas del hombre. Este es el caso del Poema del fin. El encuentro de dos enamorados; un intercambio de sensaciones, más que de palabras, que tiene lugar entre ellos; la decisión de romper. Nada más (...) Lo único que cuenta son las sensaciones, los sentimientos, las emociones (p 287). 


1

Contra el herrumbroso cielo de hojalata,
como un poste, como un dedo.
Donde siempre, él.
Como el destino.

—Menos cuarto. Puntual ¿eh?
La muerte no espera.
Ligero, su sombrero
se alza.

Entre pestañas, el reto.
Los labios, prietos,
Un saludo —inclinación
de cabeza—, grave.

—Menos cuarto. ¿Puntual?
Miente la voz.
¿Qué ocurre? —se ahoga el corazón.
¡Alerta!  —advierte la cabeza.

El cielo de la malaventura,
hojalata oxidada,
Él, donde siempre.
Las seis en punto.

El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.

Un transeúnte apresurado
me clava el codo en la cintura.
Estridente, cercaba,
una bocina.

Ulula, brama,
aúlla como un perro con rabia.
(La vida se te agolpa
cuando mueres.)

Ayer —a media máquina,
hoy —hasta las estrellas.
(Este es el momento de exceso:
o todo o nada.)

Por dentro: ¡amor, amor!
—¿Qué hora es? —Las siete ya.
—¿Vamos al cine o…?
Un estallido: —¡Vamos a casa!


2

Hermandad de los nómadas
—a esto nos llevas.
Una tormenta,
sobre la cabeza, la espalda:

horror en las palabras
que esperamos.
Como una casa en ruinas,
son las palabras a casa.

Las grita el niño con desgarro:
¡vamos a casa!
Casi un bebé ya había dicho:
¡Dame! ¡Es mío!

Hermano mío en los excesos,
fiebre mía, escalofrío.
Mientras todos piden salir,
tú dices sólo: ¡a casa!

Caballo que da tirones al ronzal.
—¡Arriba!— la soga hecha pedazos.
—No hay casa para nosotros.
—Sí, aquí mismo, a diez pasos.

La casa de la montaña. —¿O más
alta tal vez? ¿La casa en la cumbre?
La ventana justo bajo el tejado. —No sólo
por el fuego de la aurora, encendida, ¿verdad?

De nuevo: la vida —o sea,
la exactitud de los poemas.
Casa, es decir: ahí
afuera, en la noche.
(Oh, ¿a quién confiar

El tormento, la pena?
¿Mi angustia, más verde que el hielo?)
—No pienses tanto en ello.
Sopesando respondo: —Sí.


3

El muelle. Me aferro al agua
como al más firme puntal.
Jardines suspendidos
de Semíramis: aquí están.

Esta franja de acero, sombrío
tornasol de metal, agua
a la que me aferro lo mismo que al libreto
la cantante o el ciego a las ásperas

paredes… ¿No me devuelves
nada? Me inclino al consuelo
benigno de la sed, me aferro a ella
como al borde de la cornisa quien camina

dormido…
              No es por el río —¡soy náyade
de nacimiento!— este escalofrío. Me aferro
al agua como si fuera la mano del amante
que fiel está a mi lado…

                                  Fieles
son siempre los muertos —no todos traen
consuelo… La muerte a mi izquierda
y, a mi derecha, tú. Mi costado
derecho, como muerto.

Se abre paso, de pronto, una luz.
Risas vulgares de tambor de feria.
—Tú y yo deberíamos…
                                 (Escalofrío)
—¿…Tendremos valor?


4.

Capas de niebla clara,
olas de gasa.
Densas, humosas,
ruidosas. ¿A qué huele?
A prisa enloquecida,
a tratos, chismorreos,
apaños comerciales,
y colorete en las mejillas.

Solteros con anillo.
y viejos de pose juvenil.
Todos ríen, bromean,
y, por debajo, calculan.
Con calderilla o con billetes,
sin remedio, manos sucias.
… Afanes comerciales,
y colorete en las mejillas.

(Por encima del hombro: —¿Es
ésta nuestra casa? —¡Desde luego, no mía!)
Uno firma cheques
otro, besa un guante
de satén, el tercero se ocupa
de un zapatito de charol.
… ¡Oh bodas comerciales!
y colorete en las mejillas.

Picos de plata: en la ventana
la estrella de Malta.
Se besuquean, se abrazan
y se acarician, se mecen…
(Perdón: huele a restos
del banquete de ayer.)
Acuerdos comerciales
y, en las mejillas, colorete.

¿Corta, la cadena? ¡Ni hablar!
Y es de platino, no de latón.
La triple papada tiembla
de un toro cenando ternera.
El diablo, el cuello azucarado
y cuernos de satén. Pequeños
descalabros comerciales
y, colorete en las mejillas, pólvora
de Berhold Scharz…
                            varón
talentoso, generoso.
—Tu y yo deberíamos hablar.
—¿Tendremos valor?


5.

Espío un signo en sus labios,
pero bien sé que no hablará.
—¿Ya no me quieres? —Sí, te quiero.
—No, no me quieres. —Me siento cansado,

triste, consumido. Me siento acabado
(La mirada, altiva, por la sala.)
—¿Es esto nuestra casa?
—La casa está en nosotros. —¡Bonitas palabras!

El amor es de carne y de sangre,
flor que con sangre propia se riega.
¿Crees que es amor
un rato de charla en la mesa?

¿Y después, como ellos —damas
y caballeros—, cada uno a su casa?
El amor no es sino…
                             ¿sagrario?
¡Qué palabra! Mejor decir: llaga,

cicatriz. ¿Bajo los ojos de camareros
y borrachos? (Y por dentro:
el amor es este arco tenso,
es decir: ruptura. Ruptura.)

—Amor significa unión, y nada ya
nos une, ni labios ni vida. (Oh, no
me des la malaventura, te rogué
al comienzo de nuestra intimidad,

en aquella hora cercana a la cumbre
y la pasión. Ya humo —Memento:
eso es amor —dejar que se queme el don
¡siempre en vano! En el fuego.)

Los labios —grieta en la concha— lívidos:
sonrisa de intendente. —Primero,
una cama común.
                          ¿Abismo,
quieres decir? Tamborileo

de dedos en la mesa. —¿No querrás
mover montañas? Amor
significa…
              —Mío.
—Ya entiendo. ¿Conclusión?


                    ***

El ritmo de los dedos en la mesa
se acelera. (Cadalso.)
—Vámonos. —Yo hubiera preferido:
muramos. Sería más sencillo: muramos.

Basta de banalidades: basta
de viajes, versos, hoteles, tranvías…
—El amor significa la vida.
—No, otro nombre le daban los antiguos…

                                                                                     —¿Entonces?
Aprieta el puño —un pez muerto—
el pañuelo. —¿Nos vamos?
—¿Adónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte —en claro.

—La vida. Como un cónsul romano
que evalúa —águilas ojos— lo que queda
de sus huestes.
                      —Rompamos, pues.


6.

—Lo que yo quería no es eso.
No, no es eso. (Por dentro:
del cuerpo es la voluntad. Tú y yo
desde hoy somos almas

el uno para el otro…) —Y él, no lo decía.
(Sí, cuando el tren ya arranca
dejáis a las mujeres el triste honor
de la ruptura…) —¿Será un malentendido?

¿He oído mal? (Oh, galante
embustero que ofreces a la amiga,
como una flor, el falso honor
de la ruptura…)

                      —¿Seguro?
¿La palabra, letra a letra,
que has dicho es: rompamos?
(Como quien deja
caer en el más dulce

de los excesos un pañuelo…) —Ah, César
de este combate. (Y te atreves
a entregar —sutil ataque— como trofeo
al enemigo la espada que blandía.)

Él sigue. (Los oídos me zumban.)
—Me inclino ante ti: eres la primera
que se me adelanta en la ruptura.
—Se lo dices a todas, ¿verdad?

Sin duda: una jugada
digna de Lovelace. El gesto
que tu orgullo blande, a mi
me arranca la carne

del hueso. —Risa. Y con ello,
la muerte. Un gesto. (Ningún deseo
-desear es lo propio de otros, nosotros
somos sólo sombras

ya uno para el otro…) Clavado está
el clavo último, atornillado
el último tornillo de esta caja de plomo.
Un ruego todavía: no hables de mí

a ninguna de las que me sucedan.
(Así gritan los heridos, y ven cómo llega
la primavera desde la camilla.) —A ti
lo mismo te pediría.

¿Mi anillo como recuerdo?
—No. —Mirada nublada, errante:
está ausente. (Ponme —como sello—
en tu corazón, ponme como anillo

en tu dedo… ¡Nada de dramas!
Me lo trago.) Ronco y seductor:
—¿un libro, quizá? —¿También a todas?
—No. Y no escribas ya,

nunca más, libros…


                 ***

No, eso no.
Llorar, eso no. No
Llorar.

Nosotros, hermanos,
pescadores errantes
bailamos —no lloramos.

Bebemos, no lloramos.
Con sangre ardorosa pagamos
—no lloramos.

Hundimos en el vino
las perlas —somos reyes
del mundo —no lloramos.

—Me voy, pues. Mis ojos
le atraviesan. Arlequín al fin
como un hueso la lanza
a su fiel Pierrette la más indigna

primicia: el honor del fin.
Efecto de telón. La última
palabra. Un poco de plomo
en el pecho sería más dulce,

más cálido, más puro…
                                 En los labios
clavados los dientes. No
lloraré.

Lo más duro
en lo más tierno.
No he de llorar.

Hermanos errantes,
Morimos —no lloramos.
Ardemos —no lloramos.

En ceniza y en canto
ocultamos al muerto,
errantes hermanos.

—¿Primero yo? ¿He de ser yo la primera?
¿Cómo en el ajedrez? Aunque también
las primeras nos llaman
al cadalso…
                       —Va,
pero no me mires. (A borbotones
brotan, en cascada. ¿Cómo hacer que el agua
regrese a los ojos?) No,
no me has de mirar,

te vuelvo a decir.

Con voz fuerte y clara
y mirada segura:
vámonos, mi amor,
tengo que llorar.


                    ***

Una imagen aún —en medio
de las huchas vivientes, prósperos
comerciantes, luce una nuca rubia
—trigo, centeno, maíz.

Rizos de amazona que escarnecen
del Sinaí los mandamientos,
melena de oro viejo, joya fulgurante,
tesoro inagotable de consuelos.

(Y para todos.) No siempre avara en el reparto
la naturaleza, prodiga aquí sus bienes.
¿Desde dónde emprender el retorno,
cazadores, de esos dorados

trópicos? Su áspera desnudez
excita, atiza el lagrimal
—oro en cascada, voluptuosidad
risueña y fulminante.

—¿Verdad?— Los ojos acarician,
seductores. Cada pestaña —obsesión.
Cadencia de los mechones dorados,
gesto que sojuzga subyugando.

Ah gesto: desnudas el vestido,
sonrisa-mueca, más simple
que comer y beber. (Aún hay en ti
esperanza de cura. Para ti, sí.)

¿Así que seremos como hermanos?
Buena aliada en la alianza de la vida.
—¿Te ríes y no has acabado de enterrarlo?
(Yo ya lo he enterrado —y me río todavía.)


7.


Después —el muelle. El último. Fin.
Des-compartidos y sin manos
seguimos, como dos vecinos reñidos,
sin animo. Sube el llanto del río.

Sal de mercurio a raudales
lamo sin miedo: hoy
no deja el cielo brillar
la luna grande de Salomón.

Poste. Oh romperse, hasta la sangre,
la frente contra él. Desmenuzarla, hacerla
polvo. Compinches asesinos,
despavoridos vagamos. (Víctima —el Amor.)

Basta. ¿Han de ir separados los amantes?
En la noche. ¿A dormir —no juntos?
¿Con otros? —¿Comprendes que el futuro
esté ahí? Me roza re-unión.

—Pareja de recién casados… —Domir.
—Dormir. —Ni el pie acompasado
ni el mismo ritmo. Ruego: —Tómame
del brazo, no marchemos como presos.

Eléctrico. (Como si su alma
tocase mi mano. —La mano en la mano.)
El contacto se vuelve bruscamente
rayos y fiebre.

                    Ha tocado
su mano mi alma. Me aprieta —todo de pronto
arco iris. Mas irisado que las lágrimas,
qué hay. Telón de lluvia, perlas. No
hay muelles que se acaben así.

                                             El puente:
—Y ahora, qué. ¿Qué, ahora, aquí? (Galopa,
coche fúnebre.) Ca-almada mirada.
—Vamos a casa, ¿quieres?
Ahora. Por última vez.

8.

El puente último.
(No dejaré tu mano,
                             que es mi prenda.)
El último puente,
el peaje postrero.

Agua y cielo.
Cuanto monedas,
pago de Caronte,
paso de Leteo.

Sombra de la moneda,
en la mano de sombra.
Monedas sin sonido.
De sombra deposita

en la mano monedas. De sombra.
Sin tintineo, sin brillo,
entrégaselas: a los muertos
les bastan los sueños.

Puente.


                 ***


Refugio, amparo
de los amantes sin esperanza.
Puente — es — pasión.
Siempre entre pasos.

Un nido me procuro. Tibio
es el costado —me acurruco.
Ni antes ni después:
el lugar de una chispa.

Ni manos ni pies, mis huesos
lo confirman: sólo en tu costado
cobra mi costado
vida.

Vivo en mi costado derecho.
Todo en él —oído y eco.
Como la yema en la clara
y el esquimal en su piel,

así me aprieto.
¿Siameses, cómo podéis sostener
que algo os une?
Y aquella mujer —la que no olvidarás,

pues la llamabas madre—
al llevarte bajo el corazón,
en su quieto triunfo
no te tuvo más cerca.

Unidos vamos en un nudo
—contra tu corazón me acunabas.
¿Me tiro abajo?
No, dejaría tu mano

para ello, de la que nada
me va a poder desprender.
Puente —y no marido:
amante —y desencuentro.

Puente, tú nos preservas.
El río, de nuestro cuerpo
se llena. Garrapata soy, hiedra:
arráncame de raíz.

Hiedra y garrapata, si.
Hazlo con crueldad, sin clemencia.
Me has arrojado viva,
como una cosa, a mi

que he carecido siempre,
en este mundo vacío, de respeto
por nada.
              Dime que sueño,
que es de noche, que llegará

el alba con un expreso
a Roma, a Granada tal vez…
Almohadones de nieve
al Himalaya desde Mont Blanc…

Precipicio profundo:
¿escuchas mi costado?
Mi rescoldo — sangre final.
Más sincero —que cualquier poema.

¿Has entrado en calor? ¿Con quién
te irás, a quién te alquilarás
mañana? Dime que no es cierto,
dime que el puente no tiene ni tendrá

fin…
      —Fin.


                     ***


—¿Aquí? —El gesto, de niños…
—¿Entonces? De acuerdo, lo acepto…
Un momento todavía:
por última vez.


9.

A través de fábricas ruidosas,
vibrantes por el eco de la voz,
lo más íntimo, lo que la lengua calla
te diré —secreto que ante los maridos

las mujeres y las viudas ocultan.
Lo que Eva conoció por el árbol
y silenció: que yo no soy sino
un animal herido en el vientre.

Que abrasa. Como si me arrancaran
la piel con el alma. Se esfumó en aire
la herética y absurda insensatez
a la que dimos el nombre de alma.

Desmayo, plaga, cristiano mal
—ponedle paños calientes, si queréis:
nunca ha existido. Se complacía
en seguir estando vivo

sólo el cuerpo. Y ya no quiere.


                       ***


Perdóname. No quería.
Es grito de entraña devastada.
Así esperan los condenados
su ejecución al alba,

jugando al ajedrez. Risa
burlona el ojo del vigilante.
Somos los peones de un tablero
y alguien va jugando con nosotros en él.

¿Dioses buenos? ¿Malignos? ¿Quién?
Todo el horizonte es el ojo del vigilante.
Ruido metálico. Pasillo sangriento.
Ya se ha acabado el juego.

Un cigarrillo por última vez.
Y escupir —ah vida, vida.
Escupir. Al borde del tablero,
Abierto está el camino —desangrarse—.

a la huesa. Te miro de reojo.
Es la luna un ojo secreto que vigila.

—Qué lejos estás ya.


10.


Escalofrío. A la par,
juntos. —Nuestro café.

Nuestra isla, templo
donde cada mañana, casi amanecida

—gentuza, pareja de unas horas—
veníamos a rezar.

Dentro —desorden y olor agrio,
adormilados, en primavera…
Seguro que era de avena
aquel café sin sabor.

(¡Con avena doman el ardor
de los caballos.) No era
de Arabia, no: de Arcadia
era aquel aroma

del café…

Y cómo sonreía
la dueña, tan amable,
cuando nos sentaba juntos—
con qué placidez

de un amante de pelo cano.
Como si dijera: —¡Vivid!
también os marchitaréis—.
La cartera vacía, el arrebato,

nuestros bostezos al unísono
la hacían sonreír. Y sobre todo
la juventud. Las mejillas tersas,
la risa sin motivo —éramos

la juventud. Pasiones no muy
corrientes en estas tierras
de climas crudos.
¿De dónde las traía el viento

hasta el lívido café?
—Túnez, Marruecos… Músculos
y anhelo bajo la ropa triste.
¿Desde dónde venían?

(Querido, no me lamento:
son nuestras cicatrices.)
Afable compañera,
con la cofia de hilo

planchada a la holandesa…


                     ***


Entreveo, evoco casi sin comprender.
Como si nos hubieran echado del festín.
—¡Nuestra calle! —¡Cuántas veces nosotros…!
¿Nuestra? Ya no. ¿Nosotros? Ya no.

Por el oeste saldrá el sol
mañana. Habrá de hacer la guerra
contra Yaveh, David.
¿Cuál será nuestra gesta? —Ruptura.

La palabra más absurda:
Rupt-ura. ¿Una entre mil?
Un muro de siete letras:
y tras él, el vacío.

¿Serbio, croata? ¿En qué lengua?
¿Se mofa de nosotros la lengua checa?
Rupt-ura. Separación…
Qué sinsentido inacabable.

Sonido terrible, revienta los oídos
y apura la angustia dentro…
Ruptura. No es en ruso,
ni parece femenino o masculino.

Ni sagrado. ¿Qué somos
—ovejas que bostezan
Después de pastar? ¿Cómo?
¿Qué significa separación?

Carece de sentido, es sonido hueco
—cuando una sierra corta el sueño.
Separación: escuela poética de Jlébnikov:
lamento de ruiseñor,

                             canto de cisne. ¿A qué fin?
El aire —cuando se acaba en la mina.
—La mano en la mano se siente temblar.
Ruptura —un rayo en el cráneo.

El mar arrastrando el barco
En el último cabo de Oceanía.
¡Estás callejuelas estrechas, tan empinadas!
Separarnos es yacer al pie

de la montaña. Ahogo y dos suelas
pesadas —la palma de la mano y su clavo.
Es claro, deducción evidente: separarse es ya no
compartir.

               Mas fundidos quedamos tú y yo…


11.


Perderlo todo de un golpe,
un tajo limpio.
Suburbio, arrabal:
El día se acaba…

Se acaba la ternura —piedras—,
las casas, los días y nosotros —se acaban.

Mansiones vaciándose: las honro
como a una madre anciana.
Porque vaciarse —madre— es acción:
lo vacío no se puede vaciar.

(Mansiones medio vacías, mejor sería
que os quemaran.)

Que un gesto rudo
no abra la herida.
Suburbios, arrabal.
costura que se rompe.

Sin desmesura verbal,
el amor es sutura.

Sutura: ni venda ni escudo
—no pidas ayuda—.
Sutura: el muerto cosido al suelo
como yo cosida a ti.

(Con qué hilo, lo ha de decir el tiempo,
si endeble o fuerte.)

De cualquier modo, querido
mío, aunque la sutura se ha abierto,
esta herida no supura
podredumbre infecciosa.

Debajo de las bastas,
venas vivas, sangre roja.

Quien rompe no pierde.
Oh arrabal,
suburbio, divorcio seguro
de dos frentes.

Cerebros al aire,
patíbulo de las afueras.

Nunca pierde quien rompe
y huye al alba. Yo en la noche
me he cosido a ti
toda una vida sin bastas.
Perdona si no iba atinada.
Arrabal: ruptura de suturas.

Almas descosidas,
múltiples heridas
barrio, suburbio,
amplia es la sima

del arrabal. ¿No oyes el zapato
del destino en el barro limoso?
Es rápida mi mano, amado,
y vivos los hilos,

fuertes. No quebrarán.
Es éste el último farol.


                 ***


—¿Aquí? —Ahora me mira.
Mirada sometida
de súbito complot.
—¿A la cima? Por última vez.


12.


Espesa crin.
Lluvia en los ojos. Cerros.
El arrabal, atrás.
Estamos fuera de la ciudad.

Ser: no ser. Qué más da.
Madrastra y ya no madre:
ya no hay adonde ir.
Moriremos aquí.

Campos. Algún vallado.
Somos hermana y hermano
y la vida un arrabal
—ya fuera de la ciudad.

Señores: el juego
está perdido.
Sólo existen arrabales,
¿Dónde estarán las ciudades?

Arrasa el diluvio todo
—enfurecido.
Solos, de pie, tú y yo:
ruptura. ¿Será como al pobre Job

que Dios nos quiere probar?
—Juntos, en tres meses, sólo
Esta vez. Y en vano.
Ya estamos extramuros.


                      ***


Extramuros. Mira: fuera de la ciudad.
Hemos pasado la frontera. La vida:
Este lugar donde no es posible vivir.
Así, el gueto judío.

¿No es más digno andar errante
como un judío? A los ojos
de quien no se ha hecho un bribón.
el pogrom es la vida.

Vida de los renegados,
de los conversos devotos:
antes el infierno, las islas
mortales de los leprosos.
La vida que se ofrece a los conversos
—la del matarife a la oveja.
El derecho al permiso de residencia
lo desprecio, lo arrojo —lejos de mi.

Venganza pides, escudo de David,
por esa abducción de los cuerpos,
¿o no han querido vivir
los judíos? Oh embriaguez:

terraplén, foso —¿gueto de élites?—.
Sin piedad. Si es éste
un mundo cristiano,
los poetas somos judíos.


13.


Como la piedra afila el cuchillo,
como se desliza el serrín al barrer,
así, aterciopelada, la piel
húmeda súbitamente en los dedos.

Oh dobles —coraje, sequedad—
de los hombres, ¿dónde estáis,
si en mis palmas hallo lágrimas
y no lluvia?

                El agua es de la fortuna,
¿qué más podría desear?
Si tus ojos son diamantes
que se vierten en mis palmas,

ya no pierdo
nada. Fin del fin.
Caricias, caricias
—acaricio tus mejillas.

Somos así, orgullosas
y polacas –Marina-,
cuando en mis manos llueven
ojos de águila:

¿lloras? Mi amor,
mi todo: perdóname.
Trozos de sal
caen en mis palmas.

Llanto de hombre, veta
que en la cabeza retiembla.
Llora. Otra te devolverá
la vergüenza que te hice dejar.

Somos dos peces
del mis-mí-si-mo mar.
Dos conchas muertas
labio contra labio.


              ***


Todo lágrimas.
Sabor
a armuelle.
—¿Y mañana
cuando
despierte?


14.


Senda de ovejas—
bajamos. Ruidos de la ciudad.
Tres chcias se acercan.
Se ríen. De las lágrimas

ríen, como bobas,
como ola
             del mar,
de las imposibles

lágrimas de hombre —tan visibles
pese a la lluvia. Dos llagas,
dos indignas perlas,
infamantes para el bronce
del guerrero. Tus primeras
y últimas lágrimas
                          —oh derrámalas—,
lágrimas perlas
de mi corona.

Altiva las miro —como a lluvia
En la lluvia— y les hablo:
                                    —fijaos
bien, muñecas de Venus,
vínculo es éste más íntimo

que el deseo
y que un anillo de boda.
El Cantar de los Cantares
nos prestará su voz,

y Salomón se inclinará
ante nosotros, pájaros
desconocidos, porque llorar
juntos es mucho más que un sueño.


                       ***


Cabizbajo, y solo, y oscuro
—silencioso, sin rastro—
en las olas de niebla se funde
como se hunden los barcos.



Praga, 1 de febrero de 1924
Jíloviste, 8 de junio de 1924

lunes, 27 de marzo de 2023

MIRCEA CARTARESCU CIERRA POESIALDIA 2023

Hoy se cierra Poesialdia 2023 con la presencia de Mircea Cărtărescu en el Ernest Lluch. Luisa Etxenike se encargará de entrevistarlo. Eso será las 19:00. Mientras tanto, aquí dejo uno de sus poemas:

Editorial

OCCIDENTE



Occidente me ha bajado los humos.

he visto Nueva York y París, San Francisco y Frankfurt

he estado donde no habría soñado ir jamás,

he vuelto aquí con un montón de fotos

y la muerte en el alma.

creía significar algo y que mi vida significaba algo.

había visto el ojo de Dios mirándome con el microscopio

observando mi agitación en una lámina.

ahora ya no creo nada.

he servido para una estabilidad estúpida

para un olvido profundo

para una vagina solitaria.

vagaba por lugares que ya no existen.

¡oh, mi mundo ya no existe!

mi mundo apestoso en el que yo significaba algo.

yo, mircea cartarescu, soy nadie en el nuevo mundo

hay 1038 mircea cartarescu aquí

los hay 1038 veces mejores

hay aquí libros mejores que todo lo que he hecho

y mujeres a las que les importan un comino.

el huevo pragmático se resquebraja y Dios está aquí

precisamente en su creación, un Dios bien vestido

en ciudades bonitas y otoño espléndidos

y en una especie de suave nostalgia de Virginia del Sur en el coche

de Dorin (country music en los altavoces)…

ahora conozco mis límites

y conozco los límites de la literatura

pues yo he visto la Sears Tower

y he visto Chicago, en una bruma verdosa, desde arriba, desde la Sears Tower

y en la azotea de un rascacielos corrían dos galgos

y le dije a Gabriela, mientras tomábamos una Coca-Cola,

que mi vida estaba acabada.

es como en los Magos de Eliot: he visto Occidente

he sobrevolado Manhattan

he contemplado con ojos desorbitados mi muerte encantada

porque mi muerte es esta.

he mirado los escaparates de motos Suzuki

y me he visto en ellos mugriento, anónimo

he caminado horas y horas por Königstrasse

entre chavales con skateboards.

Era el hombre en blanco y negro en una foto a color

Kafka entre arcadios.

poemas, pohemas, filosentiame

modernismos y discusiones en la taberna sobre quién es el mejor

listas elaboradas en el tren (volvía de Onesti): cuáles son las mejores

novelas rumanas de hoy

los diez mejores poetas vivos

tal y como los papuanos

escupen todavía hoy en el caldero de vino de palma, para que fermente…

pero la poesía una señal de subdesarrollo

como lo es mirar a tu Dios a los ojos

aunque no lo has visto nunca…



he visto juegos de ordenador y librerías y ambos me parecen lo mismo

he comprendido que la filosofía es entertainment

y que la mística es show-biz

que aquí solo hay superficies

pero más complejas que cualquier profundidad

¿qué puedo ser yo allí? un hombre fascinado, loco de felicidad

pero con la vida terminada.

con la vida definitivamente jodida, como la del gusano de la cereza

que creía ser alguien

hasta que salió a la luz, rodeado de su inmundicia

(mi inmundicia, mis pobres poemas)

he visto gente para que la ley del aborto

es más importante que la destrucción de los Soviets

he visto cielos altos y azules, plagados de lucecitas de aviones

y he conocido el aullido de las cuatro mil universidades.

he subido a la torre Eiffel por las escaleras

y he subido al centro de Pompidou por el tubo de plexiglás

y he estado en el Fox Head en Iowa City…



he charlado sobre posmodernismo en Ludwigsburg

con Hassan y Bradbury y Gass y Barth y Federman

como charla el condenado con su verdugo

he grabado en mi grabadora el silbido del hacha

que me separa la cabeza del cuerpo.

sentía ganas de llorar ante el lujo de Monrepos:

¿cómo es posible? ¿por qué hemos nacido para nada?

¿por qué luchar contra Vadim y Funar?

¿por qué no podemos vivir de una vez?

¿por qué ahora, cuando podríamos, por fin, vivir

respiramos de nuevo el olor acre de la basura?

posmodernismo y cuarentayocho

deconstrucción y tribalismo

pragmatismo y ombligos

y la vida, que es absurda…



he visto San Francisco, el golfo azul con barcos

y más allá el océano con islas boscosas

¡el Pacífico, imagínatelo!

metí las manos en el océano Pacífico, “thanking the Lord

for my fingers”

y me entraron unas locas ganas de partir.

Y en la famosa librería de Ferlinghetti (¡existe de verdad!)

como si

penetraras consciente en tu propio sueño o en un libro…

me volvieron loco las calles de San Francisco

y Grant Street con sus baratijas chinas

y las palmeras gigantes y esas chicas tan graciosas

de los salones de belleza

(las clientas

no se miraban en espejos, sino en monitores a color)

y las noches americanas, ¿te acuerdas Mircea T.?

junto a tu casita y la de Melisa, después

de ver películas de ciencia ficción toda la tarde, comer tacos

y beber cerveza Old Style

cuando salimos fuera nos abrumaron las estrellas

y los aviones silenciosos que se movían entre ellas

y en tu coche, el viejo Ford, el aire estaba helado

y me llevaste, atravesando la ciudad desierta, hasta mi querido

Mayflower Residence Hall.

y los desfiles de Thanksgiving y de Halloween

con viejos banqueros disfrazados de osos y de payasos

y el chico de origen checo interesado en Faulkner

y la pequeña coreana del Cambus amarillo

y la melancolía de las hojas amarillas de Iowa City

y nosotros dos, Gabi, haciendo compras, horas y horas

en el Targer y el K-Mart y en los Goodwill

y también en el fantástico Mall del centro…



… comía caramelos de canela mi primera mañana en Washington

con la cámara al cuello, en el frio de la plaza Dupont…

… pagué siete dólares por ver el Zoo de Nueva Orleans

y llovía, y todos los animales estaban en sus guaridas…

en el taxi discutiendo con el taxista negro,

sin entender una palabra de lo que me decía: “Hey, man…”

… maravillosos almuerzos en restaurantes chinos, tailandeses,

pero el mejor en el Meandros, los griegos del Soho…

… The Art Institute (a rebosar de impresionistas)

… The Freak Museum (amazing: ¡tres Vermeer!)

… The National Gallery (retrospectiva de Malevich)



un hombre congelado durante cien años

abre los ojos y prefiere morir.

lo que ha visto es demasiado hermoso y demasiado triste.

porque allí no tenía a nadie y entre los dedos tenía un panadizo

y sus dientes estaban tan estropeados

y en la cabeza

tenía todo tipo de cosas inútiles

y todo lo que había hecho hasta entonces

tenía la mitad de la consistencia del viento.

un hombre inventó, en una lejana isla

una máquina de coser, hecha de bambú

y se creía genial, pues a ninguno de los suyos

se le había ocurrido nunca algo así, pero cuando llegaron los holandeses

le premiaron por el invento

regalándole una eléctrica.

(gracias, dijo, y eligió morir)

no encuentro mi sirio, ya no soy de aquí

y no puedo ser de allí.



¿y la poesía? me siento como el último mohicano

ridículo como el dinosaurio de Denver.

la mejor poesía es la poesía soportable,

nada más: solo soportable.

nosotros hemos escrito durante diez años poesía buena

sin saber qué poesía tan mala escribíamos.

hemos hecho gran literatura, y ahora entendemos

que esta no puede traspasar el umbral, precisamente porque es grande,

demasiado grande, asfixiada por su propia grasa,

tampoco este poema es poesía

pues solo lo que no es poesía

puede resistir como poesía

solo lo que no puede ser poesía.



Occidente me ha abierto los ojos y me ha golpeado la cabeza contra el dintel,

dejo a otros lo que ha sido mi vida hasta hoy.

que crean otros en lo que he creído yo.

que amen otros lo que he amado yo.

yo ya no puedo más, no puedo más,

no puedo más, no puedo más.




***


lunes, 7 de agosto de 2023

BÉCQUER Y FITERO

Monasterio de Santa María la Real

Gracias, Irene, por el aporte gráfico.


Fitero es una hermosa localidad navarra a la que se puede acudir por muchas y muy nobles razones. Una de ellas es la literatura. Amantes de Bécquer y la literatura gótica disfrutarán con las leyendas del sevillano, recorriendo sus pasos durante el verano de 1861 o incluso alojándose en el mismo lugar donde se alojó el poeta romántico. Eso depende del grado de mitomanía o curiosidad que se tenga. Lo cierto es que para quien desee vivir un poco más intensamente las dos leyendas que escribió inspirado por lugares de ese hermoso municipio existe la posibilidad de apuntarse a La ruta Bécquer y disfrutar de todo cuanto rodeó e hizo surgir esas historias. Supongo que para que la dicha sea total, sería conveniente acudir un Jueves Santo o un Día de Difuntos, no sé. Yo, por si a alguien le sirve para animarse a visitar la ciudad o para iniciarse en la lectura de las Leyendas, dejo aquí El Miserere. La de La Cueva de la Mora la guardaré para otro día.

 Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.


Era un Miserere.

Yo no sé la música, pero la tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman claves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música me chocó más aún el observar que, en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esta: Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos, o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía...; ¡fuerza!..., fuerza y dulzura.

-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
Sala capitular del monasterio



- I -


Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y obscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.

-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta, continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso que no hayan oído otro semejante los nacidos, tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.

El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante, y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.

-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme; ni uno, ni uno; y he oído tantos que puedo decir que los he oído todos.

-¿Todos? -dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído el Miserere de la Montaña?

-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?

-¿No dije? -murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.

Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo, hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir en pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos y su instigador con ellos adonde no se sabe, a los profundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.

-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?

-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes.

Dicho lo cual siguió así su historia:
Girola



-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:

-¿Y decís que ese portento se repite aún?

-Dentro de tres horas comenzarán, sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?

-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.

-¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.

Y esto diciendo desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor exclamó el lego:


-¡Está loco!

-¡Está loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

La bellísima cúpula del crucero

- II -


Después de una o dos horas de camino el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en obscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia; todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar: como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora; ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.

En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida; movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y, alentado por él, dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose en un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las obscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
El órgano


Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo se ordenaron en dos hileras y penetrando en él fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces; aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada, que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima; sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube obscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y todas las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium et lætitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero; sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra y nada más oyó.


- III -


Al día siguiente los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.

-Sí -respondió el músico.

-¿Y qué tal os ha parecido?

-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió, dirigiéndose al abad-, un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba: «¡Eso es; así, así; no hay duda..., así!» Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mitad del Salmo; pero al llegar al último, que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea

Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe si no serán una locura?


***


viernes, 18 de febrero de 2022

HÖLDERLIN, POESÍA ESENCIAL

Ejemplar del KM
En uno de los tres expositores que la biblioteca del Koldo Mitxelena dedica a las novedades me encuentro con esta antología de poemas de Friedrich Hölderlin. Me lo llevo. Hölderlin es una de mis debilidades, me gusta cotejar las diferentes traducciones y no conozco la editorial.

Las dos primeras sorpresas aparecen en los créditos iniciales: el libro es de 2017 (parece que la adquisición ha costado un poco), tanto la edición como la traducción es de Helena Cortés Gabaudan, hija de Paulette Gaubadan, autora esta última de un par de títulos sobre la fachada de la Universidad de Salamanca con los que he estado entretenido durante unos cuantos días. 

La confección del libro me ha parecido sobresaliente: tapa dura, cosido, papel excelente, cinta marcapáginas..., un objeto muy bien preparado. El contenido es aún mejor. Prólogo breve, pero muy sustancioso. La selección de poemas es, efectivamente, la esencial, que eso es lo que realmente importa a quien quiera acercarse por primera vez al poeta alemán. A partir de ahí vienen los pluses:

  • Un excelente apartado de casi cien páginas dedicado a comentar cada uno de los poemas para que, quien así lo desee, pueda ir más allá de la primera lectura y disponga de la información necesaria sobre todas aquellas circunstancias relevantes en torno a la creación del poema, así como las de carácter lingüístico (la poesía suele necesitar de estas apoyaturas, más cuando salimos del idioma materno). 
  • Una bibliografía tan breve como selecta.
  • Los textos en su idioma original, impresos en un tipo de letra de menor tamaño y al final. En mi opinión, un acierto, pues no impide a quien se maneje en alemán ir del uno al otro; a quien no sepa alemán, le deja libre la lectura continuada.
MEMORIA (Andenken)

Sopla el Nordeste,
para mi el más amado de los vientos,
pues promete espíritu de fuego
y viaje propicio a los navegantes.
Ve pues ahora y saluda
al hermoso Garona
y a los jardines de Burdeos.
Allá, donde la escarpada vega
desciende el sendero y a la corriente
cae profundo el arroyo, pero desde arriba
todo lo contempla una noble pareja
de roble y álamo plateado.

Todavía lo recuerdo bien y cómo
sus anchas copas inclina
el bosque de olmos sobre el molino
mientras en el patio se alza una higuera.
Los días de fiesta allá mismo
se encaminan las morenas mujeres
sobre suelo de seda
en el tiempo de marzo
cuando son iguales la noche y el día
y sobre lentos senderos,
preñados de sueños dorados,
pasan aires arrulladores.

Pero, ahora, que alguien
me alcance, rebosante de luz oscura
la copa aromática,
para que al fin yo pueda descansar, pues dulce
sería el sueño bajo las sombras.
No es bueno
estar sin alma,
privado de pensamientos mortales. En cambio, bueno es
el diálogo y decir
lo que opina el corazón y oír contar muchas cosas
de los días del amor
y las hazañas ya acontecidas.

Pero ¿dónde están los amigos? ¿Dónde Belarmino
y el compañero? Algunos
sienten temor de ir a la fuente;
pues después de todo la riqueza comienza
en el mar. Ellos,
como pintores, reúnen toda
la belleza de la tierra y no desdeñan
la guerra alada ni
vivir solitarios, año tras año, bajo
el desnudo mástil, donde no atraviesan la noche
ni el brillo de festejos de la ciudad,
ni el tañer de cuerdas o las danzas locales.

Mas, ahora, a las Indias
han partido los hombres,
desde allá, desde la cumbre batida de aire
en las colinas de viñas, desde donde
baja el Dordoña y al juntarse
con el magnífico Garona con anchura de mar
desemboca la corriente. En verdad, el mar
quita y da memoria
y el amor también fija aplicadamente los ojos.
Mas lo que permanece lo fundan los poetas.

No sé si lo que permanece lo fundan los poetas, pero estoy seguro de que a más de una persona leer a Hölderlin le hará bien. Y escuchar la magnífica conferencia que Helena Cortés Gabaudan ofreció en 2015 en la Fundación March, también:
 

jueves, 10 de octubre de 2024

WHAT IS FAME? A FANCIED LIFE IN OTHERS' BREATH

Editorial
No sé qué obras leerán los bachilleres angloparlantes del más alto representante del clasicismo inglés, supongo que algún fragmento que aparezca en las antologías escolares y, tal vez, algunas sentencias (en castellano) extraídas de acá o de allá, porque como señalaba Pujals en su Historia de la literatura inglesa, Pope es un maestro insigne del pareado heroico, y el poeta del cual se pueden citar más frases lapidarias. Si dejamos a un lado el nivel de cultura general, quien desee leer al escritor inglés en castellano tendrá que conformarse con este título publicado por Cátedra en 2017. Claro que si me atengo a lo que mi Historia de la literatura de 6º curso decía sobre el autor, acaso pueda resultar un lujo cultural que Antonio Lastra se haya tomado el trabajo de traducirlo: Fue un hombre enfermizo y contrahecho, lleno de encono y de amargura. Su obra más famosa es el poema "El rizo robado", composición histórico-burlesca en la que se satiriza la sociedad de su tiempo. Está inspirada en "El facistol" de Boileau y es un reflejo de aquella época ultrarrefinada del "rococó", llena de frivolidad y amaneramiento. El estilo de Pope es frío y correcto, muy neoclásico. No se puede decir que fuera un texto ni objetivo ni ponderado, y desde luego no animaba a la lectura.

Sin embargo, siendo Pope un escritor del clasicismo del XVIII, ofrece en dos de sus poemas de temprana fecha (1717), Eloisa to Abelard y Elegy to the Memory of an Unfortunate Ladyrasgos claramente prerrománticos. Aquí, si no, la traducción que Silvina Ocampo realizó para que opinéis con libertad:


ELOÍSA A ABELARDO



De estas hórridas celdas y soledades hondas
en donde la celeste Contemplación reposa,
donde reina la fiel Melancolía atenta,
¿qué expresan los tumultos de las vestales venas?
¿Por qué mis pensamientos huyen de este retiro?
¿Por qué en mi corazón arde el fuego escondido?
La culpa es de Abelardo, si yo amo todavía,
y ha de besar su nombre, todavía, Eloísa.


¡Fatal y amado nombre! Permanece el secreto
de estos labios sellados con sagrado silencio;
mi corazón, escóndelo en su íntimo disfraz
donde mezclado a Dios su amada Idea yace;
visible se hace el nombre — ¡ah, no escribas, mi mano!
íntegro está ya escrito— ¡mis lágrimas, borradlo!
Eloísa perdida, vano es que llore y rece,
su corazón aún dicta, y su mano obedece.


¡Inexorables muros cuyo orbe oscuro tiene
tristezas voluntarias, suspiros penitentes!
¡Oh rocas desgastadas por piadosas rodillas!
¡Oh grutas y cavernas con ásperas espinas!
¡Túmulos donde vírgenes de ojos pálidos velan,
santos cuyas estatuas a llorar aprendieron!
Silenciosa, inmutable como vosotras, fría,
no me ha tornado en piedra todavía el olvido.
Divide el corazón la ardua naturaleza;
soy parte de Abelardo, no soy toda del Cielo;
ni llantos que por siglos vanamente existieron,
ni oraciones, ni ayunos, de la ansiedad son frenos.


Cuando llegan tus cartas y las abro temblando
el conocido nombre despierta mi ansiedad.
¡Oh nombre para siempre amado y siempre triste!
¡Aun murmurado en lágrimas que en suspiros persiste!
Cuando descubro el mío también yo me estremezco,
alguna atroz desdicha lo persigue de cerca.
Recorriendo las líneas derrámanse mis ojos
guiados por una triste variedad de dolores.
¡De amor ardiendo o bien mustia en mi lozanía,
en un convento sola, y en tinieblas perdida!
La religión severa calmó indómitas llamas,
de la pasión murieron aquí el Amor, la Fama.


Mas escríbeme todo para que unirse puedan
todos nuestros suspiros, mis penas a tus penas.
Ni enemigos, ni dichas, ese poder nos roba,
¿y Abelardo podrá ser menos bondadoso?
Las lágrimas son mías, no pretendo ahorrarlas,
reclama el amor llantos que en la oración sobraron.
Mis ojos no persiguen otra labor amable;
lo que pueden hacer sólo es leer y llorar.


Comparte mi dolor, admite ese consuelo;
¡ah, más que compartirlo dame toda tu pena!
Enseñó a escribir cartas el Cielo a desdichados,
a doncellas cautivas, a amantes desterrados:
inspirados de amor, respiran, hablan, viven,
constantes a su fuego, el alma enardecida;
desea vincularse la virgen sin temor,
eximir los rubores, dar todo el corazón,
avivar intercambios suaves del alma al alma,
del Polo hasta las Indias propagar su ansiedad.


Cuando el amor llegó con nombre de amistad,
sabes con qué inocencia sentí tu primer llama;
con virtudes angélicas te formó mi conciencia,
la emanación total de un bello entendimiento.
Esos ojos sonrientes, atenuando sus rayos,
brillaban con dulzura de una luz celestial.
Te contemplé inocente: tu canto el Cielo oyó;
las verdades divinas las enmendó tu voz.
De labios semejantes, ¿qué preceptos no encantan?
Bien pronto me enseñaron que no es pecado amar:
retorné a los senderos de los sentidos goces,
no quise hallar un ángel, lo que amaba era un hombre.
De los santos la dicha, vaga y remota veo;
ni les envidio el Cielo que por ti sólo pierdo.


Inducida a casarme, recuerdo que exclamaba:
¡Maldigo toda ley que el amor no ha inventado!
Liviano como el aire frente a lazos terrestres
abre alas el amor, y en un momento vuela.
Riqueza, honor aguardan a la fiel desposada;
augustos son sus actos, venerada su fama;
transformará todo eso la pasión verdadera.
¿Qué son para el amor, fama, honor y riquezas?
Y cuando profanamos del Dios celoso el fuego,
para vengarse inspira un amor sin sosiego,
y ordena equivocados lamentos a mortales
que buscan el amor y solitarios aman.
Si el dueño de este mundo sucumbiera a mis pies,
despreciaría todo, su trono y sus riquezas:
ser yo la emperatriz de César no quisiera,
sólo del hombre que amo la amante quiero ser,
y si es que existe un nombre, todavía más libre
y más enamorado, por ti lo llevaría.
¡Oh dicha afortunada! Cuando se atraen las almas,
cuando el amor es libre y la ley natural:
entonces poseer, ser poseída, no es
un vacío vehemente, un dolor en el pecho;
los pensamientos se unen al salir de los labios,
y mutuos los deseos del corazón renacen.
Esto podrá ser dicha, si es que en el mundo existe,
la dicha que una vez fue de Abelardo y mía.


¡Ah, cómo cambió todo! ¡Un nuevo horror asciende:
un amante desnudo yace atado, lo hieren!
¿Dónde estaba Eloísa y su voz y su mano,
su puñal deteniendo el horrible mandato?
¡Ah, Bárbaro, detente!, y el ultraje refrena,
si el crimen fue común, que lo sea la pena.
Muda ya de vergüenza, reprimido el furor,
dejo que hablen mis lágrimas, mis ardientes rubores.


¿Podrías olvidar aquel solemne día,
cuando al pie del altar, yacíamos las víctimas?
¿Podrías olvidar qué lágrimas cayeron
diciendo adiós al mundo con juventud ferviente?
Cuando con fríos labios besé el velo sagrado,
palidecieron lámparas, temblaron los altares.
Se asombraron los santos al oír mis promesas;
la conquista lograda vaciló en creer el Cielo,
y a los tristes altares cuando yo me acercaba,
no en la cruz, en tus ojos, mis ojos se clavaban.
Ni indulgencia ni celo pedía, sino amor;
y si pierdo tu amor habré perdido todo.
Con miradas, palabras, ven, alivia mi pena;
todo eso para darme por lo menos te queda.
En ese amado seno deja que me demore
bebiendo el delicioso veneno de tus ojos,
en tu labio anhelante, abrazada a tu pecho;
dame lo que tú puedas — y soñaré yo el resto.
¡Ah, no!, más bien instrúyeme a gozar de otras cosas,
y con otras bellezas encántame los ojos.
Muéstrame claramente la morada suntuosa;
que Abelardo se aleje de mi alma y busque a Dios.


Piensa que tu rebaño merece tu cuidado,
niños en tu oración, plantas entre tus manos.
En la primera edad del vasto mundo huyeron
buscándote en montañas e infinitos desiertos.
Elevaste altos muros; y el desierto sonrió,
abriose el Paraíso en el yermo, en las sombras.
Ningún huérfano vio los bienes de su padre
irradiar esplendores sobre nuestros altares;
ningún santo de plata de algún avaro obsequio
sobornó acá la ira de un defraudado Cielo;
simples son nuestros techos, piadosas construcciones,
vocales solamente de elogios al Creador.
Entre estos muros tristes (que atan los días solos),
de agujas coronadas, con musgos estas bóvedas
donde terribles arcos tornan días en noches
y confusas ventanas vierten luz majestuosa,
tus ojos difundían rayos conciliadores
y alegraban las horas con fulgores de gloria.
Ningún rostro divino nos trae ahora dichas,
todo es dolor turbado y lágrimas continuas.
En los otros que rezan yo busco mi fervor,
(¡Oh fraude tan piadoso de caridad, de amor!)
y ¿por qué depender de oraciones ajenas?
¡Ah, tú, que eres mi padre, mi hermano, esposo, ven!
Y deja que conmueva con numerosos nombres,
hija, hermana y esposa, congregados, tu amor.
Reclinados en rocas esos pinos oscuros
murmuran en el viento y ondulan en la altura,
los arroyos que vagan brillando entre montañas,
las grutas que hacen eco a los torrentes de agua,
jadeantes en los árboles, los moribundos vientos,
por la brisa ondulada el lago estremecido:
todas estas escenas a meditar no inspiran
ni entregan al descanso la visionaria virgen.
Entre las arboledas nocturnas y las grutas,
sonora es la aflicción, se entremezclan las tumbas,
y la Melancolía inmóvil nos prodiga
un silencio de muerte y un reposo temible;
su lúgubre presencia ensombrece estos ámbitos,
entristece las flores, oscurece los pastos,
de las altas cascadas los murmullos ahonda
e inspira un más profundo horror entre los bosques.


¡Quedaré para siempre en este claustro, siempre!
¡Qué entristecida prueba de amor y de obediencia!
Sólo podrá la muerte romper eternos lazos:
y aun permanecerá mi frío polvo aquí,
con todas sus flaquezas, sus llamas sometidas,
cuando no sea un crimen que a las tuyas se mezclen.


¡Desdichada! Me creen de Dios, en vano, esposa:
¡soy consabida esclava del amor y del hombre!
¡Cielo, asísteme! ¿Cómo nace en mí esta plegaria?
¿Nace en mí por piedad o por desesperanza?
Aquí donde la helada castidad se retira,
el amor halla altares con fuegos prohibidos.
El arrepentimiento no me aflige bastante;
lloro por el amante y no por el pecado;
considero mi culpa, su visión me enardece,
me arrepiento de goces pasados, quiero nuevos:
ora contemplo el Cielo, lloro ofensas antiguas,
ora pensando en ti, mi inocencia maldigo.
¡De tantas enseñanzas pérfidas para amantes,
la ciencia más difícil, sin duda, es olvidar!
¿Podré olvidar el crimen sin perder la razón?
¿Aborrecer la ofensa y amar al ofensor?
¿Del pecado arrancar el adorado objeto?
¿Podré yo distinguir nuestro amor de la pena?
¡Tarea irrealizable, abjurar su pasión
para alguien que ha perdido como yo el corazón!
Antes que llegue mi alma a un apacible estado
¡cuántas veces tendrá que amar y detestar!
La desesperación, el pesar, la esperanza,
el desdén logran todo, todo salvo olvidar.
Si el Cielo se apodera del alma le da llamas,
no la toca, la rapta; la inspira, no la apaga.
¡Oh, enséñame a vencer a la naturaleza,
renunciar a mi amor, a mi vida — a la nuestra!
Llena mi corazón con la imagen de Dios;
puede rivalizar y sucederte Él sólo.


¡Feliz es el destino de la Vestal sin culpas!
Por el mundo olvidada, se olvidará del mundo:
eterna luz del sol, inmaculada mente,
aceptadas plegarias, resignados deseos;
labores y descansos puntualmente cumplidos;
"obediencia del sueño, que llora o que despierta"
deseos sosegados, siempre iguales afectos,
lágrimas que deleitan y que inspiran el Cielo.
La gracia la circunda, la iluminan sus rayos,
le dan sueños dorados ángeles en voz baja,
la rosa del Edén que eternamente brilla
y alas de serafines con perfumes divinos;
por ella blancas vírgenes epitalamios cantan;
oyendo celestiales arpas ella se muere;
con visiones de eterno día se desvanece.


El alma errante emplea otros sueños distintos,
otros arrobamientos de una profana dicha:
al fin de cada día triste y atormentado
devuelve la venganza ilusiones robadas;
entonces la conciencia dormida ya está libre,
y mi alma sin sus lazos se entrega toda a ti.
¡Maldecidos horrores de la noche consiente!
¡Con qué esplendor exalta el pecado deleites!
Demonios tentadores suprimen restricciones
y reavivan en mi alma las fuentes del amor.
Yo te escucho y te veo, estudio tus encantos
y enlazo tu fantasma con mis ávidos brazos.
Despierto — y ya no te oigo, no te contemplo ya,
me esquiva tu fantasma, como tú, sin bondad.
Clamo en voz alta el nombre: no escucha lo que digo
si le tiendo mis brazos vacíos se desliza.
Para soñar de nuevo cierro mis ojos dóciles;
¡surgid, amados fraudes, vosotras, ilusiones!
¡Ah!, no, ya me parece que vagando seguimos
llorando nuestras penas, entre páramos tristes,
donde hay pálidas hiedras y una ruinosa torre,
y ahondando el abismo oscurecidas tocas.
Te elevas de repente; me llamas desde el Cielo;
las nubes se interponen, braman olas y vientos,
me estremezco gritando, la misma pena encuentro;
me despierta el dolor que había abandonado.


Severamente buenas, por ti ordenan las Parcas
del placer y la pena la fresca interrupción;
larga muerte tu vida, calmo y fijo reposo;
ni la sangre se aviva ni el pulso se enardece:
tranquila como el mar antes que hubiera viento,
o espíritus que ordenan al agua movimientos,
dulce como los sueños de un perdonado santo,
de un Cielo prometido, como el destello suave.


¡Ah, ven aquí, Abelardo, no tienes que temer!
La antorcha de Afrodita no arde para los muertos.
¡Refrenado el deseo seremos condenados;
permanecerás frío—, aunque Eloísa te ame!
Llamas sin esperanza, eternas como aquellas
que iluminan los muertos y las urnas estériles.
¡Ah, qué imágenes surgen donde clavo mi vista!
Mis amadas ideas sin cesar me persiguen,
se elevan entre árboles, frente al altar se elevan,
oscureciendo mi alma ante mis ojos juegan;
gasto la luz del alba, suspiro por tu amor,
tu imagen se intercala entre mi Dios y yo,
parecería que oigo tu voz en cada cántico,
las cuentas del rosario van marcando mis lágrimas.
Cuando fragantes nubes del incensario vuelan
y el sonido del órgano profundo mi alma eleva,
de ti un solo recuerdo elimina la pompa;
confunde los altares, cirios y sacerdotes;
mi alma se hunde y se ahoga entre mares de llamas,
mientras tiemblan los ángeles, y los altares arden.


Mientras estoy postrada, con una pena humilde,
la virtud de las lágrimas en mis ojos se aflige.
Mientras que imploro, trémula, rodando sobre el polvo
una incipiente gracia se abre en mi corazón.
Ven aquí si te atreves, con todos tus encantos,
y oponiéndote al Cielo dispútale mi alma;
con tus alucinantes ojos mírame, ¡ven!
Borra cada brillante idea de los Cielos,
toma todas mis lágrimas, mi gracia y mi tristeza;
toma los infructuosos castigos y oraciones;
mientras asciendo, ráptame de las santas mansiones,
asiste a los demonios y arráncame de Dios.


¡No!, huye de mi lado — a distancias polares;
eleva entre nosotros océanos, los Alpes.
¡Ah!, no vengas, no escribas y no pienses en mí,
no compartas ni un ansia que por ti yo he sentido,
renuncio a tus promesas, tu memoria abandono;
renuncia a mí, olvídame, otórgame tu odio.
¡Semblante seductor (que aún miro), bellos ojos,
pródigo amor, dilectos pensamientos, adiós!
¡Oh Virtud celestial, oh Gracia tan serena,
maravilloso olvido de las tristes tareas,
hija del firmamento, luminosa Esperanza,
resplandeciente Fe, temprana eternidad!
Entrad, amables huéspedes, todos los apacibles,
envolvedme en eterno descanso: recibidme.


Contemplad en la celda a Eloísa extendida,
inclinada en penumbras de la muerte vecina.
En el viento más tenue un espíritu clama,
voces que no son ecos entre los muros hablan.
Aquí, mientras vigilo lámparas moribundas
de vecinos sepulcros, oigo oscuros murmullos,
"¡Hermana, ven, hermana, (parece que dijeran)
este lugar es tuyo, hermana triste, ven!
Temblé, lloré y recé una vez como tú,
víctima del amor aunque ahora soy pura.
Mas todo es calma en este sueño eterno;
aquí el Amor, la Pena, olvidan sus lamentos,
aun la Superstición pierde todo temor,
pues absuelve estos males no el hombre sino Dios".


¡Ah! ya voy, preparad las rosadas glorietas,
las celestiales palmas, las flores sempiternas,
donde haya pecadores que encuentren su descanso,
donde las refinadas llamas arden seráficas.
Y tú, Abelardo, al último oficio triste asiste,
suaviza mi trayecto a los reinos del día;
mira mis labios trémulos, mis ojos que se inquietan,
besa mi último soplo, toma mi alma que vuela.
¡Ah!, no — con las sagradas vestiduras aguarda,
con el cirio piadoso en tu mano temblando,
presenta al crucifijo mi levantada vista,
enséñame y aprende de mí misma a morir.
Y contempla a Eloísa — ¡la que un día fue amada!
Entonces no será ya un crimen contemplarla.
¡Ved!, dejan mis mejillas las transitorias rosas,
y el último destello languidece en mis ojos,
hasta que no queden ni pulso ni suspiro
y no seas amado, mi Abelardo, por mí.
Muerte grande, elocuente, solamente nos pruebas,
si amamos a los hombres, que es polvo el amor nuestro.


Después, cuando el destino tu semblante destruya
(la causa de mis dichas y de todas mis culpas),
en extático trance que se extingan tus ansias,
nubes brillantes bajen, los ángeles te guarden,
que el brillo de la gloria baje del Cielo abierto,
como yo enamorados, que los santos te besen.


Que ampare nuestros nombres una tumba afectuosa,
a tu fama inmortal agregando mi amor.
Dentro de muchos siglos, pasadas ya mis penas,
cuando mi corazón belicoso esté quieto,
si dos enamorados vagando trae la suerte
a estas fuentes y muros blancos del Paracleto,
unirán sus cabezas sobre el pálido mármol,
bebiendo uno del otro las abrasadas lágrimas,
con temor compasivo, presiento que dirán,
"No tengamos que amarnos como éstos han amado".


En medio de los salmos del numeroso coro,
del sacrificio horrible que engrandece la pompa,
en las desnudas piedras, si unos ojos amantes
se posan donde nuestras frías reliquias yacen,
del Cielo robará con devoción momentos
una lágrima humana, que será perdonada.
Y si el destino quiere que un poeta futuro
en su suerte y la nuestra halle similitudes,
condenado por años a deplorar la ausencia,
a imaginar encantos que ya no habrá de ver —
si existen otros seres que tanto tiempo aman —
deja que nuestra tierna y triste historia cante;
dirá mejor mi pena el que mejor la sienta,
y calmarán sus cantos mi pensativo espectro.

 

Ah, lo que dice la sentencia de Pope es esto: ¿Qué es la fama? Una vida imaginada en el aliento de los demás. O en traducción más literaria de Gregorio González Azaola (1821): ¿Y qué viene á ser la fama? Una vida imaginaria que respira en los demás.

***