por ver si así, entre todas,
lograban espantarla,
echarla de sus vidas para siempre.
Eran cada vez más los congregados
y cada vez mayores los gritos que se daban.
La mayoría traía imágenes de dioses
y proferían largos rezos.
Otros, excitados por la fiesta,
invocaban la acción catártica,
el desenfreno de todos los sentidos.
Pequeños grupos portaban medicinas milagrosas
que alargaban el éxtasis y el delirio.
Algunos pocos, sabiéndose más listos,
aludían a los últimos descubrimientos de la ciencia
y no cesaban en sus referencias al ADN,
a la criogenización
o al cultivo de células madre.
Otros menos, más resignados y menos optimistas,
insistían en su desesperanza:
todo es nada
y la nada lo es todo.
Formaban un espectáculo sublime
en su afán de ganar la última partida a la gran nada.
Entonces, el bondadoso anciano de barba blanca,
al margen de ese océano de ruido,
dijo suavemente:
Yo te traigo una canción para que, cuando hayas de venir, vengas sin vacilar.
Aunque no sirvió para acallar a la turbamulta,
yo recogí su canción,
la disfruté en silencio
y fui un poco más feliz.
Gracias, Walt Whitman.
Del poemario Contra el ritual de la muerte.
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