El poeta anota en su agenda personal
própositos que no quiere olvidar
antes de profundizar en el estudio
de la hermosa Poética:
saludar amablemente a los vecinos,
montar más a menudo en bicicleta,
no tirar colillas desde el balcón,
dejar de decir tacos delante de los sobrinos,
no colgar el teléfono a mi hermano,
comprar comida sana y saludable,
recoger puntualmente a mi hija
a la salida de la escuela
—ayer, la pobre, tuvo que esperar
sola más de veinte minutos—.
En este punto, el poeta intenta desviar
la culpa que aflora por la agenda
y dirige su atención a la Poética
mientras sigue anotando:
utilizar adverbios sólo cuando sea necesario,
comprometerme más a menudo
con las aladas almas de las rosas,
susurrar soñando fuentes
y aliterar versos entre vasos,
desinstalar alguna coma que pretende
quedarse a vivir en el salón de casa,
no citar más lugares imposibles
ni crear diálogos con personajes que no existen.
El poeta se da cuenta de la magnitud
que están tomando las anotaciones
personales
y las otras
y decide redactar un solo objetivo
antes de abandonar definitivamente
la escritura:
decir y hacer siempre lo que pienso
como, por ejemplo,
que te quiero.
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