La biblioteca de la noche se ocupa, lógicamente, de las bibliotecas y, por tanto, de los libros y de la lectura, esa fuente contínua de diálogo y de placer. La excusa es la biblioteca, el espacio que pretende ordenar el mundo y el saber sin conseguirlo, el lugar al que acudimos en busca de respuestas o entretenimiento y donde, a veces, podemos encontrarnos nosotros mismos.
San Juan, en un momento de confusión, nos dice que no amemos el mundo, ni las cosas que en él se encuentran, porque todo lo que hay en él, "la concupiscencia de la carne y la de los ojos, y la soberbia de la vida, no es del Padre, mas es del mundo". Este mandato es en el mejor de los casos una paradoja. Nuestro humilde y asombroso legado es el mundo y sólo el mundo, cuya existencia sometemos constantemente a prueba (y demostramos) narrando historias sobre él. La sospecha de que tanto nosotros como el mundo estamos hechos a imagen de algo maravilloso y caóticamente coherente, que se encuentra mucho más allá de nuestro alcance y de lo cual también somos parte; la esperanza en que nuestro cosmos, producto de una explosión, y nosotros, polvo de estrellas, tengamos un sentido y un método infalibles; el deleite que supone repetir la vieja metáfora del mundo como libro que leemos y en el cual también nos leen; la noción de que lo que podemos saber de la realidad es una invención hecha lenguaje, todo ello encuentra su manifestación material en ese autorretrato que llamamos biblioteca. Y el amor que sentimos por ella, nuestro deseo de conocerla mejor, y el orgullo que nos inspiran sus éxitos mientras deambulamos entre los estantes llenos d elibros que prometen más y más delicias, es una de las pruebas más felices, más conmovedoras, de que poseemos, a pesar de todas las miserias y pesares de esta vida, una fe íntima, consoladora, quizá liberadora, en un método oculto tras cualquier locura que una deidad envidiosa podría desearnos (pp 424-25).