martes, 9 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 6

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza). 

En este caminar por el pensamiento de Nietzsche hoy nos adentramos por los vericuetos del tan manido como a menudo mal entendido nihilismo del filósofo germano.

Me preguntabas, querido Jesús, si es conveniente conocer la vida de Nietzsche para entender su pensamiento.

No y sí.

No, en el sentido de que conocer sus andanzas, amores y aficiones nos permita comprender mejor sus ideas, que es como habitualmente ligamos vida y pensamiento, dándole cuerda a una especie de psicoanálisis de feria como el que W. Allen solía parodiar y a la vez exhibir en sus primeras películas.

, porque, si recordamos que el pensamiento es producto de un cuerpo,lo que ese cuerpo haga, por lo que pase tiene que influir en su pensamiento. Nietzsche reitera innumerables veces que el pensamiento de un filósofo es fruto de su vida, y respuesta, réplica a su vida. En un fragmento de finales de 1887-principios de 1888 dice:

«Quien toma aquí la palabra hasta ahora no ha hecho otra cosa más que volver sobre sí: como un filósofo y eremita por instinto que ha encontrado su ventaja en el margen, en las afueras, en la paciencia, en la dilación, en el retraso; como un espíritu que se arriesga y ensaya, que ya se extravió una vez en cada laberinto del futuro; … como el primer nihilista perfecto de Europa el cual, sin embargo, en él ha vivido ya el nihilismo mismo hasta el final — el cual lo tiene tras él, bajo él, fuera de él…»

Nietzsche ha vivido ya el nihilismo en sus carnes y de alguna manera lo ha elaborado, superado. Por eso puede dar cuenta de él.

Lo que se nos viene encima en los dos próximos siglos –dice– es el «ascenso del nihilismo»: «hay signos por todas partes, solo faltan los ojos que lo perciban».

«El ser humano moderno cree a modo de ensayo ora en este valor, ora en ese, y luego deja que esos valores vayan cayéndose… El vacío y la pobreza de valores alcanzan a sentirse cada vez más; el movimiento es imparable.» Valga esta como primera aproximación a ese diagnóstico de época –y también de la cultura europea– a que va a llamar nihilismo.

Dicho en términos elementales, el nihilismo sería la negación de la vida por razón del sufrimiento y el dolor que esta conlleva. Si hay que sufrir tanto, diríamos, esta vida no merece la pena. Pero no nos suicidamos. Añoramos un mundo que no cambie, que no engañe, que no nos haga sufrir: un mundo verdadero, permanente
Y en contraste con ese mundo consideramos que este nuestro y la vida que en él es posible no deberían existir. En ese sentido se niega la vida, la vida tal cual es, soñando con sustituirla por otra vida ideal. 

Así comienza la historia del nihilismo: cuando se propone la distinción entre el mundo verdadero y el mundo en que vivimos. Sea el mundo de las ideas de Platón, sea la otra vida del cristianismo. 

En el momento en que Nietzsche vive no se cree ya en la verdad, ha desaparecido la convicción de que haya una constitución real de las cosas más allá del valor que el ser humano les confiere; y Dios ha muerto. El proceso del nihilismo está ya maduro. Por eso entiende él que es el «nihilista perfecto».
 
Pero veamos mejor la procedencia del nihilismo: «¿de dónde nos llega este, el más inquietante de todos los huéspedes?», anota el año anterior, entre otoño de 1885 y otoño de 1886. Y su respuesta es categórica: el nihilismo está en la interpretación moral cristiana de lo que son la degeneración fisiológica, las situaciones de miseria social o incluso la corrupción. No basta la penuria (anímica, corporal o intelectual) para rechazar radicalmente el valor, el sentido, la deseabilidad. Entre la penuria y el rechazo hay una interpretación, y es la de la moral cristiana.

El cristianismo (lo veíamos el otro día) se vuelve contra el Dios cristiano: «el sentido de veracidad siente náusea ante la falsedad y mendacidad de la interpretación cristiana del mundo y de la historia
». Si antes Dios era la Verdad, ahora «todo es falso»… Nos suena, ¿no?

Pero lo decisivo está en el escepticismo, no ya epistémico, sino moral: su punto final sería «nada tiene sentido». Las fronteras entre el bien y el mal, que parecían claramente trazadas, comienzan a emborronarse, a transgredirse, y a desvirtuarse. Lo único que queda sin superarse en la moral cristiana son las ideas de la existencia entendida en cuanto castigo, la existencia entendida en cuanto error, combinadas ambas en cuanto juicio supremo acerca de esta nuestra vida humana.

Y esa losa –el error, el castigo de la vida– no la levanta nadie, ni la ciencia ni la tecnología –en esas están– ni cualesquiera de las nuevas religiones que van apareciendo al son de las modas. El nihilista activo es el que acepta de manera positiva esta falta de sentido, el que tiene fuerza para darle sentido a su existencia; el pasivo, carente de fuerza suficiente, se acomoda en la decadencia de nuestra cultura.

Por eso –para erradicar ese nihilismo profundo– hace falta una crítica de la moral cristiana, para ver cómo, si acaso, se le puede dar una vuelta a todo esto. La crítica, ya lo avanzo, va a ser una genealogía de la moral. De eso hablaremos otro día.
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