Seguimos avanzando en esta entrevista por entregas con la que queremos realizar una aproximación al pensamiento de Nietzsche. Dado lo popular del tema, no podíamos dejar de lado la cuestión y, sin abandonar el humor, la pregunta apareció inmediatamente.
¿Mató Nietzsche a Dios?
¡No! ¡Para nada! Nietzsche atestigua que Dios ha muerto. Y se pregunta «pero ¿quién lo ha matado?». En otoño de 1881 el tremendo acontecimiento es algo que «todavía no ha calado en los oídos y en los corazones de los hombres». Han sido los hombres, sí, quienes lo han matado, mas todavía no lo saben.
No es Nietzsche quien inventa la expresión de la muerte de Dios. Ya a principios del siglo XIX hablaba Hegel de que la religión se vivía –entre los creyentes– como si Dios estuviera muerto. Y un autor a quien suponemos que Nietzsche leyó, Philipp Mainländer, pocos años mayor que él, había hablado también de la muerte de Dios, bien es cierto que en términos en principio muy diferentes, pero que, conociendo a Nietzsche, perfectamente podrían haberle inspirado.
Mainländer había nacido tres años antes que Nietzsche, en octubre de 1841, y murió, ahorcándose, en abril de 1876, justo al recibir los primeros ejemplares de su gran obra, Filosofía de la redención. Esta obra propone una filosofía inmanente, y se divide en epistemología, física, estética, ética y política, completadas con una metafísica cuya primer asunto es Dios, la desaparición de Dios en nuestro mundo.
Mainländer –naturalmente– se abstiene de hablar de Dios. Señala simplemente que en un mundo plural y dinámico, no tiene lugar un Dios que sea una unidad simple y esté en reposo absoluto. De ello deduce que ese Dios ha debido de decidir –es la única manera que tenemos de entender su desaparición– «aniquilarse por completo, cesar de existir». O, mejor, hacerse pedazos en un mundo, de tal modo que este «dispersarse en la pluralidad», ser mundo, viene a ser la manera de dejar de ser… Dios.
Nietzsche también atribuye cierta colaboración reflexiva en la muerte de Dios: es la propia veracidad que el cristianismo ha promovido y cultivado la que lleva al buen cristiano a dejar de creer en Dios. Creer en Dios deja de ser honesto. Su encarnación principal sería el espíritu científico, por definición, descreído.
Mas lo que en Mainländer es como un cuento –metafísico– de hadas en Nietzsche es cosa seria. Por un lado, es verdad, la muerte de Dios implica la liberación del ser humano; por otro, comporta una amenaza, un peligro. Amenaza y peligro que se pueden atisbar sin más que darle la vuelta al elemento positivo: ¿qué hacer con esa libertad ganada con la desaparición de Dios?
Antes de nada conviene recordar que el que ha muerto es el Dios cristiano; pueden llegar otros dioses…
Además, Dios no solo es el vigilante del ser humano, es también y sobre todo el horizonte de sentido que ha estado dotándonos de suelo y perspectiva durante siglos a los europeos, a Occidente.
«¿Dónde está Dios? ¿Qué hemos hecho?, ¿es que nos hemos bebido el mar? ¿Qué esponja era ésa con la que hemos borrado el horizonte entero que había a nuestro alrededor? ¿Cómo hemos logrado que desaparezca esa línea fija y eterna a la que hasta ahora remitían todas las líneas y medidas, con la que hasta ahora operaban todos los arquitectos de la vida, sin la cual parecía no haber ni perspectiva ni orden ni arquitectura alguna? ¿Seguimos sosteniéndonos de pie? ¿No nos caemos de continuo? ¿Y en cierto modo hacia abajo, hacia atrás, hacia los lados, para todas partes? ¿No es el espacio infinito lo que nos hemos puesto encima como si fuera un manto de aire helado? ¿No hemos perdido la fuerza de gravedad, al no haber ya ni arriba ni abajo?, y si seguimos viviendo y bebiendo la luz, en apariencia como siempre hemos vivido, ¿no es en cierto modo gracias a la luminosidad y al brillo de estrellas que están ya apagadas?», anotaba Nietzsche en el ya citado octubre de 1881.
Como se ve, a Nietzsche le preocupan las consecuencias de la muerte de Dios, «esa larga profusión y sucesión de derribo, destrucción, hundimiento, derrumbe que nos espera» (GC 343), y en los que aún –diría yo– andamos inmersos y perdidos o ahogados.
La muerte de Dios es el fin de la moral cristiana, que ahora mismo sigue convulsionando, herida de muerte pero por largo tiempo coleando y dando vida a variantes aberrantes como la moral del victimismo o la más general política de identidades, hijas ambas del resentimiento cristiano. También han aparecido nuevos dioses, sea La Ciencia de que hablábamos ayer, sea La Tecnología, que, como es neutra –dicen– necesita de evangelistas y profetas.
Así pues, seguimos instalados, por más que parezcan ateas las nuevas diosas, en un ambiente de culpa, pecado y vergüenza, como el que pretende imponer la llamada «religión woke», que sería la quintaesencia de lo que nos ha dejado el Dios muerto en herencia, repartido en miles de fragmentos, al retirarse.
Para Nietzsche en el origen de la moral cristiana está el resentimiento. El resentimiento es la venganza imaginaria de aquellos que no son capaces de actuar, y consiste en primer lugar en decir «no» a otro, a un mundo exterior,
que sí actúa y sirve de espejo de mi debilidad, de mi impotencia. El cristianismo ha enseñado al débil a culparse a sí mismo, instilando en cada uno de nosotros el azogue de la culpa y la vergüenza, con lo que recondujo –así Nietzsche en De la genealogía de la moral– el resentimiento hacia dentro.
Sea como fuere, hoy día parece que, en forma de victimismo, ha vuelto a encontrar el camino de salida y está determinando el orden social. El impotente ha hallado en el victimismo el rédito a su inacción. Sufría por no saber qué hacer en este mundo y ha descubierto que el sufrimiento cotiza alto en la Bolsa moral de Occidente. Solo tiene que reinvindicar su supuesto carácter de víctima (en la mayoría de los casos, «heredado» de los antepasados) para poder culpar a los demás de su estado, una cuasinaturaleza. Eso supone vindicar la primacía de las emociones o los sentimientos, ya que gracias a ellos se anestesia el tedio vital. La víctima es resentimiento puro, y señala, acusándolo al otro: tal es el gran poder, hoy socialmente sancionado, del impotente. Ocupa una pequeña parcela del mundo que Dios dejó.
Y en esas estamos: tales son algunas de las consecuencias de la ausencia de Dios, que no deben ser para nosotros –termina Nietzsche– tristes ni sombrías:
«nosotros, los filósofos y los “espíritus libres”, ante la noticia de que el “viejo dios ha muerto” nos sentimos como iluminados por una nueva aurora […] por fin el horizonte nos parece de nuevo libre […] el mar, nuestro mar está de nuevo abierto, quizá no haya habido nunca un “mar tan abierto”…» (GC 343).
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