Si dejamos aparte El anillo y el libro, la magna obra de Robert Browning —desde ahí 21.000 versos nos contemplan—, quizás la antología más asequible en castellano sea esta que publicó Endymión hace más de treinta años. De ella tomo el poema que Salustiano Masó tradujo como "Mi última duquesa" y que Mario Bojórquez lo hizo como "La duquesa muerta".
Recojo las dos traducciones porque invitan a la reflexión sobre las traducciones, sobre el monólogo dramático y la creación de atmósferas.
MI ÚLTIMA DUQUESA
Ferrara
Esa es mi última Duquesa pintada en la pared.
Parece que está viva. Es un prodigio, ved,
Una obra maestra. Fra Pandolfo en su arte
Se afanó cierto día, y ahí está su obra insuperable,
¿Queréis tomar asiento y contemplarla? He dicho
«Fra Pandolfo» ex profeso, porque jamás desconocidos
Como vos ese rostro pintado interpretar supieron,
La hondura y la pasión de su mirar austero;
Hacia mí se volvían (pues nadie más que yo
Aparta la cortina que he descorrido para vos)
Y era como si desearan saber por mí
Cómo pudo llegar tal mirada hasta ahí.
No sois pues el primero en inquirirlo. Señor,
No sólo la presencia del cónyuge despertó
Esa pinta de gozo en la mejilla de la Duquesa:
Fra Pandolfo quizás por ventura dijera
«El manto cubre la muñeca de mi señora demasiado»
O bien «La pintura no ha de esperar reproducir ese lánguido
Semi-rubor que muere en su garganta»: Eso era
Galantería, pensó ella, y bastó para que le saliera
Esa pinta de gozo. Ella tenía —¿cómo os diría yo?—
Un corazón harto fácil de contentar, señor,
Y demasiado impresionable: le enamoraba todo aquello
En que ponía la mirada; y su mirar no tenía sosiego.
¡Señor, todo era igual! Mi favor íntimo a su vera,
El ocaso del día por poniente, el ramo de cerezas
Que cualquier oficioso mentecato
Cortó en el huerto para ella, el mulo blanco
Que cabalgar solía en la explanada —no había cosa
Que no arrancara de ella palabras elogiosas,
O rubor, por lo menos. Agradecida con los hombres... ¡sí!, de alguna manera
Agradecida —no sé bien cómo— tal si pusiera
Mi don de un apellido de novecientos años
Al nivel mismo del de cualquier otro cristiano.
Pero, señor, ¿quién se rebajaría
A reprochar tal ligereza? Aun con la maestría
En el hablar —(que yo no tengo)— para dejar bien clara
La propia voluntad ante persona como ella, y decir: «Basta,
Esto o aquello en vos me descontenta; aquí os quedáis corta
O allí os pasáis de raya» —y aun suponiendo que de tal forma
Se dejara ella aleccionar, y no contrapusiera francamente
Sus argumentos a los míos, y se excusara —aun en ese
Caso habría cierto rebajamiento; y es mi lema
No rebajarme nunca. Oh, señor, sonreía, cuando pasaba junto a ella,
No hay duda; mas ¿quién se le cruzaba sin ser óbice
Para obtener análoga sonrisa? Esto fue a más. Di órdenes
Y cesaron a un tiempo todas las sonrisas. Y ahí la tenéis ahora igual
Que si estuviera viva. ¿Os place levantaros? Los demás
Nos aguardan abajo, vamos pues. Y os repito de nuevo,
La conocida generosidad del Conde, señor vuestro,
Es caución suficiente de que ninguna justa instancia mía
Con respecto a la dote será desatendida;
Aunque como al principio declaré no sea otro mi objeto
Que la persona de su bella hija. Ea, bajemos
Juntos, señor. Pero mirad de paso ese Neptuno
Desbravando un corcel marino: hermoso grupo,
Obra de singular reputación en sí
Que Claus de Innsbruck fundió en bronce para mí.
La versión de Bojórquez, en endecasílabos:
LA DUQUESA MUERTA
FERRARA
En aquella pared, ved el retrato
de mi Duquesa muerta: se diría
que vive; prodigioso lo reputo.
Aquí está como un día Fra Pandolfo
la pintó con sus manos. Para verla
¿sentaros no queréis? De intento dije
«Fra Pandolfo», que nunca vio un extraño
como sois vos, en la figura, el hondo
y apasionado y serio encanto suyo,
sin volverse hacia mí (pues la cortina
que la cubre y por vos he descorrido
nadie la toca sino yo) ganoso
de preguntar, si osaba, cómo el raro
prodigio vino aquí; ya en otros muchos
vi tal curiosidad. Señor, no sólo
de su esposo el aspecto en las mejillas
de la Duquesa tonos tan alegres
ponía. Fra Pandolfo bromeaba
con frecuencia diciendo: «La mantilla
de mi señora cae demasiado
por la fina muñeca», o bien: «El arte
pierda toda esperanza, que impotente
será para copiar ese desmayo
de suavidad que muere en su garganta.»
Galanterías de tal suerte fueron
bastantes para dar a sus mejillas
esos alegres tonos. Era el suyo
un corazón —no sé cómo decirlo—
un corazón propenso a la alegría
y a todo encanto fácil. Encontraba
gozo en todas las cosas, y sus ojos
en todo se posaban. Todo grato
para ella, señor: mis agasajos
en su pecho; las luces del poniente;
las cerezas que un necio le traía
del huerto, adulador; la mula blanca
sobre la que, de la terraza en torno,
cabalgaba; cualquiera, cualquier cosa,
su rubor o su elogio merecía.
Daba gracias a todos —¡bien, de alguna
manera! —no sé cómo— y mi regalo,
de novecientos años de nobleza
con el don de cualquiera equiparaba.
¿Quién vituperaría tan ligera
frivolidad? Si yo tuviera ingenio
—que no lo tengo—en el hablar, muy claro
le hubiera dicho: «En esto justamente
me disgustáis, y en esto; erráis en esto;
pasáis en esto de la raya» —y ella,
si al verse corregida, no mostraba
su agudeza ni excusas os pedía,
vituperio existiera; y vituperio
no admito yo. Señor, sonreiría
sin duda al verme tolerar; empero
¿quién toleró, de una sonrisa libre?
Siguió aquello. Con una orden, todas
de una vez, acabaron las sonrisas.
Vedla aquí como en vida. —¿Sois gustoso
de levantaros? Descender podemos
junto a nuestros amigos. —Os repito
que la notoria esplendidez del Conde,
vuestro señor, es buena garantía
de que todas mis justas peticiones
de dote atenderá —mas os declaro
que la sola hermosura de su hija
me aficiona.— Señor, bajemos juntos.
Ved el Neptuno aquel, que va rigiendo
un caballo de mar. Una bicoca
no del todo vulgar: obra de Claudio
de Innsbruck, en bronce para mí fundida.
Y puesto a establecer comparaciones, podéis consultar cómo traduce la inteligencia artificial de Google. Clicad aquí.
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