Bai Juyi es uno de los grandes poetas chinos de la Dinastía Tang (618-907), la época clásica de la poesía china. A ese mismo período pertenecen Wang Wei, Li Bai (Li Po) y Du Fu (Tu Fu).
Cuenta el estudioso Guojian Chen —y es esta anécdota la que más me interesa destacar— que el poeta buscaba siempre la claridad y la sencillez. Hasta tal punto era así que cuando terminaba de escribir un poema, se lo leía a una sirvienta anciana, y si ésta no lo entendía, lo corregía (p 40 Poesía china. Cátedra). No está nada mal como lección de humildad y como aspiración universal a la belleza.
Os dejo aquí uno de los romances o baladas que escribió, y que forma parte del acervo cultural del pueblo chino. La traducción es de Guojian Chen.
CANTO DE LA INFINITA TRISTEZA
El
monarca de los Han,
muy
amante de las faldas
ordenó
que le buscaran
una
bella sin igual.
Mas
años y años pasaron,
sin
que su ardiente deseo
se
hiciera realidad.
La
familia de Yang tiene una hija,
que
está en la adolescencia florida.
Crecida
en su gineceo recóndito,
los
extraños nunca han podido verla.
Mas
una hermosura tan perfecta,
¿cómo
podría ser ignorada?
Presentada
es al monarca.
Ladeando
la cabeza,
esboza
una sonrisa,
que
mil encantos encierra,
y
a todas las damas de la corte eclipsa.
En
la frígida primavera,
se
le concede el privilegio
de
bañarse en la fuente Hua Ching.
La
suave y tibia transparencia
embellece
su piel alabastrina.
Ayudada
por sus doncellas,
sale
perezosa y hechicera.
Es
entonces cuando el emperador
comienza
a prodigarle favores.
Cabellos
de nubes.
Rostro
de flor.
Alhajas
de oro.
Bajo
las cortinas sonrosadas
conoce
la noche de primavera.
¡Qué
noche tan breve, empero!
¡Qué
temprano llega el alba!
A
partir de ese día,
el
soberano deja de dar
en
sus paseos y orgías,
y
comparte las dulces noches.
Aunque
hay 3000 bellezas en la corte,
al
amor de ella sólo se dedica.
La
alcoba de oro y sus adornos sirven
para
que resalte más su hermosura.
El
pabellón de jade de las fiestas
aumenta
lo graciosos de sus ebriedad.
A
sus hermanos se les confiere
títulos
de nobleza,
y
la familia Yang
brilla
en los círculos escogidos.
De
extremo a extremo del imperio,
quienes
preferían hijos varones
han
cambiado de parecer.
El
palacio de Li
casi
se toca con el cielo.
El
viento esparece por doquier
los
divinos acordes
que
acompañan alegres danzas.
El emperador ya no distingue
entre
el día y la noche.
Se
estremece la tierra.
Llegan
desde Yuyang
terribles
gritos de guerra,
quebrando
las melodías
de
“Vestido de Arco Iris
y
Túnica de Brillantes Plumas”,
danza
preferida del palacio.
Polvo
y humo es la capital.
Torrentes
de carros y jinetes
se
precipitan a huir al sudoeste.
Banderas
de Dragón imperiales,
temblando,
avanzan.
A
pocas leguas de la muralla
las
tropas no quieren seguir:
exigen
la sangre de Yang.
¿Qué
hará el monarca
sino
ceder?
Al
pie de la colina Mawei,
la
beldad de cejas-mariposa
deja
de ser ante los caballos.
Riegan
el suelo
sus
graciosos adornos como flores,
el
gorrión de oro
de
coloridas plumas incrustadas
y
su hermosura horquilla de jade.
Nadie
los recoge.
El
desesperado monarca,
impotente
para salvarla,
se
oculta el rostros entre las manos.
La
mira una última vez,
con
lágrimas de sangre ardiente.
Ráfagas
de viento gélido
levantan
polvo amarillo.
Trepando
entre las nubes,
las
tropas atraviesan
la
Puerta de la Espada,
y
al monte de Emei llegan.
Aquí
no ven casi un alma.
Las
banderas pierden su brillo,
y
lánguido el sol palidece.
Verdes
montañas lozanas.
El
fascinante paisaje
sólo
acarrea al monarca
una
profunda tristeza.
La
luna contemplada desde la tienda
parece
melancólica.
El
son de las campanillas en la lluvia
semeja
el sordo ruido
de
un corazón que se destroza.
Por
fin el cielo y la tierra
han
completado una vuelta.
La
carroza de Dragón retorna.
En
la colina de Mawei,
se
detiene la comitiva
donde
se esfumó el bello rostro.
Monarca
y ministros se miran,
anegados
todos en lágrimas.
Abandonando
los caballos,
se
dirigen hacia el palacio.
Jardines,
estanques.
Nada
ha cambiado.
Flores
de loto de Taiye.
Hojas
de sauces de Weiyan.
Éstas
recuerdan sus cejas,
y
aquéllas su hermosos rostro.
¿Cómo
contener las lágrimas
que
esta aparición arranca?
Flores
de durazno y de ciruelo se abren
al
céfiro de la primavera.
Amarillas
hojas caen
con
las lluvias otoñales.
Tupidas
hierbas reverdecen
los
patios del Palacio Oeste.
Hojas
muertas amontonadas
enrojecen
los escalones.
Las
actrices del Jardín de Perales
peinan
blancos sus cabellos,
y
las doncellas del Pabellón de Pimenteros
ven
marchita la flor de sus caras.
Luciérnagas
traen noches sofocantes.
Moribunda
está la lámpara,
y
el monarca, triste, desvelado.
Campanas y tambores, lentamente,
despiden
la larga noche.
Brillante
la Vía Láctea
al
alba tardía acoge.
Frías
las tejas entrelazadas,
todas cubiertas de escarcha.
¿Quién
querría compartir
una
manta helada?
Largos
años separan
al
vivo de la muerta,
y
su espíritu no ha acudido
ni
una vez en sueño.
Por
entonces, a la capital
viene
un sabio taoísta.
Para
quien tiene sinceridad
se
aviene a llamar las almas
de
sus familiares muertos.
Compadeciéndose
del monarca atormentado,
emprende
una afanosa búsqueda.
Raudo
como relámpago,
atraviesa
las nubes
cabalgando
los vientos.
Primero
sube al cielo.
Después
baja y penetra
en
las profundidades de la tierra.
Ni
en azul infinito,
ni
en la Fuente Amarilla, ultratumba,
encuentra
a la difunta.
De
pronto oye decir
que
en el inmenso piélago
hay
una montaña de deidades,
que,
velada por la bruma,
flota
en el aire.
Multicolores
nubes envuelven
sus
pabellones exquisitos,
morada
de hermosas y dulces divinidades.
Una
de ellas se hace llamar Taizheng,
su
nombre original.
Tiene
el rostro de flor
y
la piel de nieve
como
en la otra vida.
Llegando
a una puerta de oro,
el
taoísta toca suavemente
un
jade incrustado.
Pide
a la doncella
que
le abre anunciar
al
mensajero de Han.
Encerrada
en vistoso dosel,
la
bella se despierta sorprendida.
Aparta
la almohada.
Se
viste deprisa.
Levanta
la cortina de perlas
y
abre los biombos de plata.
Sin
arreglarse bien la cabellera,
la
guirnalda al descuido puesta
y
los ojos somnolientos,
desciende
a la sala.
Se
agitan sus anchas mangas
al
compás del movimiento,
como
en “Vestido de Arco Iris
y
Túnica de Brillantes Plumas”.
El
rostro anegado en lágrimas,
como
una flor de peral
azotada
por la lluvia.
Pide
al taoísta que le transmita
su
honda gratitud al soberano.
“Después
que nos separamos,
no
he podido oir su voz ni ver su cara
a
través de las nubes y nieblas.
Ahora,
en la Montaña de las Deidades,
arrastro
penosa los largos días.
Oteo
el remoto mundo de los hombres,
mas
el humo y polvo me impiden la vista.
Sólo
puedo enviarle,
como
testimonio de amor,
estos
adornos que me obsequió.
Yo
conservaré una de las horquillas
y
también mitad del cofrecillo.
Quiero
que él sea firme como el hierro,
y
entonces nos volveremos a ver ,
ya
sea en el azul del cielo,
o
en el mundo de los humanos”.
Al
despedir al mensajero,
ella
reitera el juramento
que
habían hecho los dos corazones
el
día siete del séptimo mes,
a
las altas horas de la noche,
en
el Pabellón de la Eterna Vida:
“En
el celeste inmenso siempre somos
un
par enternecido de avecillas,
y
en la animada tierra, dos ramas
entrelazadas
de un mismo árbol”
El
cielo, y también la tierra,
por
más que sus ciclos duren,
han
de terminar un día.
Mas
esta inmensa tristeza
será
como el tiempo, eterna.