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sábado, 26 de octubre de 2024

EUGENIO MONTEJO

Ejemplar del KM
Descubrí hace relativamente poco tiempo la poesía de Eugenio Montejo gracias a un programa de música clásica. En aquel programa la presentadora del mismo leyó un poema que me atrajo profundamente. Lo busqué. Lo encontré, y junto a él vinieron otros tantos poemas que me entusiasmaron. El poema era "Adiós al siglo XX" y daba título y comienzo al poemario al que pertenecía. Desde entonces he andado leyendo de vez en cuando poemas sueltos de este autor venezolano. Hace un par de semanas vi que su poesía se encontraba recogida en Pre-Textos y que el ejemplar estaba disponible en la biblioteca del Koldo Mitxelena. Me lo llevé a casa.

Si tuviera algo que decir sobre su obra y su estilo (podéis leer y oír muchas opiniones y comentarios más autorizados que los míos en internet), además del decir más directo y sencillo de que me gusta mucho, podría decir que su poesía es profundamente sugestiva, que tiene el don de la palabra limpia y que con ella crea un mundo donde yo me encuentro plácidamente acogido, que tiene un estilo noble, hermoso y muy cuidado, y que sus poderosas y originales imágenes son bellísimas. 

Pero lo que yo diga tiene poco interés. Lo verdaderamente interesante son sus creaciones poéticas. He aquí un minúsculo muestrario de su luminosa poesía:

ADIÓS AL SIGLO XX


                                           A Álvaro Mutis

Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías...
Mi siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.





LOS ÁRBOLES

Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.






MUDANZAS


Mudanzas por el mar o por el tiempo,
en un navío, en una carreta con libros,
cambiando de casas, palabras, paisajes,
separándonos siempre para que alguien se quede
y algún otro se vaya.
Despedirnos de un cuerpo de mujer
que se mira ya lejos como un pueblo,
donde las noches fueron más largas que los siglos
en lámparas y hoteles.
Mudanzas de uno mismo, de su sombra,
en espejos con pozos de olvido
que nada retienen.
No ser nunca quien parte ni quien vuelve
sino algo entre los dos,
algo en el medio;
lo que la vida arranca y no es ausencia,
lo que entrega y no es sueño,
el relámpago que deja entre las manos
la grieta de una piedra.




ESCRITURA

Alguna vez escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.

No más lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música secreta.

Dibujaré con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.

Con piedra viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes, columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca.




MANOA

No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.

Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
—siempre más lejos.

Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
sino un sentimiento.


A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.




PÁJAROS

Oigo los pájaros afuera,
otros, no los de ayer que ya perdimos,
los nuevos silbos inocentes.
Y no sé si son pájaros,
si alguien que ya no soy los sigue oyendo
a media vida bajo el sol de la tierra.
Quizás es el deseo de retener su voz salvaje
en la mitad de la estación
antes que de los árboles se alejen.

Alguien que he sido o soy, no sé,
oye o recuerda,
si hay algo real dentro de mí son ellos,
más que yo mismo, más que el sol afuera,
si es musical la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido nunca sino pájaros,
el canto de los pájaros
que nos trae y nos lleva.




TERREDAD

Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.

Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables;
livianos con otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.




TAL VEZ

Tal vez sea todo culpa de la nieve
que prefiere otras tierras más polares,
lejos de estos trópicos.

Culpa de la nieve, de su falta,
-la falta que nos hace
cuando oculta sus copos y no cae,
cuando pospone, sin abrirlas, nuestras cartas.

Tal vez sea culpa de su olvido,
de nunca verla en estas calles
ni en los ojos, los gestos, las palabras.
Tantas cosas dependen noche y día
de su silencio táctil.

Nuestro viejo ateísmo caluroso
y su divagación impráctica
quizá provengan de su ausencia,
de que no caiga y sin embargo se acumule
en apiladas capas de vacío
hasta borrarnos de pronto los caminos.

Sí, tal vez la nieve,
tal vez la nieve al fin tenga la culpa…
Ella y los paisajes que no la han conocido,
ella y los abrigos que nunca descolgamos,
ella y los poemas que aguardan su página blanca



LA TIERRA GIRÓ PARA ACERCARNOS

La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
Pasaron noches, nieves y solsticios;
pasó el tiempo en minutos y milenios.
Una carreta que iba para Nínive
llegó a Nebraska.
Un gallo cantó lejos del mundo,
en la previda a menos mil de nuestros padres.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.

(Sí, habéis intuido bien, este es el poema cuyo comienzo se cita en la película Iñárritu, 21 gramos, y aquí tenéis el anecdotario de por qué y cómo se incluyó en la película).



EN LA PLAYA

Al desnudarse a solas en la playa
sintió de pronto que uno de sus senos
se fue volando.
Lo vio un instante cruzar a ras del agua
y después mar adentro
hasta el final del horizonte,
hecho ya un punto en la tiniebla de los barcos.
Sin inmutarse, como una palma de la orilla,
con el cabello suelto al aire
se deshizo de las últimas ropas
y nadó largo tiempo en vastos círculos
alrededor de su deseo.
Sabía que todo, más tarde o más temprano,
deja la carne y huye,
así ahora las formas de su cuerpo,
como peces en otro espacio recluidos,
vueltos al mar quedaban libres
entre el vaivén de los eternos elementos.


***


jueves, 10 de octubre de 2024

WHAT IS FAME? A FANCIED LIFE IN OTHERS' BREATH

Editorial
No sé qué obras leerán los bachilleres angloparlantes del más alto representante del clasicismo inglés, supongo que algún fragmento que aparezca en las antologías escolares y, tal vez, algunas sentencias (en castellano) extraídas de acá o de allá, porque como señalaba Pujals en su Historia de la literatura inglesa, Pope es un maestro insigne del pareado heroico, y el poeta del cual se pueden citar más frases lapidarias. Si dejamos a un lado el nivel de cultura general, quien desee leer al escritor inglés en castellano tendrá que conformarse con este título publicado por Cátedra en 2017. Claro que si me atengo a lo que mi Historia de la literatura de 6º curso decía sobre el autor, acaso pueda resultar un lujo cultural que Antonio Lastra se haya tomado el trabajo de traducirlo: Fue un hombre enfermizo y contrahecho, lleno de encono y de amargura. Su obra más famosa es el poema "El rizo robado", composición histórico-burlesca en la que se satiriza la sociedad de su tiempo. Está inspirada en "El facistol" de Boileau y es un reflejo de aquella época ultrarrefinada del "rococó", llena de frivolidad y amaneramiento. El estilo de Pope es frío y correcto, muy neoclásico. No se puede decir que fuera un texto ni objetivo ni ponderado, y desde luego no animaba a la lectura.

Sin embargo, siendo Pope un escritor del clasicismo del XVIII, ofrece en dos de sus poemas de temprana fecha (1717), Eloisa to Abelard y Elegy to the Memory of an Unfortunate Ladyrasgos claramente prerrománticos. Aquí, si no, la traducción que Silvina Ocampo realizó para que opinéis con libertad:


ELOÍSA A ABELARDO



De estas hórridas celdas y soledades hondas
en donde la celeste Contemplación reposa,
donde reina la fiel Melancolía atenta,
¿qué expresan los tumultos de las vestales venas?
¿Por qué mis pensamientos huyen de este retiro?
¿Por qué en mi corazón arde el fuego escondido?
La culpa es de Abelardo, si yo amo todavía,
y ha de besar su nombre, todavía, Eloísa.


¡Fatal y amado nombre! Permanece el secreto
de estos labios sellados con sagrado silencio;
mi corazón, escóndelo en su íntimo disfraz
donde mezclado a Dios su amada Idea yace;
visible se hace el nombre — ¡ah, no escribas, mi mano!
íntegro está ya escrito— ¡mis lágrimas, borradlo!
Eloísa perdida, vano es que llore y rece,
su corazón aún dicta, y su mano obedece.


¡Inexorables muros cuyo orbe oscuro tiene
tristezas voluntarias, suspiros penitentes!
¡Oh rocas desgastadas por piadosas rodillas!
¡Oh grutas y cavernas con ásperas espinas!
¡Túmulos donde vírgenes de ojos pálidos velan,
santos cuyas estatuas a llorar aprendieron!
Silenciosa, inmutable como vosotras, fría,
no me ha tornado en piedra todavía el olvido.
Divide el corazón la ardua naturaleza;
soy parte de Abelardo, no soy toda del Cielo;
ni llantos que por siglos vanamente existieron,
ni oraciones, ni ayunos, de la ansiedad son frenos.


Cuando llegan tus cartas y las abro temblando
el conocido nombre despierta mi ansiedad.
¡Oh nombre para siempre amado y siempre triste!
¡Aun murmurado en lágrimas que en suspiros persiste!
Cuando descubro el mío también yo me estremezco,
alguna atroz desdicha lo persigue de cerca.
Recorriendo las líneas derrámanse mis ojos
guiados por una triste variedad de dolores.
¡De amor ardiendo o bien mustia en mi lozanía,
en un convento sola, y en tinieblas perdida!
La religión severa calmó indómitas llamas,
de la pasión murieron aquí el Amor, la Fama.


Mas escríbeme todo para que unirse puedan
todos nuestros suspiros, mis penas a tus penas.
Ni enemigos, ni dichas, ese poder nos roba,
¿y Abelardo podrá ser menos bondadoso?
Las lágrimas son mías, no pretendo ahorrarlas,
reclama el amor llantos que en la oración sobraron.
Mis ojos no persiguen otra labor amable;
lo que pueden hacer sólo es leer y llorar.


Comparte mi dolor, admite ese consuelo;
¡ah, más que compartirlo dame toda tu pena!
Enseñó a escribir cartas el Cielo a desdichados,
a doncellas cautivas, a amantes desterrados:
inspirados de amor, respiran, hablan, viven,
constantes a su fuego, el alma enardecida;
desea vincularse la virgen sin temor,
eximir los rubores, dar todo el corazón,
avivar intercambios suaves del alma al alma,
del Polo hasta las Indias propagar su ansiedad.


Cuando el amor llegó con nombre de amistad,
sabes con qué inocencia sentí tu primer llama;
con virtudes angélicas te formó mi conciencia,
la emanación total de un bello entendimiento.
Esos ojos sonrientes, atenuando sus rayos,
brillaban con dulzura de una luz celestial.
Te contemplé inocente: tu canto el Cielo oyó;
las verdades divinas las enmendó tu voz.
De labios semejantes, ¿qué preceptos no encantan?
Bien pronto me enseñaron que no es pecado amar:
retorné a los senderos de los sentidos goces,
no quise hallar un ángel, lo que amaba era un hombre.
De los santos la dicha, vaga y remota veo;
ni les envidio el Cielo que por ti sólo pierdo.


Inducida a casarme, recuerdo que exclamaba:
¡Maldigo toda ley que el amor no ha inventado!
Liviano como el aire frente a lazos terrestres
abre alas el amor, y en un momento vuela.
Riqueza, honor aguardan a la fiel desposada;
augustos son sus actos, venerada su fama;
transformará todo eso la pasión verdadera.
¿Qué son para el amor, fama, honor y riquezas?
Y cuando profanamos del Dios celoso el fuego,
para vengarse inspira un amor sin sosiego,
y ordena equivocados lamentos a mortales
que buscan el amor y solitarios aman.
Si el dueño de este mundo sucumbiera a mis pies,
despreciaría todo, su trono y sus riquezas:
ser yo la emperatriz de César no quisiera,
sólo del hombre que amo la amante quiero ser,
y si es que existe un nombre, todavía más libre
y más enamorado, por ti lo llevaría.
¡Oh dicha afortunada! Cuando se atraen las almas,
cuando el amor es libre y la ley natural:
entonces poseer, ser poseída, no es
un vacío vehemente, un dolor en el pecho;
los pensamientos se unen al salir de los labios,
y mutuos los deseos del corazón renacen.
Esto podrá ser dicha, si es que en el mundo existe,
la dicha que una vez fue de Abelardo y mía.


¡Ah, cómo cambió todo! ¡Un nuevo horror asciende:
un amante desnudo yace atado, lo hieren!
¿Dónde estaba Eloísa y su voz y su mano,
su puñal deteniendo el horrible mandato?
¡Ah, Bárbaro, detente!, y el ultraje refrena,
si el crimen fue común, que lo sea la pena.
Muda ya de vergüenza, reprimido el furor,
dejo que hablen mis lágrimas, mis ardientes rubores.


¿Podrías olvidar aquel solemne día,
cuando al pie del altar, yacíamos las víctimas?
¿Podrías olvidar qué lágrimas cayeron
diciendo adiós al mundo con juventud ferviente?
Cuando con fríos labios besé el velo sagrado,
palidecieron lámparas, temblaron los altares.
Se asombraron los santos al oír mis promesas;
la conquista lograda vaciló en creer el Cielo,
y a los tristes altares cuando yo me acercaba,
no en la cruz, en tus ojos, mis ojos se clavaban.
Ni indulgencia ni celo pedía, sino amor;
y si pierdo tu amor habré perdido todo.
Con miradas, palabras, ven, alivia mi pena;
todo eso para darme por lo menos te queda.
En ese amado seno deja que me demore
bebiendo el delicioso veneno de tus ojos,
en tu labio anhelante, abrazada a tu pecho;
dame lo que tú puedas — y soñaré yo el resto.
¡Ah, no!, más bien instrúyeme a gozar de otras cosas,
y con otras bellezas encántame los ojos.
Muéstrame claramente la morada suntuosa;
que Abelardo se aleje de mi alma y busque a Dios.


Piensa que tu rebaño merece tu cuidado,
niños en tu oración, plantas entre tus manos.
En la primera edad del vasto mundo huyeron
buscándote en montañas e infinitos desiertos.
Elevaste altos muros; y el desierto sonrió,
abriose el Paraíso en el yermo, en las sombras.
Ningún huérfano vio los bienes de su padre
irradiar esplendores sobre nuestros altares;
ningún santo de plata de algún avaro obsequio
sobornó acá la ira de un defraudado Cielo;
simples son nuestros techos, piadosas construcciones,
vocales solamente de elogios al Creador.
Entre estos muros tristes (que atan los días solos),
de agujas coronadas, con musgos estas bóvedas
donde terribles arcos tornan días en noches
y confusas ventanas vierten luz majestuosa,
tus ojos difundían rayos conciliadores
y alegraban las horas con fulgores de gloria.
Ningún rostro divino nos trae ahora dichas,
todo es dolor turbado y lágrimas continuas.
En los otros que rezan yo busco mi fervor,
(¡Oh fraude tan piadoso de caridad, de amor!)
y ¿por qué depender de oraciones ajenas?
¡Ah, tú, que eres mi padre, mi hermano, esposo, ven!
Y deja que conmueva con numerosos nombres,
hija, hermana y esposa, congregados, tu amor.
Reclinados en rocas esos pinos oscuros
murmuran en el viento y ondulan en la altura,
los arroyos que vagan brillando entre montañas,
las grutas que hacen eco a los torrentes de agua,
jadeantes en los árboles, los moribundos vientos,
por la brisa ondulada el lago estremecido:
todas estas escenas a meditar no inspiran
ni entregan al descanso la visionaria virgen.
Entre las arboledas nocturnas y las grutas,
sonora es la aflicción, se entremezclan las tumbas,
y la Melancolía inmóvil nos prodiga
un silencio de muerte y un reposo temible;
su lúgubre presencia ensombrece estos ámbitos,
entristece las flores, oscurece los pastos,
de las altas cascadas los murmullos ahonda
e inspira un más profundo horror entre los bosques.


¡Quedaré para siempre en este claustro, siempre!
¡Qué entristecida prueba de amor y de obediencia!
Sólo podrá la muerte romper eternos lazos:
y aun permanecerá mi frío polvo aquí,
con todas sus flaquezas, sus llamas sometidas,
cuando no sea un crimen que a las tuyas se mezclen.


¡Desdichada! Me creen de Dios, en vano, esposa:
¡soy consabida esclava del amor y del hombre!
¡Cielo, asísteme! ¿Cómo nace en mí esta plegaria?
¿Nace en mí por piedad o por desesperanza?
Aquí donde la helada castidad se retira,
el amor halla altares con fuegos prohibidos.
El arrepentimiento no me aflige bastante;
lloro por el amante y no por el pecado;
considero mi culpa, su visión me enardece,
me arrepiento de goces pasados, quiero nuevos:
ora contemplo el Cielo, lloro ofensas antiguas,
ora pensando en ti, mi inocencia maldigo.
¡De tantas enseñanzas pérfidas para amantes,
la ciencia más difícil, sin duda, es olvidar!
¿Podré olvidar el crimen sin perder la razón?
¿Aborrecer la ofensa y amar al ofensor?
¿Del pecado arrancar el adorado objeto?
¿Podré yo distinguir nuestro amor de la pena?
¡Tarea irrealizable, abjurar su pasión
para alguien que ha perdido como yo el corazón!
Antes que llegue mi alma a un apacible estado
¡cuántas veces tendrá que amar y detestar!
La desesperación, el pesar, la esperanza,
el desdén logran todo, todo salvo olvidar.
Si el Cielo se apodera del alma le da llamas,
no la toca, la rapta; la inspira, no la apaga.
¡Oh, enséñame a vencer a la naturaleza,
renunciar a mi amor, a mi vida — a la nuestra!
Llena mi corazón con la imagen de Dios;
puede rivalizar y sucederte Él sólo.


¡Feliz es el destino de la Vestal sin culpas!
Por el mundo olvidada, se olvidará del mundo:
eterna luz del sol, inmaculada mente,
aceptadas plegarias, resignados deseos;
labores y descansos puntualmente cumplidos;
"obediencia del sueño, que llora o que despierta"
deseos sosegados, siempre iguales afectos,
lágrimas que deleitan y que inspiran el Cielo.
La gracia la circunda, la iluminan sus rayos,
le dan sueños dorados ángeles en voz baja,
la rosa del Edén que eternamente brilla
y alas de serafines con perfumes divinos;
por ella blancas vírgenes epitalamios cantan;
oyendo celestiales arpas ella se muere;
con visiones de eterno día se desvanece.


El alma errante emplea otros sueños distintos,
otros arrobamientos de una profana dicha:
al fin de cada día triste y atormentado
devuelve la venganza ilusiones robadas;
entonces la conciencia dormida ya está libre,
y mi alma sin sus lazos se entrega toda a ti.
¡Maldecidos horrores de la noche consiente!
¡Con qué esplendor exalta el pecado deleites!
Demonios tentadores suprimen restricciones
y reavivan en mi alma las fuentes del amor.
Yo te escucho y te veo, estudio tus encantos
y enlazo tu fantasma con mis ávidos brazos.
Despierto — y ya no te oigo, no te contemplo ya,
me esquiva tu fantasma, como tú, sin bondad.
Clamo en voz alta el nombre: no escucha lo que digo
si le tiendo mis brazos vacíos se desliza.
Para soñar de nuevo cierro mis ojos dóciles;
¡surgid, amados fraudes, vosotras, ilusiones!
¡Ah!, no, ya me parece que vagando seguimos
llorando nuestras penas, entre páramos tristes,
donde hay pálidas hiedras y una ruinosa torre,
y ahondando el abismo oscurecidas tocas.
Te elevas de repente; me llamas desde el Cielo;
las nubes se interponen, braman olas y vientos,
me estremezco gritando, la misma pena encuentro;
me despierta el dolor que había abandonado.


Severamente buenas, por ti ordenan las Parcas
del placer y la pena la fresca interrupción;
larga muerte tu vida, calmo y fijo reposo;
ni la sangre se aviva ni el pulso se enardece:
tranquila como el mar antes que hubiera viento,
o espíritus que ordenan al agua movimientos,
dulce como los sueños de un perdonado santo,
de un Cielo prometido, como el destello suave.


¡Ah, ven aquí, Abelardo, no tienes que temer!
La antorcha de Afrodita no arde para los muertos.
¡Refrenado el deseo seremos condenados;
permanecerás frío—, aunque Eloísa te ame!
Llamas sin esperanza, eternas como aquellas
que iluminan los muertos y las urnas estériles.
¡Ah, qué imágenes surgen donde clavo mi vista!
Mis amadas ideas sin cesar me persiguen,
se elevan entre árboles, frente al altar se elevan,
oscureciendo mi alma ante mis ojos juegan;
gasto la luz del alba, suspiro por tu amor,
tu imagen se intercala entre mi Dios y yo,
parecería que oigo tu voz en cada cántico,
las cuentas del rosario van marcando mis lágrimas.
Cuando fragantes nubes del incensario vuelan
y el sonido del órgano profundo mi alma eleva,
de ti un solo recuerdo elimina la pompa;
confunde los altares, cirios y sacerdotes;
mi alma se hunde y se ahoga entre mares de llamas,
mientras tiemblan los ángeles, y los altares arden.


Mientras estoy postrada, con una pena humilde,
la virtud de las lágrimas en mis ojos se aflige.
Mientras que imploro, trémula, rodando sobre el polvo
una incipiente gracia se abre en mi corazón.
Ven aquí si te atreves, con todos tus encantos,
y oponiéndote al Cielo dispútale mi alma;
con tus alucinantes ojos mírame, ¡ven!
Borra cada brillante idea de los Cielos,
toma todas mis lágrimas, mi gracia y mi tristeza;
toma los infructuosos castigos y oraciones;
mientras asciendo, ráptame de las santas mansiones,
asiste a los demonios y arráncame de Dios.


¡No!, huye de mi lado — a distancias polares;
eleva entre nosotros océanos, los Alpes.
¡Ah!, no vengas, no escribas y no pienses en mí,
no compartas ni un ansia que por ti yo he sentido,
renuncio a tus promesas, tu memoria abandono;
renuncia a mí, olvídame, otórgame tu odio.
¡Semblante seductor (que aún miro), bellos ojos,
pródigo amor, dilectos pensamientos, adiós!
¡Oh Virtud celestial, oh Gracia tan serena,
maravilloso olvido de las tristes tareas,
hija del firmamento, luminosa Esperanza,
resplandeciente Fe, temprana eternidad!
Entrad, amables huéspedes, todos los apacibles,
envolvedme en eterno descanso: recibidme.


Contemplad en la celda a Eloísa extendida,
inclinada en penumbras de la muerte vecina.
En el viento más tenue un espíritu clama,
voces que no son ecos entre los muros hablan.
Aquí, mientras vigilo lámparas moribundas
de vecinos sepulcros, oigo oscuros murmullos,
"¡Hermana, ven, hermana, (parece que dijeran)
este lugar es tuyo, hermana triste, ven!
Temblé, lloré y recé una vez como tú,
víctima del amor aunque ahora soy pura.
Mas todo es calma en este sueño eterno;
aquí el Amor, la Pena, olvidan sus lamentos,
aun la Superstición pierde todo temor,
pues absuelve estos males no el hombre sino Dios".


¡Ah! ya voy, preparad las rosadas glorietas,
las celestiales palmas, las flores sempiternas,
donde haya pecadores que encuentren su descanso,
donde las refinadas llamas arden seráficas.
Y tú, Abelardo, al último oficio triste asiste,
suaviza mi trayecto a los reinos del día;
mira mis labios trémulos, mis ojos que se inquietan,
besa mi último soplo, toma mi alma que vuela.
¡Ah!, no — con las sagradas vestiduras aguarda,
con el cirio piadoso en tu mano temblando,
presenta al crucifijo mi levantada vista,
enséñame y aprende de mí misma a morir.
Y contempla a Eloísa — ¡la que un día fue amada!
Entonces no será ya un crimen contemplarla.
¡Ved!, dejan mis mejillas las transitorias rosas,
y el último destello languidece en mis ojos,
hasta que no queden ni pulso ni suspiro
y no seas amado, mi Abelardo, por mí.
Muerte grande, elocuente, solamente nos pruebas,
si amamos a los hombres, que es polvo el amor nuestro.


Después, cuando el destino tu semblante destruya
(la causa de mis dichas y de todas mis culpas),
en extático trance que se extingan tus ansias,
nubes brillantes bajen, los ángeles te guarden,
que el brillo de la gloria baje del Cielo abierto,
como yo enamorados, que los santos te besen.


Que ampare nuestros nombres una tumba afectuosa,
a tu fama inmortal agregando mi amor.
Dentro de muchos siglos, pasadas ya mis penas,
cuando mi corazón belicoso esté quieto,
si dos enamorados vagando trae la suerte
a estas fuentes y muros blancos del Paracleto,
unirán sus cabezas sobre el pálido mármol,
bebiendo uno del otro las abrasadas lágrimas,
con temor compasivo, presiento que dirán,
"No tengamos que amarnos como éstos han amado".


En medio de los salmos del numeroso coro,
del sacrificio horrible que engrandece la pompa,
en las desnudas piedras, si unos ojos amantes
se posan donde nuestras frías reliquias yacen,
del Cielo robará con devoción momentos
una lágrima humana, que será perdonada.
Y si el destino quiere que un poeta futuro
en su suerte y la nuestra halle similitudes,
condenado por años a deplorar la ausencia,
a imaginar encantos que ya no habrá de ver —
si existen otros seres que tanto tiempo aman —
deja que nuestra tierna y triste historia cante;
dirá mejor mi pena el que mejor la sienta,
y calmarán sus cantos mi pensativo espectro.

 

Ah, lo que dice la sentencia de Pope es esto: ¿Qué es la fama? Una vida imaginada en el aliento de los demás. O en traducción más literaria de Gregorio González Azaola (1821): ¿Y qué viene á ser la fama? Una vida imaginaria que respira en los demás.

***

viernes, 28 de junio de 2024

CASTILLO DE TRASMOZ, unas fotos para una leyenda

Trasmoz y su castillo.

Del rápido paseo por el piquito oeste de la provincia de Zaragoza traigo los bolsillos llenos de recuerdos y de historias. Hoy dejo aquí la leyenda del castillo de Trasmoz tal y como la cuenta Bécquer 
en su séptima carta y sus tildadas aes de otro siglo —lo que también tiene su encanto—. 

Existe, muy bien señalizada, lo que se conoce como ruta Bécquer. Es fácil de hacer, pero no es aconsejable durante un día caluroso, porque no hay prácticamente ninguna sombra durante el recorrido, aunque siempre está la opción salir muy temprano, con el frescor matinal. 

Vamos con la historia:

Queridos amigos: Prometí á ustedes, en mi última carta, referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano, que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece á la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde á las edades mitológicas y fabulosas de la historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz, y viendo con maravilla un punto como aquél, donde gracias á la altura, las rápidas pendientes y los cortes á plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la naturaleza, hacer un lugar fuerte é inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo á la raya fronteriza, exclamó volviéndose á los que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en dirección á la cumbre:

— De buena gana tendría allí un castillo.
Hito que acompaña el camino.



Oyóle un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba á la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y á riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

— Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo á llevaros mañana á vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, á manera de limosna, contestóle el soberano con aire de zumba:

— Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y, esto diciendo, le apartó suavemente á un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas, por los blancos y flotantes alquiceles.

— ¿Luego me confirmáis en la alcaidía? añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

— Seguramente díjole el rey desde lejos y cuando ya iba á doblar vma de las vueltas del monte; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo, y mañana irás á Tarazona á entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad, y después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió poco á poco hacia la aldehuela de Trasmoz, Componían este lugar quince ó veinte casaquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban á pacer sus ganados al Moncayo. Pasito á pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres ó cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentóse á comerlas á la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir á hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó á despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba á trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo á la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida esta operación, comenzó á lavarse las manos y el rostro, murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco ó seis, y cuando todos hubieron conchudo de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:

— Veo con gusto que sois buenos musulmanes, y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que á sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente, tarde ó temprano, alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando á quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como no comprendiendo adonde iría á parar aquella introducción si no era á pedir una limosna; pero con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su discurso:

Adrián Pereda y su magnífico regalo en una pared de una casa de Trasmoz

— He aquí que yo vengo de una tierra lejana á buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, á la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros venir muchos hombres á hacer las abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: He aquí hombres fieles á su religión; igualmente lo serán á su palabra. De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre á las señales de los corredores del campo, y pronto á encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A tí te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y por último, aquél otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:

— ¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares, entre cuyas peñas estamos acostumbrados á vivir, y á los que tenemos el amor que todo hombre tiene á la tierra que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se encuentran presentes.

— Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí, respondió el viejo impasible; cuando el sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

— ¿Y cómo puede ser eso, dijo entonces el pastor, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

— Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano, insistió el extraño personaje, á quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

— ¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores. Porque á tal castillo tal alcaide.

— Yo lo soy, tornó á contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando á sus risueños oyentes con una sonrisa particular. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

— ¡Nada menos que eso! —se apresuraron á responderle—. Pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche á cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arcángeles de la noche velen á vuestro alrededor con sus espadas encendidas! Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo á carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y trasparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica, y echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, á entrarse fría y oscura. De pico á pico de la elevada cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parecían haber esperado á que se ocultase para comenzar á removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas, iba poco á poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario, asomaba la luna, redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó á un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último á la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver á intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado á la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado, lo verán claro más adelante, debía ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado á la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde aquel aéreo asiento comenzó á pasear la vista á su alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y á medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche que parecía de metal, y era á modo de linterna, y á medida que frotaba, veíase como lumbre sin claridad, azulada, medrosa é inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, á cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó á hojear el libro que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas de libro llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese á alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, á todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó á percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban á la vez, y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un oscuro triángulo con un ruido semejante. Mas lo particular del caso, era que allí á nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión ó ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar á los que sólo á sus ojos parecían visibles, y satisfecho sin duda del resultado de su primera operación, volvió á la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó á dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando, acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones distintos. El viejo, que á medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros, había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio un soplo á la vela verde, y despojándose de las antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado, y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose á la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados á su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes.

Lo que queda del castillo

— ¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero, suave como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó á hacerse espantoso como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando é irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita á un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, é impulsadas de una fuerza oculta é interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos á hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese á rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron á saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes á una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante á sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, é iban formando una cerca altísima á manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

— La obra adelanta. ¡Ánimo! ¡ánimo! murmuró el viejo; aprovechemos los instantes, que la noche es corta, y pronto cantará el gallo, trompeta del día. Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose á otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

— Espíritus de la tierra y del fuego; vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había espirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó á oir un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruzan al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas, y resuena metálico y sonoro el choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte á enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

El imponente Moncayo

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron á sacudir las plumas y á saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía á su corte haciendo pequeñas jornadas, y que accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo, y después de poner en un pie como las grullas á su servidumbre, se dirigía á los jardines de palacio. Aún no había pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes, todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

— Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fué una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora é interrogante á los que estaban á su lado, tampoco fué cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma, sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo, exclamó jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular, como solía hacerlo cuando estaba á punto de estallar su cólera:

— ¡Pronto, mi caballo más ligero, y á Trasmoz; que juro por mis barbas y las del Profeta, que si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que le han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar á lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta á la vista hasta que se llega á su cumbre. Tocaba el rey casi á la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir á su encuentro al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, mientras él, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar á que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba á su soberano:

— Señor, yo he cumplido ya mi palabra; á vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

— Pero ¿no es fábula lo del castillo? — preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, á cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.
Aquí esperaba la llegada del periódico



— Dad algunos pasos más y le veréis, respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos pasos más el soberano; llegó á lo más alto de la Ciezma, y en efecto, el castillo de Trasmoz apareció á sus ojos, no tal como hoy se ofrecería á los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir á verlo, sino tal como fué en lo antiguo, con sus cinco torres gigantescas, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

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Al llegar á este punto de mi carta, me apercibo de que, sin querer, he faltado á la promesa que hice en la anterior, y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir á ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz, y sin saber cómo les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que se ha enredado en el pico de la pluma: merced á ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido á contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

Entrada del monasterio

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La Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba tienen recogidos todos los audios de las cartas leídas por Bernardo Ríos.

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lunes, 15 de abril de 2024

VALLADOLID, ARTE EN LA CALLE

Lo profundo es el aire

 Cada vez aprecio más la escultura urbana y me gusta ver cómo las ciudades, en general, van ampliando la oferta e incorporando obra de todos los estilos, no solamente la de corte realista y reproducción de figura en homenaje a tal o cual personalidad destacada. En este sentido, no es lo mismo pasear por una de las grandes capitales del mundo que por una ciudad de provincias, pero en cualquiera de ellas podemos encontrar siempre algo que nos sorprenda y agrade. 

Prácticamente nada más llegar a Valladolid, lo primero que hice fue acercarme a la obra de Chillida. Las conexiones de todo tipo que tenemos en casa con ella son especiales y era una visita obligada. Por desgracia, cuanto se ve en la fotografía que abre este comentario es lo que se podía ver. Las obras de limpieza y rehabilitación en el exterior de la iglesia de san Pablo han obligado a protegerla.

Pero si ya sabéis de dónde procede el título de la obra del exportero de la Real Sociedad, que esa es la conexión fundamental en este caso —no la personal—, se me hacía obligatorio acercarme hasta el pequeño estanque donde Jorge Guillén se divierte jugando a los barquitos con la infancia.  

Jorge Guillén y la infancia

Claro, si empezamos a tocar el mundo literario, Valladolid es algo así como sinónimo de Zorrilla. Y este monumento, por representar lo que representa, el autor del don Juan más famoso de la literatura española, por estar situado donde está y porque será uno de las más antiguos de la ciudad, es, posiblemente, el monumento homenaje a una persona real más conocido por la ciudadanía propia y por la ajena.


La conexión literaria, de fuerte raigambre en la ciudad del Pisuerga, nos lleva inmediatamente a otras dos esculturas mucho más recientes, la de Miguel Delibes, a pocos metros de la anterior, justo a la entrada del parque Campo Grande


y la de Rosa Chacel, en la Plaza del Puente, muy cerca de donde se encuentra la de su compañero de generación, la de Jorge Guillén (también hay un busto de la escritora en el Campo Grande).


Exactamente cien años —conexión temporal—después de que naciera Rosa Chacel, Faustino Aizkorbe —conexión vasco-navarra— dejó está abstracción en acero corten A la amistad, Stella III. Se encuentra al final de la calle Héroes de Alcántara.

La conexión vasco-abstracta nos puede llevar unas pocas calles hacia el este, hasta la entrada a la Fundación Segundo y Santiago Montes, en la calle Núñez de Arce, donde nos encontramos con este Retrato de un gudari llamado Odiseo obra de Oteiza, que, por cierto, no es la única que existe en las calles de la ciudad.


Y el capricho del azar quiso que mientras me encontraba por allí, en el Museo Patio Herreriano estuviera la exposición temporal "Vanguardia y destino" donde se puede ver otro Retrato de un gudari llamado Odiseo. Conexión absoluta.


Pero no quedan ahí los caprichos conectivos del azar. En la misma exposición, dos salas más allá de la anterior, asomaba la cola de la ballena más famosa de la historia de la literatura, Moby Dick, de Adolf o Adolfo Schlosser, que toda la vecindad de la plaza José Mª Sert de Donosti ve diariamente cada vez que se asoma desde su casa. 


Y continuando dentro del ambiente de la abstracción, en la otra orilla del Pisuerga se encuentra, junto al parlamento de Castilla y León, esta obra mucho más colorista y de tendencia vertical, Metamorfosis, del murciano Cristóbal Gabarrón


Entre la abstracción y el figurativismo nos podemos dejar encantar por esta pareja con la que casualmente me encontré cuando iba de camino hacia la Museo Casa de Cervantes. Se titula, precisamente, Encuentro, y es obra de Feliciano Álvarez Buenaposada.


Muy cerquita de este gozoso Encuentro se produjeron estos otros tres, de estilos muy diferentes, pero los tres llenos de encanto, todos ellos en la plaza de España:

Escenas del mercado, de Gonzalo Coello Campos

Homenaje al voluntariado social, de Eduardo Cuadrado

La bola del mundo, de Ana Jiménez

Hubo más encuentros, resultado de todo tipo de conexiones, pero no quiero abusar de vuestra paciencia. Eso sí, si el arte urbano os interesa y tenéis intención de pasar por Valladolid, podéis utilizar la página de Arte en la calle o la de Arte en ValladolidCualquiera de las dos puede realizar el servicio de guía para indicaros qué ver y dónde. 

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