El 10 de diciembre de 1948, sólo tres años después de que terminara la Segunda Guerra Mundial y sumido el mundo en plena guerra fría, la Organización de las Naciones Unidas da a conocer un texto fundamental para la historia de la humanidad: la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Resulta admirable que, en aquellas condiciones, la humanidad fuera capaz de producir una declaración de semejante alcance, en la que se recogen y explicitan los que hoy reconocemos como derechos inalienables de las personas y que, por desgracia, aún no son reconocidos en todos los estados.
Es, sin duda, el documento más valioso que ha producido la humanidad en su largo peregrinaje hacia el reconocimiento del otro. Para ello fueron necesarios otros documentos, desde el Código de Hammurabi hasta las distintas declaraciones de derechos durante la Revolución Francesa. Y fueron necesarios muchos esfuerzos colectivos e individuales, y muchos libros previos y muchas discusiones, y también mucho dolor y mucho sufrimiento.
Y lo que más admiración, casi perplejidad, me produce, es que sea un texto colectivo, un documento producto del acuerdo, resultado del diálogo y el intercambio colectivo de esfuerzos, no entre dos, ni entre doscientas veces dos, sino entre naciones, ninguna de las cuales hoy osa ponerla -la declaración- en tela de juicio, aunque muchas pretendan ningunearla.
(La imagen que aparece está tomada de la publicación de la Declaración Universal de DDHH que realizó Amnistía Internacional en 1989)
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