La edición, como siempre en Vaso Roto, está muy bien cuidada y, como ya he dicho en otras ocasiones, es un lujo disponer en un tomo de la obra completa de quien sea. De las virtudes de Bishop como poeta habla todo el siglo XX y gente tan sabia en temas poéticos como Octavio Paz o R. Lowell. Yo lo que quiero destacar es la aguda mirada de su traductora, que ha compuesto un prólogo bellísimo y lleno de claridad e inteligencia.
Comparto con ella la opinión de que "El pez" es un extraordinario poema, uno de esos que en una primera lectura tal vez no acabemos de apreciar en toda su profundidad; pero solo necesitamos volver a él, una o más veces, e ir descubriendo que se trata de un texto muy rico en su forma y en sus significados, tanto como para no querer abandonarlo.
Atrapé un enorme pez, y lo sostuve en el costado de la barca,
la mitad fuera del agua, con mi anzuelo
enganchado en la comisura de su boca.
No luchó.
No lo habría hecho de cualquier modo.
Todo él era un peso resoplando,
abatido y honorable
y modesto. Su parda piel
colgaba en tiras por todas partes
como un empapelado antiguo,
y su diseño en marrón más oscuro
parecía un empapelado:
formas de rosas plenamente florecidas
manchadas y perdidas en el tiempo.
Estaba salpicado de percebes,
e infestado
de pequeños blancos piojos de mar,
y debajo, colgándole, dos o tres
tiras de alga verde.
Al inhalar sus branquias
el terrible oxígeno
—las aterradoras branquias,
Frescas y crispadas de sangre,
capaces de cortar tan gravemente—
pensé en la blanca carne áspera
compactada como plumas,
las espinas grandes y las pequeñas,
los dramáticos rojos y negros
de sus brillantes vísceras.
y la rosada vejiga natatoria
como una enorme peonía.
Lo miré a los ojos
bastante más grandes que los míos,
pero menos profundos y amarillentos,
los iris forrados y embutidos
en papel de estaño deslustrado
vistos a través de las lentes
de la vieja rayada gelatina.
Se movieron un poco, pero no
me devolvieron la mirada:
era más bien como una inclinación
de un objeto hacia la luz.
Admiré su rostro taciturno,
el mecanismo de su quijada,
y entonces vi
que de su labio inferior
—si pudiera llamarse labio—
triste, mojado, como un arma,
colgaban cinco trozos viejos de sedal,
o cuatro y un alambre
con el emerillón aún amarrado,
los cinco anzuelos grandes
bien afianzados a la boca.
Un sedal verde, raído en el extremo
donde lo había roto, dos sedales más pesados
y un fino hilo negro
aún rizado por el esfuerzo y el chasquido
cuando se rompió y escapó.
Como medallas con cintas
deshilachadas y vacilantes,
una barba de cinco pelos de sabiduría,
colgaban de su quijada dolorida.
Lo miré y lo miré
y la victoria colmó
la pequeña barca de alquiler,
desde un charco de sentina
donde el aceite formaba un arcoíris
alrededor del motor herrumbroso,
hasta el oxidado naranja del balde,
las bancadas agrietadas por el sol,
los escálamos en sus toletes,
las regalas... ¡hasta que todo
fue arcoíris, arcoíris, arcoíris!
Y dejé escapar al pez.
Toda una lección de amor a la naturaleza y un singular esfuerzo por hacernos ver que alcanzamos la belleza cuando realmente somos capaces de comprender el valor que la vida tiene en todas sus formas.