Mostrando las entradas para la consulta NIETZSCHE DESCOMPLICADO ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta NIETZSCHE DESCOMPLICADO ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

martes, 18 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 15

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Existe entre algunos grupos, —ciertamente minoritarios, pero peligrosos— la convicción de que Nietzsche es algo así como el padre de la ideología nazi. Desde luego, no encontraremos nunca en un manual medianamente serio ninguna alusión al tema, pero explícanos, por favor, para que quede claro el asunto, por qué Nietzsche no es un nazi ni nada que se le parezca.

En primer lugar, aunque esto parecerá a algunos una fruslería, porque –muy repetidas veces– echa pestes del nacionalismo y del socialismo, y «nazi», recuerdo, es abreviatura de «nacionalsocialista».

Yendo al meollo, si Nietzsche abomina de algo es justamente de esos colectivismos o gregarismos que encarnan el instinto de rebaño. Es ese instinto el que nos ha llevado al nihilismo reactivo en que habitamos, el que ha enfermado al ser humano, poniéndolo al borde del abismo, asqueado y aburrido de sí mismo.

Ayer escuché dos respuestas distintas al padecimiento del cáncer: «no me ha enseñado nada», «me ha llevado a no creer en nada»; la primera es la conclusión sana de quien está vivo; la segunda, muy de la época, es, sin embargo, la insana interpretación de un nihilista, de quien, antes creyente en no se sabe qué, descubre por fin que la vida (humana) era esto. No olvidemos que uno de los tópicos supuestamente sabios de nuestro tiempo –y tópico implica gregario– relativos al cáncer, aparte del de «luchar contra él», es el de aprender algo. No dudo de que se pueda, aunque tampoco es obligado hacerlo. Ahora bien, aprender a descreer, significa conservar una fe incólume en la nada, más que en la vida (humana). Haber luchado tanto para esto…



Es, no obstante, innegable que el nacionalsocialismo utilizó a Nietzsche como pensador y profeta suyo. No sucedió esto por casualidad sino por causa de que Nietzsche, más o menos desde que perdió la razón, en 1889, se había convertido en una figura de referencia excepcional, en una figura de culto, imposible hoy de imaginar en el caso de alguien a quien consideramos filósofo. La historia es larga y complicada. Intentaré esquematizarla.

Entre 1890 y 1945, en que, con la derrota del nazismo, que había usufructuado su fama, Nietzsche pasa a ser persona non grata, el filósofo fue tenido por profeta, fundador de una religión, héroe y hereje, revolucionario, etc., figura, en cualquier caso, ante la que había que tomar posición.

El culto a su persona y a su pensamiento, o a algunas de las ideas más conocidas de este, provenía de lados muy diversos y hasta antagónicos. El carácter aforístico de su obra, en apariencia abierta a interpretaciones multiformes y heterogéneas, propició ese interés tan variopinto. La juventud culta de clase media, las vanguardias de los años noventa eran en principio las más afines, pero también tuvo seguidores en el psicoanálisis, y en el nuevo siglo, en el expresionismo, entre músicos (R. Strauss, G. Mahler), escritores (H. von Hofmannsthal, los hermanos Mann, A. Döblin o R.Musil) y hasta en el feminismo (L. Braun o H. StöckerH. Stöcker), los judíos en general y el sionismo (C. Seligman, M. Buber, F. Rosenzweig; Th.Herzl, M. Nordau).

Ya en los años ochenta –Nietzsche da cuenta de ello en sus escritos– ciertos círculos racistas y nacionalistas se declaraban seguidores de él. La noción nietzscheana del «superhombre», del que nada sabían, junto con el extracto darwiniano de la supervivencia de los mejor adaptados, de los más fuertes, los combinaban en el delirio de la crianza de una raza superior. Que Nietzsche maldijera una y otra vez, y aún otra más el racismo, el nacionalismo, el antisemitismo, toda clase de colectivismo o gregarismo, que modificara la lectura que Darwin hacía del evolucionismo justamente con su concepción del Übermensch, que no tiene por qué entenderse en alemán como superhombre, ni, en consecuencia, traducirse así, todo eso, a los adictos a un culto les trae sin cuidado.

Fueron E. Bertram y L. Klages quienes proporcionaron ideas más elaboradas, discursos mucho más trabados que configuraron los orígenes místicos del nacionalsocialismo. El primero hizo de Nietzsche un mito, profeta germánico, leyenda nacional de la nueva derecha alemana; el segundo le endilgó un vitalismo antirracionalista que era el suyo.

Eso, en los años diez y veinte. Luego, A. Bäumler, filósofo nazi, en su libro sobre Nietzsche, a quien considera en esencia un pensador político, acentuó la importancia de la voluntad de poder, entendida en el sentido más trivial, que no es el adecuado, mientras rechazaba el eterno retorno, expediente de decisión práctica, que le resultaba demasiado meditativo y suave, demasiado estoico para lo que pretendía justificar.

Para A. Rosenberg, otro de los pensadores nazis, Nietzsche era un revolucionario cuyas ideas solo podrían ser comprendidas en el mundo nazi. Coincidían, el filósofo y los nazis, en rechazar la sociedad burguesa, el liberalismo, el socialismo, la democracia, el igualitarismo, la moral cristiana y el racionalismo, pensaban ellos. Coincidían en lo que rechazaban; deducían de ahí que también sería nietzscheano lo que ellos afirmaban. — Así sigue habiendo grupos neonazis que se reclaman seguidores de Nietzsche. Hace no muchos años se presentaron un grupo de radicales de extrema derecha en un congreso de la Sociedad Española de Estudios sobre Nietzsche, esperando encontrar entre los estudiosos sus almas gemelas.

Entre los nazis, sin embargo, hubo gente suficientemente informada que sabía muy bien que Nietzsche no tenía nada que ver con ellos. E.Krieck, importante ideólogo del régimen «observó sarcásticamente que si se pasaba por alto que Nietzsche no era ni socialista ni nacionalista, y que además era enemigo de todas las teorías racistas, en ese caso, sí, el filósofo podría haber sido un teórico
eminente del nacionalsocialismo.» (Véase K. Gauger, «El culto a Nietzsche en Alemania», Estudios Nietzsche, nº 7.)


Nietzsche no mata a Dios, Nietzsche no desmonta la moral cristiana, Nietzsche no desacredita el conocimiento; él simplemente expone lo que está sucediendo, y hace una crítica de la metafísica –de los discursos dados por válidos– que está impidiendo que todo eso se vea. Por ello repiensa lo que sea el lenguaje, la naturaleza del ser humano y el sentido de la cultura, fundamentalmente a través de la rectificación y la reintegración de las polaridades que el lenguaje falsamente ha introducido en el mundo: cuerpo / alma, naturaleza / cultura, sujeto / acción, hecho / interpretación, literal / metafórico, verdad / error, bueno / malo, moral / inmoral, etc., etc. — Qué tenga eso que ver con la barbarie programada del nazismo es algo que a uno difícilmente se le alcanza.


Aquí dejamos, de momento, la descomplicación de Nietzsche. 

***


martes, 11 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 14

#Nietzschedescomplicado#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Querido Jesús, me preguntabas el otro día qué leer de Nietzsche, por dónde comenzar, si es que había alguna vía adecuada de acceso al «complicado –por no decir maldito– Nietzsche».

Libros de una pieza son El nacimiento de la tragedia y Así habló Zaratustra, y eso lleva a que –junto con otras razones– se piense que han de ser lo primero que leer. Así habló Zaratustra sería una buena lectura desde un punto de vista literario, es lo más poético que Nietzsche haya escrito; ahora que leérselo a los niños antes de dormir, tampoco sé si es una buena opción… Eso sí, entender el pensamiento de Nietzsche con el Zaratustra es difícil, muy difícil. Nietzsche no es el fundador de una religión.

El nacimiento de la tragedia es la primera obra que Nietzsche publicó, y por ello, desde un punto de vista cronológico, hay quien la elige para comenzar. Sin embargo, es una obra compleja, densa, con muchas referencias ocultas…, que en la edición de Alianza, la más famosa, se enrarece aún más por el sesgo de las notas que la acompañan, que de Nietzsche hacen un epígono de Schopenhauer. En cualquier caso, no me parece demasiado recomendable para iniciarse en la lectura de Nietzsche.

Es curioso, pero los demás libros, no de una pieza, sino de muchos aforismos, pensamientos sueltos o breves ensayos (dejando de lado De la genealogía de la moral) no parecen considerarse puertas francas al conocimiento del filósofo. Seguimos necesitando cierta unidad. ¿Cómo voy a ser yo, lego en la materia, capaz de dotar de unidad a un conjunto dizque disjunto de ocurrencias a veces estrambóticas, otras chocantes, siempre paradójicas o insustanciales…? Así que nos vamos al libro «de verdad».

Hay un texto de 1873, un texto breve y sencillo, muy pedagógico y a la vez personal en que Nietzsche nos ofrece su visión de los comienzos de la filosofía en la Grecia antigua, la de los filósofos preplatónicos; con Platón la cosa cambia. Se trata de La filosofía en la época trágica de los griegos, proyecto inacabado del que nos han quedado las secciones dedicadas a Tales, Anaximandro, Heráclito, Parménides y Anaxágoras, unas 75 páginas en la edición alemana de bolsillo. (Hay traducción de L. E. deSantiago Guervós en Tecnos.) Es un texto claro en que Nietzsche presenta el pensamiento «como captación intuitiva de lo sensible previa a su elaboración racional y discursiva», nos explica D.Sánchez Meca en la introducción del vol. I de las Obras Completas. Dicho de otra manera, Nietzsche intenta vincular vida y pensamiento, vida personal particular y pensamiento de quien tiene o lleva esa vida.


Todo ello de manera breve, no exhaustiva, limitándose a algunas ideas centrales y a algunos episodios vitales: «han sido seleccionadas las enseñanzas en las que resuenan todavía con gran fuerza los rasgos personales de un filósofo […] Se puede ofrecer la imagen de un hombre con la ayuda de tres anécdotas; de cada sistema trato de extraer tres anécdotas, y dejo de lado el resto», que solo servirían para aburrir, explica Nietzsche en su introducción.

La personalidad el filósofo es «el aspecto eternamente irrefutable»: tal es la premisa de esta breve historia de algunos pensadores preplatónicos. Como es de imaginar, dados estos presupuestos, el autor de la historia –Nietzsche– se inmiscuye en ella –nos la cuenta personalmente–, y descubrimos que Heráclito es su principal inspiración, su mentor cimero. — Pero no voy a destripar la película, digo: el delicioso librito sobre los comienzos de la filosofía, que resuenan aún en nuestros cuerpos.

Otro texto inacabado del mismo año, Sobre verdad y mentira en sentidoextramoral, poco más de veinte páginas, nos dan una buena idea de cómo entiende Nietzsche ya en esos años jóvenes –no tenía aún treinta– el ser humano, el conocimiento, el lenguaje y la verdad, por citar algunos de los asuntos centrales de su pensamiento. Exige una lectura cuidadosa, liberada de prejuicios, consciente de la carga retórica del texto, pero es un comprimido ideal del núcleo de su filosofía. 

Para contribuir a su mejor lectura, advierto que Nietzsche no dice que no exista la verdad, sino solo cierta concepción de la verdad, de la que ya hablábamos en entregas anteriores de esta serie, la que podría llamarse «verdad metafísica». Queda una verdad más humana, que va variando, que no es absoluta, y que, en cualquier caso, no vence a la negativa a aceptarla, porque más allá –o más acá– de la verdad está el poder, y es este en última instancia el que sanciona qué verdad vale y cuál no.

Tampoco dice que haya de volver el ser humano a la intuición y a la animalidad, que el lenguaje sobre y la ciencia sea inútil… No lo dice, aunque nos veamos tentados a deslizarnos por esa pendiente. No, no es Nietzsche un irracionalista. Intenta, frente a un racionalismo excluyente, triunfante en el ámbito del pensamiento, reintegrar nuestra animalidad, nuestra corporalidad a nuestra espiritualidad, enriqueciendo así la racionalidad.


Por último, puede ser interesante leer las páginas (unas sesenta) que el propio Nietzsche dedica a comentar sus obras en su «autobiografía» intelectual, Ecce Homo o cómo llega uno a ser lo que es (edición de M. Barrios Casares en Tecnos).




He de agradecer a Iñaki Marieta, buen conocedor de Nietzsche, a más de nietzscheano de siempre, las ideas de que aquí me he valido para ofrecer un camino real al pensamiento del filósofo sajón.

***



martes, 19 de marzo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 3

Fuente: Wikipedia
#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

En esta tercera entrega sobre la obra y el pensamiento de Nietzsche el profesor Aspiunza profundiza sobre el tema de la anterior, la cuestión de la aportación.

¿Qué nos aporta Nietzsche o qué no nos ha aportado Nietzsche?

Decíamos ayer que uno de los dogmas pretendidamente apodícticos de nuestra época es que «la verdad no existe», y que eso lo dijo Nietzsche. Quien dice eso, lo dice –naturalmente– con pretensión de estar diciendo una verdad rotunda e incontrovertible, ignorante de que una afirmación así se desmiente a sí misma.

En cualquier caso, lo que aquí nos interesa es si Nietzsche lo dijo o no; o, mejor: qué dijo Nietzsche.

A Nietzsche hay que leerlo con cuidado, con sumo cuidado, es decir, teniendo muy en cuenta el contexto, porque su estilo prima en buena medida la hipérbole y la imagen plástica y aislada que salta a la vista. Así las cosas, habrá algún lugar en que se pueda aislar la frase «la verdad no existe», como hay un lugar en que se puede amañar la pareja explicativa de nuestro dogma: «todo es interpretación» —. Pero eso no es lo que Nietzsche dijo.

En un texto póstumo llamado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral es donde Nietzsche presenta su primera crítica de la noción de «verdad» dominante hasta el momento. Y esa va a ser la verdad que no exista: la verdad, llamémosla, metafísica. Si confiamos en que el lenguaje o la ciencia puedan decirnos todo lo que hay y con todo detalle, nos engañamos: eso no es posible.

El lenguaje apunta algunos aspectos de las cosas, algunos aspectos que de la realidad afectan a nuestros sentidos y para los cuales hemos heredado palabras de la tradición. Hoy día sabemos muy bien que para otros aspectos, que vamos descubriendo, no disponemos de léxico, a veces incluso no disponemos ni de ojos u oídos; son los nuevos instrumentos los que nos permiten saber de su existencia. Aprendemos a sentir, percibir cosas nuevas, y vamos poniéndoles palabras con que significar dichas experiencias. Así pues, podemos imaginar que es infinito el espacio de lo que no sentimos, de lo que no nombramos. Por eso, entender la verdad como representación o reproducción de la realidad es un tanto pretencioso. Sin embargo, esa es la noción de verdad que se tenía en la época de Nietzsche, y se sigue teniendo en buena medida en nuestra época, digamos, en la calle; lo que se entiende por verdad en el lenguaje cotidiano.

Un ejemplo: yo digo que X es simpático; tú dices que es un borde. Solo una de las dos afirmaciones parece que puede ser verdad, como si X fuera de una pieza y se conservara siempre igual. Para un niño es difícil aceptar ambas sentencias: si para él ha sido X simpático, lo otro es una afrenta. Cuando crecemos un poco, empezamos a entender que conmigo X ha podido ser simpático, pero quizá en alguna ocasión (u ocasiones) contigo se ha mostrado borde: las dos cosas son posibles. Sobre todo en lo que hace a los juicios sobre personas, sobre grupos, sobre ideas, etc. —es decir, no en juicios relativos a cosas materiales relativamente sencillas que mantienen un modo de ser homogéneo en el tiempo—, repito, en los juicios relativos a cosas complejas y variables, la perspectiva es fundamental.

Eso es lo que Nietzsche viene a decir: si por «verdad» pretendemos concebir la copia en palabras de la realidad aludida, entonces, esa «verdad» no existe, no ha existido nunca. Hay ejemplos sencillos que parecen, no obstante, confirmar la validez de esa noción de «verdad»; digamos: «esa mesa tiene tres patas», si la mesa tiene efectivamente tres patas, es verdad indiscutible, de la que se podría deducir que «verdad» es la correspondencia entre palabras y situación de la realidad.

Pero si volvemos al ejemplo de X «borde» y X «simpático» nos damos cuenta de que en diversos momentos del tiempo o en relación a diferentes personas ambas pueden ser verdad. Y eso hasta extremos brutales.

Estos días se habla de una película, La zona de interés, sobre Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, modernizador de la industria del exterminio: su hija lo recuerda con extraordinario cariño. ¿Significa eso que no era un… criminal despiadado? Sabemos que no. Reconocemos sin ambages la posibilidad de que diferentes perspectivas den lugar a verdades distintas; otra cosa es que en el caso de Höss el cariño de la hija no lo tengamos en cuenta para endulzar la imagen de su padre, sino incluso para lo contrario, agravar su responsabilidad.

Sobre las cosas complejas, por ej., una persona, una relación entre personas, una situación plural, etc., no tiene por qué haber una verdad única; pueden ser ciertas consideraciones diversas. De hecho, en De la genealogía de la moral Nietzsche señalará que «cuanto mayor sea el número de ojos distintos con que sepamos mirar una cosa, cuanto mayor sea el número de afectos a los que dejemos hablar acerca de una cosa, tanto más completo será el “concepto” que nos hagamos de esa cosa, nuestra “objetividad”». La acumulación de perspectivas, de puntos de vista es la que entraña un acercamiento a la verdad de lo real, sin que esto sea por completo alcanzable.

Ya desde la época de Nietzsche, imagino que al ir surgiendo una mayor conciencia del carácter perspectivista de la experiencia, se ha ido dejando de creer en la verdad; añadiríamos ahora: en ¡la verdad única! Como los movimientos humanos suelen ser pendulares, en nuestra época hemos llegado al disparate ese de «la verdad no existe». En la práctica, poco lógica ella, se suele decir que «no hay una verdad única, sino que cada uno tiene su verdad».

Esto, cogido con pinzas, o con una armazón más sólida, podría sostenerse; se parece a lo que he estado explicando hasta aquí. Suele ser, sin embargo, una negación absoluta de la realidad, que se complementa con «todo es interpretación». «¡Ya lo dijo Nietzsche!»

Nietzsche llama «interpretación» a ese filtrar la realidad a través de nuestros sentidos y la armadura del lenguaje, a ese dejar que la realidad se nos asimile en el cuerpo y la mente, revelándosenos. Mas, insisto: la realidad.

Así pues, no es interpretación lo que uno decide interpretar, lo que uno quiere ver, lo que se le pasa por el magín proveniente de sus fantasías, fantasmas o fantasmagorías, o sea, lo que conviene a los prejuicios, ideología, creencias y convicciones; eso no son interpretaciones, son meras opiniones, sin verdadero fundamento.

No hay, pues, verdad única, pero tampoco son infinitas las verdades, ni cada ser humano tiene su verdad absolutamente peculiar, puesto que nuestros cuerpos, con sus pequeñas diferencias, tienen ojos, oídos, tacto, etc., y los conceptos y categorías lingüísticos de que nos valemos son, con sus pequeñas diferencias, comunes y compartidos. Por eso mediante el diálogo es posible llegar a comunicar verdades perspectivas y a participar de una verdad relativamente «objetiva», y no solo en el caso de expresiones cuantitativas, que son las que por principio reconocemos como «objetivas».
 

***


martes, 2 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 5

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Seguimos avanzando en esta entrevista por entregas con la que queremos realizar una aproximación al pensamiento de Nietzsche. Dado lo popular del tema, no podíamos dejar de lado la cuestión y, sin abandonar el humor, la pregunta apareció inmediatamente.


¿Mató Nietzsche a Dios?

¡No! ¡Para nada! Nietzsche atestigua que Dios ha muerto. Y se pregunta «pero ¿quién lo ha matado?». En otoño de 1881 el tremendo acontecimiento es algo que «todavía no ha calado en los oídos y en los corazones de los hombres». Han sido los hombres, sí, quienes lo han matado, mas todavía no lo saben.

No es Nietzsche quien inventa la expresión de la muerte de Dios. Ya a principios del siglo XIX hablaba Hegel de que la religión se vivía –entre los creyentes– como si Dios estuviera muerto. Y un autor a quien suponemos que Nietzsche leyó, Philipp Mainländer, pocos años mayor que él, había hablado también de la muerte de Dios, bien es cierto que en términos en principio muy diferentes, pero que, conociendo a Nietzsche, perfectamente podrían haberle inspirado.

Mainländer había nacido tres años antes que Nietzsche, en octubre de 1841, y murió, ahorcándose, en abril de 1876, justo al recibir los primeros ejemplares de su gran obra, Filosofía de la redención. Esta obra propone una filosofía inmanente, y se divide en epistemología, física, estética, ética y política, completadas con una metafísica cuya primer asunto es Dios, la desaparición de Dios en nuestro mundo.

Mainländer –naturalmente– se abstiene de hablar de Dios. Señala simplemente que en un mundo plural y dinámico, no tiene lugar un Dios que sea una unidad simple y esté en reposo absoluto. De ello deduce que ese Dios ha debido de decidir –es la única manera que tenemos de entender su desaparición– «aniquilarse por completo, cesar de existir». O, mejor, hacerse pedazos en un mundo, de tal modo que este «dispersarse en la pluralidad», ser mundo, viene a ser la manera de dejar de ser… Dios.

Nietzsche también atribuye cierta colaboración reflexiva en la muerte de Dios: es la propia veracidad que el cristianismo ha promovido y cultivado la que lleva al buen cristiano a dejar de creer en Dios. Creer en Dios deja de ser honesto. Su encarnación principal sería el espíritu científico, por definición, descreído.

Mas lo que en Mainländer es como un cuento –metafísico– de hadas en Nietzsche es cosa seria. Por un lado, es verdad, la muerte de Dios implica la liberación del ser humano; por otro, comporta una amenaza, un peligro. Amenaza y peligro que se pueden atisbar sin más que darle la vuelta al elemento positivo: ¿qué hacer con esa libertad ganada con la desaparición de Dios?

Antes de nada conviene recordar que el que ha muerto es el Dios cristiano; pueden llegar otros dioses…

Además, Dios no solo es el vigilante del ser humano, es también y sobre todo el horizonte de sentido que ha estado dotándonos de suelo y perspectiva durante siglos a los europeos, a Occidente.

«¿Dónde está Dios? ¿Qué hemos hecho?, ¿es que nos hemos bebido el mar? ¿Qué esponja era ésa con la que hemos borrado el horizonte entero que había a nuestro alrededor? ¿Cómo hemos logrado que desaparezca esa línea fija y eterna a la que hasta ahora remitían todas las líneas y medidas, con la que hasta ahora operaban todos los arquitectos de la vida, sin la cual parecía no haber ni perspectiva ni orden ni arquitectura alguna? ¿Seguimos sosteniéndonos de pie? ¿No nos caemos de continuo? ¿Y en cierto modo hacia abajo, hacia atrás, hacia los lados, para todas partes? ¿No es el espacio infinito lo que nos hemos puesto encima como si fuera un manto de aire helado? ¿No hemos perdido la fuerza de gravedad, al no haber ya ni arriba ni abajo?, y si seguimos viviendo y bebiendo la luz, en apariencia como siempre hemos vivido, ¿no es en cierto modo gracias a la luminosidad y al brillo de estrellas que están ya apagadas?», anotaba Nietzsche en el ya citado octubre de 1881.

Como se ve, a Nietzsche le preocupan las consecuencias de la muerte de Dios, «esa larga profusión y sucesión de derribo, destrucción, hundimiento, derrumbe que nos espera» (GC 343), y en los que aún –diría yo– andamos inmersos y perdidos o ahogados.

La muerte de Dios es el fin de la moral cristiana, que ahora mismo sigue convulsionando, herida de muerte pero por largo tiempo coleando y dando vida a variantes aberrantes como la moral del victimismo o la más general política de identidades, hijas ambas del resentimiento cristiano. También han aparecido nuevos dioses, sea La Ciencia de que hablábamos ayer, sea La Tecnología, que, como es neutra –dicen– necesita de evangelistas y profetas.

Así pues, seguimos instalados, por más que parezcan ateas las nuevas diosas, en un ambiente de culpa, pecado y vergüenza, como el que pretende imponer la llamada «religión woke», que sería la quintaesencia de lo que nos ha dejado el Dios muerto en herencia, repartido en miles de fragmentos, al retirarse. 

Para Nietzsche en el origen de la moral cristiana está el resentimiento. El resentimiento es la venganza imaginaria de aquellos que no son capaces de actuar, y consiste en primer lugar en decir «no» a otro, a un mundo exterior, 
que sí actúa y sirve de espejo de mi debilidad, de mi impotencia. El cristianismo ha enseñado al débil a culparse a sí mismo, instilando en cada uno de nosotros el azogue de la culpa y la vergüenza, con lo que recondujo –así Nietzsche en De la genealogía de la moral– el resentimiento hacia dentro.

Sea como fuere, hoy día parece que, en forma de victimismo, ha vuelto a encontrar el camino de salida y está determinando el orden social. El impotente ha hallado en el victimismo el rédito a su inacción. Sufría por no saber qué hacer en este mundo y ha descubierto que el sufrimiento cotiza alto en la Bolsa moral de Occidente. Solo tiene que reinvindicar su supuesto carácter de víctima (en la mayoría de los casos, «heredado» de los antepasados) para poder culpar a los demás de su estado, una cuasinaturaleza. Eso supone vindicar la primacía de las emociones o los sentimientos, ya que gracias a ellos se anestesia el tedio vital. La víctima es resentimiento puro, y señala, acusándolo al otro: tal es el gran poder, hoy socialmente sancionado, del impotente. Ocupa una pequeña parcela del mundo que Dios dejó.

Y en esas estamos: tales son algunas de las consecuencias de la ausencia de Dios, que no deben ser para nosotros –termina Nietzsche– tristes ni sombrías: 
«nosotros, los filósofos y los “espíritus libres”, ante la noticia de que el “viejo dios ha muerto” nos sentimos como iluminados por una nueva aurora […] por fin el horizonte nos parece de nuevo libre […] el mar, nuestro mar está de nuevo abierto, quizá no haya habido nunca un “mar tan abierto”…» (GC 343).

***


martes, 7 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 10

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Nos has explicado el contenido del primer tratado y del segundo. Sigamos avanzando. Explícanos, por favor, qué es lo más esencial del tercer tratado.

El tercer tratado de De la genealogía de la moral se plantea la pregunta por el significado de los ideales ascéticos, en el buen entendido de que son estos los que caracterizan la moral cristiana. 

«¿Qué significan los ideales ascéticos? — Para los artistas, nada o muchas cosas diferentes; para los filósofos y los hombres de letras, una suerte de olfato o de instinto para descubrir las condiciones propicias para una espiritualidad elevada; […] para los sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la autorización “altísima” para ejercerlo; por último, para los santos, […] Ahora bien, en el propio hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas diferentes para el hombre se manifiesta la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui: esa voluntad necesita una meta, — y prefiere querer la nada a no querer.» 

Así comienza el más largo de los tres tratados o ensayos que componen De la genealogía de la moral. A lo largo de 28 parágrafos, unas 70 páginas en la edición que estoy examinando, Nietzsche considerará lo que significan –los ideales ascéticos– para los artistas, los filósofos, los sacerdotes y, por último, para la ciencia, y cómo será justamente en la conciencia científica donde se venga a superar dicho ideal ascético (entendido ahora de manera colectiva), al igual que ha sido la pujanza de la veracidad en el cristianismo la que ha llevado a que la moral cristiana se supere a sí misma. 


La expresión «ideal ascético» (o «ideales», como figura en el título) parece ser de forja propia, y para Nietzsche viene a representar el extremo, el ápice de la pretensión moral cristiana. De manera paradigmática, u ostensiva, los encontramos en los votos de las órdenes religiosas: humildad, pobreza y castidad; la manera europea –anotará en apuntes de la época– de aspirar al faquirismo.

Es decir, el ascetismo no es específico del cristianismo, aunque haya llegado a convertirse en uno de sus rasgos esenciales. Tampoco provendría del judaísmo, que no renuncia a la vida por mor de la religiosidad. Del propio Jesús dirán: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Mateo, 11:19).

Max Weber, que tomará el término de Nietzsche, señala en La ética protestante… cómo es la Reforma protestante la que da al ideal ascético el sentido moderno, activo pero mundano, a diferencia del monacal, que era también activo pero apartado del mundo.

No hay, pues, una definición unívoca del ideal ascético, puesto que es una noción histórica, esto es, que va variando a lo largo del tiempo y en los distintos lugares en que aparece. Por eso Nietzsche revisará algunos de los diferentes sentidos que en diferentes figuras posee. Comienza con el artista –podríamos decir–, el caso más básico, menos serio de ideal ascético.

Nietzsche se centra en Wagner, a quien toma como caso ejemplar, o típico. Ciertamente, no de las tres «virtudes» monacales, por supuesto, sino solo de la tercera, de la castidad, que habría llevado en sus últimas obras al escenario.

Es conocida la admirativa amistad del joven Nietzsche con el músico de Leipzig, a quien tanto en El nacimiento de la tragedia como en la cuarta intempestiva, Richard Wagner en Bayreuth, había reputado de músico dionisíaco. En El caso Wagner, por el contrario, representativo del vuelco que la opinión de Nietzsche habría sufrido, lo considera más un retórico, un representante de ideas, que un músico. Pero volvamos a GM III.

«¿Qué significa que Richard Wagner en su vejez rinda homenaje a la castidad?», concretamente en su obra Parsifal. Hubo otra época, «la más fuerte y gozosa, la más animosa», cuando Wagner pensaba en Las bodas de Lutero, donde castidad y sensualidad no exhibían una oposición trágica. Al fin y al cabo, en los seres humanos «mejor hechos y mejor humorados», esa sana contradicción espritualización y sensualización juntas– es uno de los alicientes de la vida; Nietzsche piensa en Hafiz, en Goethe y en Feuerbach, a quien Wagner se había acercado en los años treinta y cuarenta.

«¿Acabó Wagner cambiando de ideas al respecto?», cuando recomienda la castidad contra la sensualidad. Nietzsche no se pronuncia. Lo que sí le parece claro es que acabó queriendo enseñar la castidad, «que obra milagros», como asegurará en Religión y arte, escrito wagneriano de 1880.

Aun cuando pueda haber sido una «veleidad de artista», que no necesariamente se identifica personalmente con el contenido de sus indagaciones artísticas (en las leyendas de la Edad Media), lo cierto –apunta Nietzsche– es que sí halla «un deseo y una voluntad secretos de predicar la marcha atrás, la conversión, la negación, el cristianismo»…

En El caso Wagner da cuenta, sin embargo, más detallada del carácter no dionisíaco de su música, lo que la alejaría de la vida, asociándolo así con el ideal ascético. Wagner habría defendido roda la vida –dice Nietzsche– que su 
«música no suponía solamente música», que su música ¡era más!, «significaba lo infinito».

De ahí que lo considere «el comentarista de la “idea”», dicho sea en sentido hegeliano: «algo que es oscuro, incierto, misterioso; entre los alemanes la claridad es una objeción y la lógica, una refutación». Wagner se inventó así «un estilo que “significa lo infinito”»: «La música como “idea”».

A esa música de enigmas, de símbolos, a esa policromía del ideal; de lo infinito y la significación; de Wotan y el mal tiempo contrapone Nietzsche «la gaya scienza: los pies ligeros; humor, fuego, encanto; la gran lógica; la danza de las estrellas […] el mar en calma — la perfección».

¿Qué significa, pues, el ideal ascético en el artista? «¡Nada en absoluto!»: nada concreto, tantas cosas. No son los artistas lo suficientemente independientes como para que sus valoraciones tengan interés. Así, el cambio en Wagner lo achaca Nietzsche a su embeleso con Schopenhauer, al hecho de que lo tomara por guía. Por razón –esto último– de la soberanía que Schopenhauer adjudicaba a la música: la música sería el arte independiente, que habla el lenguaje de la propia voluntad, «esencia» originaria y primigenia del mundo y de la vida. No nos habla de las cosas concretas de la vida, sino de Lo Profundo, de Lo Infinito.

Y eso hace que el músico se convierta en «oráculo, en sacerdote, […] en una suerte de bocina del “ensí” de las cosas, en un teléfono del más allá, — en lo sucesivo hablaba no sólo de música, este ventrílocuo de Dios, — hablaba de metafísica: ¿qué tiene de extraño el que un día acabase hablando de ideales ascéticos?…»

***


lunes, 3 de noviembre de 2025

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 16

Editorial

#nietzschedescomplicado

 Gracias a Jaime Aspiunza, que nos hace fácil lo difícil, volvemos a Nietzsche, en esta ocasión a través de sus luminosos comentarios sobre Aurora. Este es el primero.


Lecciones de Aurora

            JAIME ASPIUNZA

Entiéndase «lecciones» en el sentido, también, de enseñanzas pero, sobre todo, de lecturas o interpretaciones. Y si las voy haciendo, o dando, es porque Aurora es la obra menos conocida de Nietzsche, a pesar de que el propio autor la considerara fundamental: con ella comenzó su «campaña contra la moral».

No es que Nietzsche sea un inmoral, o un amoral; simplemente se ha propuesto la tarea, el cometido de luchar contra la moral, una moral concreta que es la de las postrimerías del cristianismo, la moral de «la renuncia a sí mismo».

Quizá sea chocante que una obra de título tan luminoso, y esperanzador –el subtítulo es «Son tantas las auroras que aún no han lucido»–, se dedique a la demolición de lo que en nuestra tradición parece lo más sagrado; hoy mismo, en pleno proceso de disolución, se echa en falta justamente esa buena moral antañona.

Quizá sea el título una de las causas de la escasa atención prestada a esa obra germinal: demasiado dulce para lo que de Nietzsche se espera. Aurora es ‘la hora áurea’, tiempo en que el aire parece de color de oro, el principio precioso del día, dorado o sonrosado –como más claramente trasluce el original, Morgenröthe, ‘arrebol de la mañana’–, canto religioso que abre una celebración festiva.

Los tonos, el momento, la connotación poco parecen tener que ver con el que se considera «el Nietzsche auténtico», ese Nietzsche energúmeno que –dicen– ha matado a Dios, pone de vuelta y media a los sacerdotes, el cristianismo, y es sospechoso, con su encomio de la fuerza, de haber inspirado a los nazis y…, probablemente también a los «Ángeles del Infierno». Y es que –también se oye– él quería ser el Fundador de una Nueva Religión.

Aurora propone un nuevo comienzo llevando a cabo la crítica de la moral cristiana o postcristiana, para hacernos ver que dicha moral responde a un «instinto de negación, de decadencia», a «la voluntad de no dejar que aflore la verdad» de que «la humanidad no marcha por el camino correcto» por dar un valor incondicional a lo no-egoísta… Él planteará un egoísmo bien entendido, entre otras cosas porque el susodicho no-egoísmo es bastante egoísta.

Pero esto es lo que, pausadamente, iremos viendo en los siguientes capítulos.

Aurora fue escrito en 1880 y en los primeros meses de 1881; se publicó en julio de 1881. Tres años antes había salido la primera parte de Humano, demasiado humano; en diciembre de 1879, la última, El caminante y su sombra. En 1882 Nietzsche publicaría La gaya ciencia, pensada en principio como continuación de Aurora. Estas tres, cuatro o cinco obras conforman lo que se suele denominar –artificiosamente– el periodo medio de su producción. Mas ajustada es la calificación de obras del «espíritu libre», pues en ellas trata de poner por obra la figura humana así bautizada.

Humano, demasiado humano, Más allá del bien y del mal, De la genealogía de la moral, Crepúsculo de los ídolos, El Anticristo son los títulos propiamente nietzscheanos, los «duros»; El nacimiento de la tragedia, Así habló Zaratustra, una manera de escapar de tales títulos: escapar, sin llegar a ningún sitio. Aurora y, quizás, La gaya ciencia son las obras más alegres, la recuperación del «interés» tras la condena y el sufrimiento de una vida enferma.

La gaya ciencia es frecuentemente visitada o, al menos, citada. De Aurora se oye poco, chirría como título nietzscheano, se diría más bien un nombre cursi de promesas imposibles. Y, sin embargo, es el comienzo del Nietzsche definitivo, el laboratorio de las ideas, donde Nietzsche practica «la exploración genuina», en un tono mucho menos dogmático y esencialista que en sus últimas obras. Como él dirá, exagerando un poco, solo un poco: «Este libro afirmativo no derrama su luz, su amor, su ternura más que sobre las cosas malvadas, les restituye “el alma”, la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir». «No se ataca a la moral, sencillamente no entra ya en consideración…»

Él vio en esta pareja de obras el comentario –¡comentario escrito antes que el texto!– al Zaratustra, que publicaría entre 1883 y 1885. ¡No son, por lo tanto, escritos de una fase anterior, siquiera sea un preludio; son obras extrañamente posteriores, siempre que supongamos que el comentario algo tiene de subsiguiente! — Hay aquí una lógica enrevesada –la que Nietzsche apunta– que deberíamos respetar.

Podemos decir, entonces, que Aurora, La gaya ciencia y Así habló Zaratustra provienen de una matriz común. ¡Veamos cuál!

***
Si quieres la paz, no hables con tus amigos; habla con tus enemigos.  

Moshe Dayan  



Fuente: Wikipedia
Mapa de los conflictos armados en curso (número de muertes violentas en el año actual o anterior):      Guerras mayores (10 000 o más). Palestina, Ucrania, Sudán, Etiopía, Myanmar (Birmania).      Guerras menores (1 000–9 999).      Conflictos (100–999).     Escaramuzas y enfrentamientos (1–99).

martes, 28 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 12

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Tras preguntarse qué significan los ideales ascéticos para el artista y para el filósofo, pasa Nietzsche en la que va a ser la parte más larga –y tal vez la más sobresaliente– del tercer tratado de su Genealogía de la moral, las secciones 11-22, a ocuparse del sacerdote, de los sacerdotes, que han sido los creadores y administradores del ideal ascético, ideal que han convertido en cultura. Así, por mucho que los sacerdotes en sentido estricto hayan pasado a desempeñar un papel secundario en nuestro mundo actual, pervive en él, sin embargo, en la cultura europea, cristiana, una cultura modelada a lo largo de siglos de preponderancia sacerdotal, el sentido que estos le dieron.

Hablo de los tiempos de Nietzsche, pero, como tendremos ocasión de ver, también de los nuestros. Fenómenos que pueden parecernos de pujante actualidad, nos los encontraremos retratados por Nietzsche casi al pie de la letra.


El sacerdote ascético es el verdadero representante de la seriedad, comienza Nietzsche. La seriedad tiene que ver con el valor que dan a esta vida, poniéndola «en relación con una existencia totalmente distinta, de la que resulta contraria y excluyente, a no ser que se vuelva contra sí misma, que se niegue a sí misma; en este caso, el de una vida ascética, se considerará la vida como un puente que lleva a esa otra existencia distinta».

Esta vida es devenir y transitoriedad; la otra, ser y estabilidad eterna. Y aunque la otra sea solo imaginada, tiene, sin embargo, un poder tan extraordinario sobre esta que hace que esta se devalúe y se niegue a sí misma, convirtiendo el ser imaginado en aquello que se debe alcanzar por medio de una actividad incesante orientada por el ideal ascético. Esta vida es un «valle de lágrimas», un error que debemos, no solo refutar, sino durante toda la vida enmendar.

Este modo atroz de valorar, añade Nietzsche, no es una excepción, «es una de las realidades más extendidas y duraderas que existen». La Tierra es el astro ascético por excelencia. El que se dé esa hostilidad tan generalizada contra la vida debe de ser, avanza Nietzsche, en interés de la propia vida; si no, no se entiende nada.


Las últimas líneas del ensayo (y del libro) explicitan la hipótesis nietzscheana: «ese odio a lo humano, más aún a lo animal, más aún a lo material, esa repugnancia a los sentidos, a la propia razón, ese miedo a la felicidad y a la belleza, ese ansia de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, y del ansia misma — ¡todo eso, intentemos comprenderlo, supone una voluntad de nada, una voluntad contraria a la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero no deja de ser una voluntad!…»

Tenemos ahí una pintura más completa de lo que es el ideal ascético: a) repugnancia a los sentidos y a la razón, por cuanto la razón debería hacerse cargo del carácter sensorial del ser humano, no oponerse a él; b) miedo a la felicidad y a la belleza, que siempre parecen engañosas y efímeras ya que lo que llevamos grabado en las entrañas como único valor es la permanencia, y nos resultan más de fiar las situaciones duras y dolorosas; c) ese empeño en buscar el ser, el verdadero ser bajo la apariencia, con el consiguiente desprecio de lo que se muestra y se nos da, ignorado por mor de lo que se cree debería ser, y no es; d) el rechazo del cambio y la transformación, e) en fin, del deseo y de la propia ansia, que redunda en que actúen de modo mucho más ciego e imprevisto que si no se rechazaran por principios morales y configuración sensible-intelectual.

Todo ello es «paradójico en grado sumo», y Nietzsche intenta desplegar la paradoja. Lo que en términos lógicos es una contradicción, «la vida contra la vida», en términos fisiológicos es «un sinsentido»: no puede ser más que aparente, aunque psicológicamente haga de la corporalidad «una ilusión». La corporalidad, sin embargo, es ara Nietzsche el punto de partida de cualquier reflexión; lo que estamos siempre pensando es nuestra naturaleza corporal. Somos un cuerpo que piensa, de donde se deduce que nuestro pensamiento viene determinado por su corporalidad.

En un fragmento de 1885 afirma Nietzsche: «Es esencial partir del cuerpo y utilizarlo como hilo conductor. Es el fenómeno más rico, que permite una observación más clara.» El punto de partida de todo pensamiento o juicio es la sensación… Que sí, que podrá ser engañosa, como se ha repetido una y otra vez, pero si el pensamiento, el juicio concreto no remite a sensaciones concretas que de algún modo –más o menos engañoso– revelan el mundo, entonces ese juicio es puro disparate.

Insisto: para Nietzsche el ser humano es, antes de nada, corpóreo. Y esta corporalidad, negada por la tradición de Occidente, es la que le lleva a rechazar la existencia de conceptos como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí», etc. Estamos siempre situados; así: «No hay más ver que el perspectivista, ni más «conocer» que el perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que dejemos hablar acerca de una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos, con que sepamos mirar a una sola cosa, tanto más completo será el “concepto” que nos hagamos de esa cosa, nuestra “objetividad”.»


La solución, pues, a lo engañoso de las sensaciones no está en el rechazo y desprecio, sino en la reiteración y contraste de las experiencias sensoriales. Ahí está el comienzo de lo que se llama ciencia. Lo cierto es que hoy día está adquiriendo cada vez mayor repercusión la idea de una mente encarnada o, mejor, corporeizada.

Volvamos al sacerdote ascético. Aclaremos la paradoja: «el ideal ascético – propone Nietzsche– nace del instinto de protección y de curación de una vida que está degenerando, la cual procura por todos los medios conservarse, y lucha por su existencia», es una maniobra de conservación de la vida. Al fin al cabo, el sacerdote ascético es el deseo, hecho carne, de ser distinto, de estar en otro sitio. Así, el que parece negador de la vida es una de las potencias conservadoras y afirmativas.

Esa vida que está degenerando es la de los seres humanos débiles, enfermizos, «los ya fracasados, derrotados, hundidos», que están hartos de sí mismos, que se desprecian…: esos, como veíamos en algún capítulo anterior, odian al vencedor. Y si estas palabras resultan a los oídos de hoy día excesivas, odian la fuerza activa, porque no la tienen. Y de este odio han hecho virtud. Eso es el resentimiento, obra cumbre del sacerdote ascético en su rebaño.

Uno de los rasgos para Nietzsche fundamentales del ser humano es el afán de distinción, que se puede lograr de muchas maneras; una de ellas, operante hoy por doquier, es la superioridad moral: «Andan dando vueltas entre nosotros cual reproches vivientes, como advertencias a nosotros dirigidas, — como si la salud, el estar bien constituido, la fuerza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran ya en sí cosas viciosas que uno algún día tendrá que expiar, y que expiar amargamente: ¡ay, qué dispuestos están en el fondo ellos mismos a hacer expiar, cómo anhelan ser verdugos!» Jueces, almas bellas…

El sacerdote está también enfermo, pero su instinto, su maestría, su arte –y su felicidad– está en dominar a quienes sufren. Está enfermo pero es más fuerte, es la primera forma de un animal más delicado, que, más que odiar, desprecia.

Él calma a los débiles, a los enfermos, a la vez que envenena la herida; y buscando un culpable sobre el que poder descargar los afectos, lo que hace es alterar la dirección del resentimiento. Por medio de emociones más intensas que desvíen la atención del dolor, lo anestesia. Y al que sufre le convence de ser él mismo el culpable del sufrimiento. «Es falso», replica Nietzsche, mas de ese modo se ha alterado la dirección del resentimiento.

Se vuelven así inofensivos los enfermos, al orientarse sus peores instintos a «lograr que se disciplinen, se vigilen y se superen a sí mismos». Con todo, el sacerdote ascético trata solo los síntomas: alivia el sufrimiento, consuela…, lo que Nietzsche reconoce que es una genialidad. No obstante, los medios empleados para luchar contra el sentimiento de displacer resultan inhibidores de las fuerzas vitales.

El primero consiste en reducir «la sensación de vitalidad a su nivel más bajo»: a ser posible, no más querer, no más desear; evitar todo lo que dé lugar a afectos; no amar, no odiar… Esto es, la negación de sí, la santificación. — Este recurso no tiene hoy en principio muchos seguidores, aunque cabría pensar si el bombardeo emocional en que sobrevivimos, justamente por el exceso, no es de la misma especie inhibitoria.

El segundo es la actividad maquinal, que ya sabemos que es una de las formas más elementales de mitigar el sufrimiento de la existencia: la actividad maquinal, «el cultivo de la “impersonalidad”, el olvido de sí…», el perderse o alienarse en las identidades prêt-à-porter.

Un tercer recurso, al igual que el anterior, muy de nuestros días, es el darse una pequeña alegría fácilmente asequible. Y Nietzsche no está pensando en comprarse algo o darse un pequeño lujo, que es lo primero que se nos viene a las mientes, sino que nos recuerda, como forma más frecuente de alegría justamente el causarla en los demás: dar alegría es quizá la forma más cristiana de darse alegría. Así, el amor al prójimo excita, bien que de manera prudente, la pulsión más afirmativa de la vida, que Nietzsche denomina la voluntad de poder.

«Formar un rebaño es un paso esencial en la lucha contra la depresión»: «todos los enfermos, los enfermizos tienden instintivamente a la organización gregaria», y en ese reunirse encuentran placer.

Los tres recursos vistos hasta ahora son los recursos inocentes en la lucha contra el displacer. Los recursos culpables tienen todos ellos un rasgo común: «un exceso cualquiera del sentir», a modo de anestésico frente a «lo sordo, paralizante y duradero del dolor». ¿Cómo? «En principio todos los grandes afectos tienen esa capacidad, eso sí, siempre que se descarguen de súbito: la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad; y el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a la jauría entera de perros salvajes que hay en el hombre […] Todo ese exceso del sentir, como se comprenderá, se cobra luego su precio — pone más enfermo al enfermo —: y por eso esa clase de remedios del dolor se consideran, según un criterio moderno, “culpables”.»

No obstante, reconoce Nietzsche, el sacerdote ascético lo empleó con buena conciencia, creyendo en su utilidad, es más, en que era imprescindible. Explotando, eso sí, la «mala conciencia» de sus feligreses, su sentimiento de culpa. El sufrimiento, en este paradójico tirabuzón psico-fisiológico, viene a ser en realidad un castigo por una culpa en que el sufriente ha incurrido en una parte de su pasado. Del enfermo se ha hecho el pecador, «y ya no nos libramos de la presencia de este nuevo enfermo durante milenios».

¿Para qué ha servido esto? ¿Ha mejorado al ser humano? Si por «mejorado» entendemos «domesticado, debilitado, desanimado, refinado, reablandecido, etc. (es decir, casi lo mismo que perjudicado», entonces sí.

«En resumen, el ideal ascético y su culto moral‑sublime, la sistematización más ingeniosa, carente de escrúpulos y peligrosa de todos los recursos de exceso del sentir bajo la protección de intenciones sagradas se ha inscrito de una manera terrible e inolvidable en la historia entera de la humanidad; y, por desgracia, no sólo en su historia… Difícilmente sabría aducir alguna otra cosa que haya afectado de manera tan destructiva a la salud y el vigor de la raza, principalmente de los europeos, como dicho ideal; sin ninguna exageración, se puede decir que ha sido la verdadera fatalidad de la historia de la salud del hombre europeo.»


***

martes, 14 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 11

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

En la segunda parte del tercer tratado de De la genealogía de la moral se pregunta Nietzsche qué significan los ideales ascéticos para el filósofo.

Sin solución de continuidad, pasa Nietzsche de Wagner a Schopenhauer, a su  concepción del arte y a su relación con el ideal ascético. En el caso de los filósofos, que hablan en nombre propio, y no a través de personajes o de máscaras, está en su psicología la clave que nos permitirá ver su relación con el ascetismo. Por más que el filósofo pretenda ser objetivo y dejar en segundo plano su persona, esta, la estructura más profunda de esta, sus  pulsiones dominantes dejan huella en su obra. Por medio de este naciente psicoanálisis tratará Nietzsche de  ejemplificar en Schopenhauer el significado  del ideal ascético para los filósofos, más radical que para los artistas.

Y toma en consideración la noción de belleza estética que Schopenhauer contempla en su caracterización de la obra de arte. Lo sitúa a la estela de Kant, quien lleva a cabo sus reflexiones estéticas en la Crítica de la facultad de juzgar desde la perspectiva ¡del espectador! (Lo que para Nietzsche es un grave error pues arrima la cuestión del arte del lado del conocimiento y no de la creación.) En una expresión que al menos en el mundo de la estética se ha hecho famosa, Kant vendrá a decir que es bello lo que place sin interés alguno, desinteresadamente. Nietzsche contrapone la posición de Kant a la de Stendhal, quien en un fingido diario de viaje publicado en 1817, Roma, Nápoles y Florencia, anotaba que la belleza es siempre una promesa de felicidad, refiriéndose, ciertamente, a la de un grupo de mujeres que veía a la salida de un baile.

La expresión «sin interés alguno», Schopenhauer, que tuvo una relación con las artes mucho mayor que Kant, la interpretó de la manera más personal imaginable: «De pocas cosas habla Schopenhauer con tanta seguridad como del efecto de la contemplación estética: le atribuye a esta justo el efecto de contrarrestar el “interés” sexual, y nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del estado estético, ese librarse de la “voluntad”.» Nietzsche llega incluso a preguntarse si la noción de voluntad, básica en la obra de Schopenhauer –El mundo como voluntad y representación– no tendría su origen en una generalización de dicha experiencia sexual. Al fin y al cabo, Schopenhauer tenía veintiséis años cuando escribió su gran obra.

A Schopenhauer la belleza –artística– le apaga el deseo, lo que a los ojos de Nietzsche no significa desinterés alguno, sino el reconocimiento de que el arte le libera de una tortura… 

No solo en Schopenhauer, que personalmente consideraba a la mujer instrumento del diablo y la sexualidad, su enemiga, sino en general constata Nietzsche que «existe una auténtica inquina y un auténtico rencor por parte de los filósofos contra la sensualidad», a la vez que «una auténtica predilección y apego por el ideal ascético».

¿Qué significa eso? «Todo animal –comienza la respuesta de Nietzsche– tiende instintivamente a lograr un optimum de condiciones favorables en las que pueda descargar por completo su fuerza y logre un maximum de sentimiento de poder; [… y] aborrece todo tipo de obstáculos que se le pongan o se le puedan poner en el camino a ese optimum».

Y ese óptimo «no es el camino a la “felicidad” sino su camino al poder, a la acción, al hacer más poderoso, y, en la mayoría de los casos, el camino de hecho a la infelicidad».

No hay, pues, negación, resentimiento, sino una voluntad de poder fuerte, y es que «cierto ascetismo, una renuncia severa pero serena hecha del mejor grado se cuenta entre las condiciones más favorables de la espiritualidad más elevada, y también entre sus consecuencias más naturales».

Los filósofos no buscan la felicidad o la dicha; lo que para su tarea es imprescindible es «estar libres de coerción, molestias, ruido, quehaceres, obligaciones, preocupaciones; […] los filósofos, al pensar en el ideal ascético, piensan en el ascetismo bienhumorado de un animal divinizado al que le han salido alas y que, más que reposar, deambula, vaga por la vida».

Un ascetismo bienhumorado, jovial en el que la castidad, por ejemplo, no corresponde efectivamente a un odio a los sentidos, sino a la necesidad de preservar la energía que podría volcarse en el sexo para el pensamiento. En fin, la sensualidad no queda anulada en el estado estético, como suponía Schopenhauer, sino que se transforma y no se presenta a la conciencia como estímulo sexual.

La castidad del filósofo no es, por lo tanto, «virtud» alguna, sino una de las condiciones para una existencia óptima, centrada «en su más estupenda fecundidad». Fecundidad, como es de imaginar, que no halla su meta en tener hijos, sino en realizar su obra, en pensar, en cultivar su espiritualidad. («Espiritualidad» no mienta aquí nada religioso, sino la fuerza, la potencia global que se manifiesta en el intelecto, la sensibilidad y la creatividad).

Un fragmento póstumo de ese mismo verano lo corrobora: «El deseo, la apetencia de arte y de belleza es un deseo indirecto de los éxtasis de la pulsión sexual». Es lo que Freud llamará luego sublimación.

Años antes había ya avanzado esa relación íntima, erótica entre la facultad de conocimiento del ser humano –dicho sea conocimiento en el sentido más amplio posible, desde la ciencia hasta la poesía– y la belleza y la felicidad o, para ser más preciso, la alegría de vivir: «…mas en lo que no piensan es en que el conocimiento, aunque sea el de la más espantosa realidad, es bello y hermoso, ni en que aquel que practica a más y mejor el conocimiento acaba estando muy lejos de encontrar espantoso el todo de la realidad, en cuyo descubrimiento obtiene siempre tanta alegría. ¿Es que acaso hay algo que sea “bello en sí”? La alegría de quien se dedica al conocimiento multiplica la belleza del mundo y hace que todo lo que hay en él resulte más luminoso y alegre; el conocimiento no sólo rodea las cosas de belleza sino que a la larga las llena de belleza; — ¡ojalá la humanidad futura dé testimonio de esto!» (Aurora, 550).

***