Nos empeñamos en clasificar el mundo y las personas que en él viven según la nacionalidad, el sexo, la religión, el color de la piel, la cultura... Sí, ya sabemos el rollo ese del artículo 2º de la Declaración Universal de DDHH, pero eso está bien para los gobiernos, las administraciones. Mi vida es mía y dispongo mis relaciones como quiero, y bla, bla, bla.
El repostero de Berlín nos enfrenta a muchas divisiones y fronteras que usamos habitualmente, y las pone patas arriba. Cuando dejamos fluir nuestros sentimientos más sinceros y nuestras emociones más espontáneas esas barreras caen. Es entonces cuando podemos comprobar que los afectos, si no están mediatizados por los tópicos y las ideologías, pueden fluir con naturalidad.
La colaboración, el trabajo mutuo, el respeto profundo, la atracción y la admiración son posibles si partimos del velo de la ignorancia —y perdonadme la pedantería, pero toda la película es un excelente ejemplo de la teoría de Rawls—. En cambio, una vez que el fichero se completa, comienzan a actuar los prejuicios y las convenciones sociales más rancias.
La película me ha parecido un hermoso ejercicio cinematográfico y toda una lección de cómo utilizar las imágenes para que comuniquen y narren con absoluta claridad sin tener que recurrir a las palabras. La utilización de la cocina como elemento conductor y simbólico, todo un hallazgo.
Dulce, delicada, tierna, intimista y acogedora, pero sin renunciar a la denuncia y a la dureza de la realidad cotidiana. Por cierto, a muchos críticos les ha sobrado el epílogo. No comparto esa opinión. Me parece que no rebaja un ápice ni la fuerza narrativa ni el compromiso con la historia y, en cambio, aporta esperanza.
Totalmente aconsejable.