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LA MUERTE EN NICARAGUA
Desfallece en León el león
y lo acuden y lo solicitan,
los álbumes cargan las
rosas del emperador deshojado
y así lo pasean en su
levitón de tristeza
lejos del amor, entregado
al coñac de los filibusteros.
Es como un inmenso y
sonámbulo perro que trota y cojea por salas
repletas de conmovedora ignorancia
y él firma y saluda con
manos ausentes: se acerca la noche detrás
de los vidrios,
los montes recortan la
sombra y en vano los dedos fosfóricos
del bardo pretenden la luz
que se extingue: no hay luna, no llegan
estrellas, la fiesta se acaba.
Y Francisca Sánchez no
reza a los pies amarillos de su minotauro.
Así, desterrado en su
patria mi padre, tu padre, poetas, ha muerto.
Sacaron del cráneo sus
sesos sangrantes los crueles enanos
y los pasearon por
exposiciones y hangares siniestros:
el pobre perdido allí solo
entre condecorados, no oía gastadas palabras,
sino que en la ola del
ritmo y del sueño cayó al elemento:
volvió a la sustancia
aborigen de las ancestrales regiones.
Y la pedrería que trajo a
la historia, la rosa que canta en el fuego,
el alto sonido de su
campanario, su luz torrencial de zafiro
volvió a la morada en la
selva, volvió a sus raíces.
Así fue como el nuestro,
el errante, el enigma de Valparaíso,
el benedictino sediento de
las Baleares,
el prófugo, el pobre
pastor de París, el triunfante perdido,
descansa en la arena de
América, en la cuna de las esmeraldas.
¡Honor a su cítara eterna,
a su torre indeleble!