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martes, 10 de diciembre de 2024

CRIATURAS EFÍMERAS, Mauro Bonazzi

Traducción: Manuel Cuesta
He sucumbido a la belleza de este libro. Lo he leído en un par de sentadas. Fascinante. No se me ocurre mejor publicidad que transcribir el primer capítulo que Mauro Bonazzi titula como Ser humanos, que de eso y no de otra cosa trata este bellísimo paseo por la vida... y por la muerte.


Ser humanos 

(a modo de prefacio)


Corazón, corazón, de irremediables penas agitado, 

¡álzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles 

el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente

con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,

ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa. 

En las alegrías alégrate y en los pesares gime 

sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano. 

Arquíloco de Paros


 La civilización griega produjo una reflexión luminosa sobre el sentido de la condición humana —sobre aquello que somos y sobre el valor de nuestras vidas— que fue capaz de atravesar los siglos influyendo y estimulando a grandes escritores y grandes pensadores. Lo hizo partiendo del tema de la muerte: ese es el punto de acometida. La muerte es, en efecto, un escándalo, un misterio: algo que no conseguimos y no podemos aceptar. Pero el problema no es tanto el hecho en sí de tener que morir. (De eso nos hacemos cargo todos.) Lo que resulta insoportable es la idea de que ese hecho —el hecho de que, antes o después, tendremos que irnos— amenaza con quitar valor a nuestra existencia aquí y ahora. Porque ¿qué sentido tiene algo que no existía, existe y no existirá? ¿Qué valor tiene una cosa que está destinada a desaparecer en el olvido? He aquí la pregunta a la que es necesario encontrar una respuesta, ya que aquí está la clave para entender el sentido de nuestra existencia. Estamos nosotros y está este inmenso universo que nos circunda. ¿Cuál es la relación? ¿Somos completamente reductibles a esa realidad, o no lo somos? Y, si no lo somos, ¿cuál es el sentido de lo que somos y hacemos? ¿Cómo dar valor a nuestra existencia? Nuestros conocimientos han aumentado de manera exponencial a lo largo de los siglos, pero estas preguntas siguen ahí a la espera de una respuesta. Ofrecer tal respuesta, y con la pretensión de que sea definitiva, no es, sin embargo, la finalidad de estas páginas, que se plantean un objetivo mucho más modesto: reconstruir las distintas propuestas que en el mundo griego —y en algún que otro autor que continuó por esa vía— se articularon con el propósito de esclarecer qué somos. Seres incompletos: nosotros, los hombres, somos los seres deseantes por excelencia. Pero ¿qué es, en realidad, lo que buscamos? 

La tensión fundamental que nos anima es la que opone acción y conocimiento. Se trata de las dos famosas definiciones del ser humano de las que habló Aristóteles, dando voz al sentir griego: el animal político y el animal racional. Parecen dos definiciones, así de entrada, fácilmente compatibles. En seguida veremos que no lo son. De ahí que la nuestra sea una condición tan complicada. Porque el deseo de actuar, de construir y demostrar lo que valemos, no necesariamente se aviene con el deseo de entender, de comprender lo que nos rodea y nuestro lugar en el seno de un universo enorme. Pero eso no es todo, naturalmente: si comprender la tensión entre vida activa y vida contemplativa resulta fundamental, otras oposiciones más discretas —pero no menos importantes— resultan igualmente decisivas en la medida en que ayudan a entender mejor esta oposición central. El modelo de la vida contemplativa se basa, en efecto, en la oposición entre conocimiento e ignorancia, mientras que el modelo de la vida activa se basa en la oposición entre poder y debilidad. Y es precisamente en la liquidación de estas dos polaridades donde surge la lección más interesante que nos dejó en herencia el mundo antiguo. 

No se trata de una historia que avanza hacia una conclusión: cada propuesta viene acompañada de dudas y objeciones que evidencian sus límites. Y esto rige tanto para la vida política como para la vida contemplativa (es decir: para ambos ejes principales de la búsqueda, porque es en la acción y en el pensamiento donde nos revelamos como aquello que somos); rige tanto para la poesía como para la filosofía (sin perjuicio de que ambas a menudo se hayan enfrentado en lo que a estos problemas se refiere). No es cuestión, en resumidas cuentas, de proponer ningún posicionamiento en favor de una u otra tesis, sino solo algunas aclaraciones que nos ayuden a ver con mayor nitidez los problemas y a comprender mejor nuestra complejidad. 

Contándonos las peripecias de impávidos héroes y viajeros del pensamiento —de Aquiles o de Atenea, de Ulises o de los filósofos—, los griegos en el fondo nos enseñaron la belleza de la fragilidad y la importancia de las dudas; porque seguimos sin lograr construir la ciudad perfecta y sin encontrar las respuestas que buscábamos. Los griegos cantaron la grandeza del héroe que inaugura el camino político de los hombres y reflexionaron sobre la exigencia de conocer y entender. (Este es otro rasgo fundamental de lo que somos.) ¿Actuar o conocer? Alejadas y opuestas, ambas opciones coinciden, así y todo, al final del recorrido, encontrando en los hombres el mismo amasijo de miseria y grandeza. La ilusión de dominar a los demás y dominar el mundo, o de conquistar y comprender todos los secretos de la realidad —en esa ambición recurrente de hacernos como los dioses—, semejante ilusión encierra algo patético... pero también algo heroico. Somos heroicos precisamente en nuestra fragilidad obstinada, por esa capacidad que tenemos de no rendirnos, de seguir haciéndonos preguntas en un intento de poner orden en el mundo —y en nosotros mismos— con las acciones y con los pensamientos. 

Fue, en resumidas cuentas, una conclusión inesperada —si es que de "conclusión" cabe hablar— aquella a la que llegaron los griegos. Porque ellos se habían puesto en marcha resueltos a derrotar a la muerte, o a poner de manifiesto su vanidad y su inconsistencia... y al final resulta que es precisamente ella —o la conciencia, mejor dicho, de su poder inexpugnable— lo que nos hace verdaderamente humanos, pues solo nosotros podemos preguntarnos —y en parte entender— su misterio y su escándalo. No pueden ni los animales, ni las plantas; no pueden ni siquiera los dioses, a quienes los griegos miraron siempre con envidia. Pero no se trata solamente de la muerte: igual de importante es el tiempo. También de este —del tiempo que transcurre— somos, en efecto, los únicos capaces de entender el poder inexorable. (Ni los animales ni los dioses pueden.) Y también ese matiz va implícito en el significado de ephémeros, el término que mejor expresa nuestra condición. Los hom- 15 Ser humanos bres son, entonces, "criaturas de un solo día"; cosa que puede significar "seres de vida breve", pero también "seres expuestos –sujetos– al cambio del tiempo". Porque somos seres determinados por el tiempo y tenemos que aprender a vivir en él, construyendo un equilibrio entre nosotros y las cosas (un equilibrio inestable, pero nuestro al fin y al cabo). O tenemos que aprender, mejor dicho —por repetir las palabras del gran poeta arcaico Arquíloco de Paros que citábamos a modo de exergo del presente prefacio—, a reconocer el «vaivén» que domina la existencia de los hombres. («Advierte el vaivén [rysmós, ‘ritmo’] del destino humano"). No hay respuestas definitivas al final de la búsqueda, sino únicamente la constatación de que el oficio de vivir es un reto difícil... pero, por eso mismo, apasionante. 

Entre tanto el mundo sigue ahí, inescrutable y enigmático (ya sea aquel disco plano y rodeado por el río Océano del cual hablaba Homero, o el universo infinito de la ciencia contemporánea): a un paso de revelar no se sabe qué verdades, pero al cabo siempre silencioso y esquivo. 

La fascinación que los antiguos griegos han ejercido sobre la modernidad es innegable. Con demasiada frecuencia, sin embargo, los modernos han tratado de apropiarse de los antiguos griegos de manera unilateral, exaltando ora su compostura, ora su desorden. Por un lado tenemos, en efecto, la Grecia de Johann Joachim Winckelmann, olímpica y armoniosa, paradigma de una belleza ideal y sin tiempo, una suerte de paraíso perdido en el que aún era posible una unión entre el hombre y la naturaleza, un mundo lejano y casi inalcanzable en su perfección marmórea... y por otra parte está la Grecia de Friedrich Nietzsche: trágica, dionisiaca y desordenada, que reposa sobre un fondo de horror difícil de eliminar. La verdadera Grecia probablemente esté en el medio y es ambas: una Grecia abierta, irresoluta, incompleta; inquieta y, por eso mismo, cercana e interesante también hoy (porque siempre está dispuesta a acompañar a quien busca). No sabemos adónde nos dirigimos ni qué terminaremos haciendo. Entre tanto, sin embargo, seguimos, avanzamos. Lo cual no es poco y, de hecho, es en esa invitación a reconocernos en nuestra propia incompletitud —pero sin rendirnos ni dejar de hacernos preguntas— donde está la impronta más auténtica del mundo antiguo: 

Entre tanto Grecia viaja, continuamente viaja

(Del poema "A la manera de Y. S.", Poesía completa).

PS: Podéis oirle respondiendo preguntas de estudiantes en el programa Aprendemos juntos 2023.


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