Posiblemente baste con echar un vistazo al contenido del libro para percibir cuál es el tema:
Capítulo uno. Introducción: ciencia y literatura.
Capítulo dos. La problemática de la representación.
Capítulo tres. Escritura sin expresión.
Capítulo cuatro. La retórica de la ciencia.
Capítulo cinco. El arte de la prosa no artística.
Capítulo seis. La pureza putativa de la ciencia.
Capítulo siete. Escritura como realidad.
Capítulo ocho. Leer la ciencia.
Tenemos asumido que la escritura de la ciencia es precisa, transparente e impersonal y que la de la literatura es, en cambio, subjetiva, connotativa, sugerente; está, pues, unida al mundo de las emociones. De alguna manera, esta división ha ayudado a profundizar la separación entre las dos culturas, y lo que pretende Locke es demostrarnos que no hay tal barrera, que ambas son escrituras —representaciones del mundo, por lo tanto— y que ambas colaboran igualmente en la construcción de la cultura: Tanto la ciencia como la literatura tienen que ver con la verdad del mundo. Y no son dos lenguajes —el lenguaje de la ciencia y el lenguaje de la poesía— sino uno, el lenguaje de la humanidad (p 264).
Sin duda, es muy loable este esfuerzo por superar diferencias y viejos prejuicios, que van a la deriva entre tópicos rancios y estereotipos manidos. Es igualmente loable que especialistas de ambos campos se ocupen de tender puentes —en muchas ocasiones, de hecho, es una persona que domina los dos, como en el caso de Locke—. Y es también digno de alabanza el esfuerzo que hace el autor en el libro por desmenuzar el lenguaje utilizado por eminentes científicos (Newton, Darwin, Einstein...) para hacernos evidentes las similitudes que existen entre el lenguaje de la ciencia y el de la literatura.
No obstante, y a pesar de todos los esfuerzos, el libro no convence. Es como si tuviera razón, pero sólo parcialmente. Es cierto que la ciencia es lo que la comunidad científica dice. Es cierto que en un sentido lato podemos entender la escritura científica como metafórica. Es cierto que los métodos de interpretación que utilizan filosofía y literatura contribuyen en gran medida a explicarnos mejor lo que está escrito en los textos científicos. Pero, a pesar de todas esas certidumbres, cualquier lector es capaz de percibir que entre la redacción de El origen de las especies y Ana Karenina, por ejemplo, hay notables diferencias.
En cualquier caso, el esfuerzo me sigue pareciendo loable, aunque improductivo, pues donde es necesario poner el acento es en que ambas esferas, la poética y la científica, colaboran en desentrañar el mundo, en hacerlo más comprensible, si bien sus herramientas son distintas, pues distintos son los campos en los que trabajan. Lo que hace falta es que la poesía no caiga en el pensamiento mágico, al que por tradición tiene apego, y la ciencia no se redacte sólo en el lenguaje especializado de los números, sino también en el preclaro y benéfico de la tan necesaria divulgación.