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martes, 18 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 15 (Volveremos después del verano)

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Existe entre algunos grupos, —ciertamente minoritarios, pero peligrosos— la convicción de que Nietzsche es algo así como el padre de la ideología nazi. Desde luego, no encontraremos nunca en un manual medianamente serio ninguna alusión al tema, pero explícanos, por favor, para que quede claro el asunto, por qué Nietzsche no es un nazi ni nada que se le parezca.

En primer lugar, aunque esto parecerá a algunos una fruslería, porque –muy repetidas veces– echa pestes del nacionalismo y del socialismo, y «nazi», recuerdo, es abreviatura de «nacionalsocialista».

Yendo al meollo, si Nietzsche abomina de algo es justamente de esos colectivismos o gregarismos que encarnan el instinto de rebaño. Es ese instinto el que nos ha llevado al nihilismo reactivo en que habitamos, el que ha enfermado al ser humano, poniéndolo al borde del abismo, asqueado y aburrido de sí mismo.

Ayer escuché dos respuestas distintas al padecimiento del cáncer: «no me ha enseñado nada», «me ha llevado a no creer en nada»; la primera es la conclusión sana de quien está vivo; la segunda, muy de la época, es, sin embargo, la insana interpretación de un nihilista, de quien, antes creyente en no se sabe qué, descubre por fin que la vida (humana) era esto. No olvidemos que uno de los tópicos supuestamente sabios de nuestro tiempo –y tópico implica gregario– relativos al cáncer, aparte del de «luchar contra él», es el de aprender algo. No dudo de que se pueda, aunque tampoco es obligado hacerlo. Ahora bien, aprender a descreer, significa conservar una fe incólume en la nada, más que en la vida (humana). Haber luchado tanto para esto…



Es, no obstante, innegable que el nacionalsocialismo utilizó a Nietzsche como pensador y profeta suyo. No sucedió esto por casualidad sino por causa de que Nietzsche, más o menos desde que perdió la razón, en 1889, se había convertido en una figura de referencia excepcional, en una figura de culto, imposible hoy de imaginar en el caso de alguien a quien consideramos filósofo. La historia es larga y complicada. Intentaré esquematizarla.

Entre 1890 y 1945, en que, con la derrota del nazismo, que había usufructuado su fama, Nietzsche pasa a ser persona non grata, el filósofo fue tenido por profeta, fundador de una religión, héroe y hereje, revolucionario, etc., figura, en cualquier caso, ante la que había que tomar posición.

El culto a su persona y a su pensamiento, o a algunas de las ideas más conocidas de este, provenía de lados muy diversos y hasta antagónicos. El carácter aforístico de su obra, en apariencia abierta a interpretaciones multiformes y heterogéneas, propició ese interés tan variopinto. La juventud culta de clase media, las vanguardias de los años noventa eran en principio las más afines, pero también tuvo seguidores en el psicoanálisis, y en el nuevo siglo, en el expresionismo, entre músicos (R. Strauss, G. Mahler), escritores (H. von Hofmannsthal, los hermanos Mann, A. Döblin o R.Musil) y hasta en el feminismo (L. Braun o H. StöckerH. Stöcker), los judíos en general y el sionismo (C. Seligman, M. Buber, F. Rosenzweig; Th.Herzl, M. Nordau).

Ya en los años ochenta –Nietzsche da cuenta de ello en sus escritos– ciertos círculos racistas y nacionalistas se declaraban seguidores de él. La noción nietzscheana del «superhombre», del que nada sabían, junto con el extracto darwiniano de la supervivencia de los mejor adaptados, de los más fuertes, los combinaban en el delirio de la crianza de una raza superior. Que Nietzsche maldijera una y otra vez, y aún otra más el racismo, el nacionalismo, el antisemitismo, toda clase de colectivismo o gregarismo, que modificara la lectura que Darwin hacía del evolucionismo justamente con su concepción del Übermensch, que no tiene por qué entenderse en alemán como superhombre, ni, en consecuencia, traducirse así, todo eso, a los adictos a un culto les trae sin cuidado.

Fueron E. Bertram y L. Klages quienes proporcionaron ideas más elaboradas, discursos mucho más trabados que configuraron los orígenes místicos del nacionalsocialismo. El primero hizo de Nietzsche un mito, profeta germánico, leyenda nacional de la nueva derecha alemana; el segundo le endilgó un vitalismo antirracionalista que era el suyo.

Eso, en los años diez y veinte. Luego, A. Bäumler, filósofo nazi, en su libro sobre Nietzsche, a quien considera en esencia un pensador político, acentuó la importancia de la voluntad de poder, entendida en el sentido más trivial, que no es el adecuado, mientras rechazaba el eterno retorno, expediente de decisión práctica, que le resultaba demasiado meditativo y suave, demasiado estoico para lo que pretendía justificar.

Para A. Rosenberg, otro de los pensadores nazis, Nietzsche era un revolucionario cuyas ideas solo podrían ser comprendidas en el mundo nazi. Coincidían, el filósofo y los nazis, en rechazar la sociedad burguesa, el liberalismo, el socialismo, la democracia, el igualitarismo, la moral cristiana y el racionalismo, pensaban ellos. Coincidían en lo que rechazaban; deducían de ahí que también sería nietzscheano lo que ellos afirmaban. — Así sigue habiendo grupos neonazis que se reclaman seguidores de Nietzsche. Hace no muchos años se presentaron un grupo de radicales de extrema derecha en un congreso de la Sociedad Española de Estudios sobre Nietzsche, esperando encontrar entre los estudiosos sus almas gemelas.

Entre los nazis, sin embargo, hubo gente suficientemente informada que sabía muy bien que Nietzsche no tenía nada que ver con ellos. E.Krieck, importante ideólogo del régimen «observó sarcásticamente que si se pasaba por alto que Nietzsche no era ni socialista ni nacionalista, y que además era enemigo de todas las teorías racistas, en ese caso, sí, el filósofo podría haber sido un teórico
eminente del nacionalsocialismo.» (Véase K. Gauger, «El culto a Nietzsche en Alemania», Estudios Nietzsche, nº 7.)


Nietzsche no mata a Dios, Nietzsche no desmonta la moral cristiana, Nietzsche no desacredita el conocimiento; él simplemente expone lo que está sucediendo, y hace una crítica de la metafísica –de los discursos dados por válidos– que está impidiendo que todo eso se vea. Por ello repiensa lo que sea el lenguaje, la naturaleza del ser humano y el sentido de la cultura, fundamentalmente a través de la rectificación y la reintegración de las polaridades que el lenguaje falsamente ha introducido en el mundo: cuerpo / alma, naturaleza / cultura, sujeto / acción, hecho / interpretación, literal / metafórico, verdad / error, bueno / malo, moral / inmoral, etc., etc. — Qué tenga eso que ver con la barbarie programada del nazismo es algo que a uno difícilmente se le alcanza.


Aquí dejamos, de momento, la descomplicación de Nietzsche. Volveremos a la vuelta del verano.

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martes, 11 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 14

#Nietzschedescomplicado#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Querido Jesús, me preguntabas el otro día qué leer de Nietzsche, por dónde comenzar, si es que había alguna vía adecuada de acceso al «complicado –por no decir maldito– Nietzsche».

Libros de una pieza son El nacimiento de la tragedia y Así habló Zaratustra, y eso lleva a que –junto con otras razones– se piense que han de ser lo primero que leer. Así habló Zaratustra sería una buena lectura desde un punto de vista literario, es lo más poético que Nietzsche haya escrito; ahora que leérselo a los niños antes de dormir, tampoco sé si es una buena opción… Eso sí, entender el pensamiento de Nietzsche con el Zaratustra es difícil, muy difícil. Nietzsche no es el fundador de una religión.

El nacimiento de la tragedia es la primera obra que Nietzsche publicó, y por ello, desde un punto de vista cronológico, hay quien la elige para comenzar. Sin embargo, es una obra compleja, densa, con muchas referencias ocultas…, que en la edición de Alianza, la más famosa, se enrarece aún más por el sesgo de las notas que la acompañan, que de Nietzsche hacen un epígono de Schopenhauer. En cualquier caso, no me parece demasiado recomendable para iniciarse en la lectura de Nietzsche.

Es curioso, pero los demás libros, no de una pieza, sino de muchos aforismos, pensamientos sueltos o breves ensayos (dejando de lado De la genealogía de la moral) no parecen considerarse puertas francas al conocimiento del filósofo. Seguimos necesitando cierta unidad. ¿Cómo voy a ser yo, lego en la materia, capaz de dotar de unidad a un conjunto dizque disjunto de ocurrencias a veces estrambóticas, otras chocantes, siempre paradójicas o insustanciales…? Así que nos vamos al libro «de verdad».

Hay un texto de 1873, un texto breve y sencillo, muy pedagógico y a la vez personal en que Nietzsche nos ofrece su visión de los comienzos de la filosofía en la Grecia antigua, la de los filósofos preplatónicos; con Platón la cosa cambia. Se trata de La filosofía en la época trágica de los griegos, proyecto inacabado del que nos han quedado las secciones dedicadas a Tales, Anaximandro, Heráclito, Parménides y Anaxágoras, unas 75 páginas en la edición alemana de bolsillo. (Hay traducción de L. E. deSantiago Guervós en Tecnos.) Es un texto claro en que Nietzsche presenta el pensamiento «como captación intuitiva de lo sensible previa a su elaboración racional y discursiva», nos explica D.Sánchez Meca en la introducción del vol. I de las Obras Completas. Dicho de otra manera, Nietzsche intenta vincular vida y pensamiento, vida personal particular y pensamiento de quien tiene o lleva esa vida.


Todo ello de manera breve, no exhaustiva, limitándose a algunas ideas centrales y a algunos episodios vitales: «han sido seleccionadas las enseñanzas en las que resuenan todavía con gran fuerza los rasgos personales de un filósofo […] Se puede ofrecer la imagen de un hombre con la ayuda de tres anécdotas; de cada sistema trato de extraer tres anécdotas, y dejo de lado el resto», que solo servirían para aburrir, explica Nietzsche en su introducción.

La personalidad el filósofo es «el aspecto eternamente irrefutable»: tal es la premisa de esta breve historia de algunos pensadores preplatónicos. Como es de imaginar, dados estos presupuestos, el autor de la historia –Nietzsche– se inmiscuye en ella –nos la cuenta personalmente–, y descubrimos que Heráclito es su principal inspiración, su mentor cimero. — Pero no voy a destripar la película, digo: el delicioso librito sobre los comienzos de la filosofía, que resuenan aún en nuestros cuerpos.

Otro texto inacabado del mismo año, Sobre verdad y mentira en sentidoextramoral, poco más de veinte páginas, nos dan una buena idea de cómo entiende Nietzsche ya en esos años jóvenes –no tenía aún treinta– el ser humano, el conocimiento, el lenguaje y la verdad, por citar algunos de los asuntos centrales de su pensamiento. Exige una lectura cuidadosa, liberada de prejuicios, consciente de la carga retórica del texto, pero es un comprimido ideal del núcleo de su filosofía. 

Para contribuir a su mejor lectura, advierto que Nietzsche no dice que no exista la verdad, sino solo cierta concepción de la verdad, de la que ya hablábamos en entregas anteriores de esta serie, la que podría llamarse «verdad metafísica». Queda una verdad más humana, que va variando, que no es absoluta, y que, en cualquier caso, no vence a la negativa a aceptarla, porque más allá –o más acá– de la verdad está el poder, y es este en última instancia el que sanciona qué verdad vale y cuál no.

Tampoco dice que haya de volver el ser humano a la intuición y a la animalidad, que el lenguaje sobre y la ciencia sea inútil… No lo dice, aunque nos veamos tentados a deslizarnos por esa pendiente. No, no es Nietzsche un irracionalista. Intenta, frente a un racionalismo excluyente, triunfante en el ámbito del pensamiento, reintegrar nuestra animalidad, nuestra corporalidad a nuestra espiritualidad, enriqueciendo así la racionalidad.


Por último, puede ser interesante leer las páginas (unas sesenta) que el propio Nietzsche dedica a comentar sus obras en su «autobiografía» intelectual, Ecce Homo o cómo llega uno a ser lo que es (edición de M. Barrios Casares en Tecnos).




He de agradecer a Iñaki Marieta, buen conocedor de Nietzsche, a más de nietzscheano de siempre, las ideas de que aquí me he valido para ofrecer un camino real al pensamiento del filósofo sajón.

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martes, 4 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 13

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Con esta entrega llegamos al final del recorrido que hemos realizado de la mano del profesor Aspiunza por De la genealogía de la moral. Por cierto, si queréis disfrutar de sus explicaciones en vivo y en directo, o preguntarle cualquier cosa que consideréis pertinente sobre el tema, mañana, miércoles 5, a las 19:00, tendréis oportunidad de hacerlo en el local de la librería Zubieta

Hecho este inciso, vamos con Nietzsche.


Por último se plantea Nietzsche qué significan los ideales ascéticos para la ciencia. Podríamos presumir que al ocuparse –la ciencia– de la realidad, y no necesitar de virtudes negativas, ni de Dios ni más allá, nada tendrá que ver con el ideal ascético, sino que representará en cierto modo una fuerza contraria. Mas no, «allí donde sigue siendo pasión, amor, ardor, sufrimiento, no es lo contrario del ideal ascético sino, más bien, la forma más reciente y noble de este.» Esto, en el caso de los «honestos trabajadores» de la ciencia, cuyo trabajo Nietzsche celebra…, solo que eso «no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto tenga la meta, la voluntad, el ideal, la pasión de una gran fe». Por lo demás, «es [también] un escondrijo para toda clase de mal humor, […] mala conciencia, — es el desasosiego propio de la carencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, lo insatisfactorio de una sobriedad involuntaria

¿Qué pasa con los héroes, llamémoslos así, del conocimiento: «esos espíritus duros, severos, austeros, […] que constituyen la honra de nuestra época, todos esos ateos, anticristianos, inmoralistas, nihilistas, esos escépticos, efécticos, hécticos [inquietos, impacientes] de espíritu […], esos últimos idealistas del conocimiento, los únicos en que hoy en día habita y se ha encarnado la conciencia intelectual»? Por más que crean haberlo superado, también el ideal ascético es el suyo…, pues todavía creen en la verdad. La voluntad de verdad, dirá en la conclusión, es el núcleo del ideal ascético.

«Creer en la verdad»: ¿cuál es el problema: el creer o la verdad?

Creer es irrenunciable: cada uno es el que es y hace lo que hace sobre la base de creencias difícilmente explicitables, creencias que constituyen nuestra posición, nuestro estar siendo en el mundo, nuestro punto de vista, o perspectiva, que dirá Nietzsche. Por eso critica el cinismo –la incredulidad– de los comediantes del ideal: «¡Todo mi respeto más profundo para el ideal ascético siempre que sea honesto, mientras crea en sí mismo y no esté haciéndonos una farsa! Lo que no me gustan son esas chinches coquetas, cuya ambición de oler a infinito es insaciable hasta tal punto que el infinito acaba oliendo a chinches; no me gustan los sepulcros blanqueados que hacen la comedia de vivir; no me gustan los cansados y los agotados que se envuelven en sabiduría y miran “objetivamente”; […] tampoco me gustan esos novísimos especuladores del idealismo, los antisemitas, que ponen ahora los ojos en blanco a la manera del hombre de bien‑cristiano‑ario e intentan excitar todos los elementos de animal cornudo que haya en el pueblo abusando del medio más barato de agitación, que es la afectación moral…»

La creencia, y la pasión que desata –sea honesta, sea fingida– son, pues, ingredientes insoslayables de la vida. Otra cosa va a ser «la» verdad. Tradicionalmente se ha entendido la verdad de manera absoluta: la verdad es una en cada cuestión, única, puntual, o «clara y distinta», como poetizaba Descartes la determinación del punto geométrico.

Eso, que puede seguir valiendo para cuestiones cuantitativas simples –¿cuánto mido, cuánto peso, etc.?–, ciertamente ya no es un acercamiento adecuado a la noción de verdad que Nietzsche propone. Aun cuando muchas veces se oiga o se lea por ahí lo contrario, Nietzsche no niega la noción de verdad: ¡la transforma, la amplifica…! ¡La explosiona y relativiza!

La verdad deja de ser una cuestión absoluta, puntual, única, para entenderse de manera relativa o, como a él le gusta decir, perspectiva o perspectivística. La verdad, que sigue refiriéndose a la realidad, es algo que se ve siempre desde un punto de vista particular, dicho sea en sentido fisiológico y en sentido psicológico o intelectual. La posición de mi cuerpo, de mi mirada, su sensibilidad, etc., influyen en lo que yo capto de lo que se me da; también, las nociones de que me valgo para describirlo y entenderlo, el marco conceptual, mi estado anímico…, mis creencias basales.

Por eso puede haber varias verdades acerca de algo, ¡siendo verdaderas! No es que no haya verdad en absoluto ni que cualquier cosa que se diga –a capricho– tenga derecho a ser considerada verdad, como tantas veces se oye por ahí. Esto sería no ya relativismo o perspectivismo sino un engendro muy retorcido al que, sí, aunque lo llamen «relativismo», habría que llamar relativismo absoluto (o absolutista), y que tiene más de absoluto (y de absolutista) que de relativismo, puesto que tanto en la tesis como en su pragmática efectiva pretenden ser sin parangón.

Nietzsche viene a caracterizar la verdad como plausibilidad, como verosimilitud; de ahí el que no cualquier cosa pueda ser verdad. La verdad ha dejado de ser puntual para abarcar toda una trama que se tiende entre quien mira y dice y lo que se está mirando e intentando decir; es una red de relaciones que se sustentan en conjunto.

«Mirado en estas circunstancias, fijándome en estos aspectos, creo que las cosas son así…» «Si cambian las circunstancias, si me atengo a otros aspectos igualmente relevantes o, dadas mis creencias, aun más significativos, entonces…» Obviamente, ha de darse un equilibrio trazable y reconocible entre los distintos elementos en consideración; mi(s) paranoia(s), es decir, mi fijación en una idea o en un orden de ideas no coadyuvan a la verdad, la desvirtúan, la imposibilitan; se cae ahí en la subjetividad de la pretendida verdad. Algo de subjetividad va a haber siempre; lo decisivo es cuánto. Cuantos más ojos, cuantos más afectos intervengan en la asimilación de un acontecer, tanto más rico será el concepto que podamos hacernos de él, tanto mayor será la objetividad. Por supuesto, una objetividad asimismo de grado. La tenida vulgarmente por «objetividad», la meramente cuantitativa, puede servir a otros efectos; no, desde luego, para decir –ella sola– la vida, que es de lo que –recordemos– está Nietzsche hablando.

La noción tradicional de verdad, la «clara y distinta», la única y absoluta responde al ansia humana de certezas, un «atavismo religioso», del que, a decir verdad, para vivir una vida plena y valiosa, no tenemos necesidad. Insisto: no tenemos necesidad de certezas acerca de las cuestiones últimas…, ni de las primeras. Se puede hallar un reposo, un hogar, habitar un lugar que sea el de las cosas cercanas, el de «la vida pequeña», en palabras de JÁ González Sainz. Tendrá cada uno que descubrirlo, que levantarlo, acomodarlo y aviarlo, pero es una opción que conviene con lo que Nietzsche apunta.

No se trata, por tanto, de que Nietzsche arremeta contra la ciencia, no. Señala tan solo que no basta con buscar la «objetividad» si esa objetividad comporta el absoluto que la verdad entendida en sentido tradicional (o metafísico) quería ser, un remedo profano del Dios cristiano. De hecho, en la ciencia de su época hay ya voces que advierten de algo semejante; valga de ejemplo la famosa –en su momento– amonestación del fisiólogo berlinés Emil Du Bois-Reymond ante médicos y naturalistas en la Asamblea correspondiente de 1972 en Leipzig: ignoramus et ignorabimus!, ¡no sabemos ni vamos [nunca] a saber!



En resumen, el ideal ascético le ha dado sentido al sufrimiento humano, lo que siempre es una ayuda, pero al mismo tiempo le ha traído un nuevo sufrimiento, «más hondo, más íntimo y venenoso, más corrosivo para la vida: poniendo todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa…». Tenía un sentido, tenía culpa… Envenenaba su vida –odiándose su humanidad, sintiendo repugnancia por los sentidos, por la razón, miedo ante la felicidad y la belleza, ansioso por apartarse de todo lo aparente, lo cambiante, el devenir, el deseo, la propia ansia…– pero salvaba la voluntad, aunque fuera voluntad contraria a la vida, voluntad de nada: «el hombre prefiere querer la nada a no querer…».

Así acaba De la genealogía de la moral. Con ese funesto toque de atención.



Si bien harán falta décadas o siglos o…, múltiples experimentos, catástrofes: «Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas y dejar de apartar la mirada de ellas tan despectivamente como hasta ahora, hacia las nubes y los monstruos nocturnos. En bosques y cavernas, en zonas pantanosas y bajo cielos cubiertos — allí el hombre ha habitado durante mucho tiempo como sobre grados de cultura de milenios enteros y ha vivido míseramente. Allí ha aprendido a despreciar el presente, la vecindad, la vida y a sí mismo — y nosotros, habitantes de tierras más luminosas de la naturaleza y del espíritu, recibimos aún en nuestra sangre, por herencia, algo de este veneno del desprecio hacia lo más cercano.»

¡Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas…! 

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sábado, 1 de junio de 2024

DE LA GENEALOGÍA DE LA MORAL


 Si Nietzsche es uno de los pensadores más interesantes, originales e influyentes de la contemporaneidad, De la genealogía de la moral es, como señala Jaime Aspiunza en el prefacio, uno de los libros más leídos del autor y, seguramente, uno de sus títulos que más fácilmente y de forma más completa expone sus ideas acerca de la moral. 

Es evidente que en esta presentación no va a poder estar el autor, pero que en ella vayan a estar dos especialistas en el filósofo germano y que uno de ellos sea además el editor y traductor del título en cuestión garantiza, sin duda, la calidad y el interés de cuanto en ella digan. 

Para quien necesite un estímulo antes de decidirse a acudir a la presentación del día 5 en la librería Zubieta-Troa, puede echar vistazo a los capítulos 78, 9, 10, 11 y 12 de la serie Nietzsche descomplicado que el propio Aspiunza ha redactado. 
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martes, 28 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 12

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Tras preguntarse qué significan los ideales ascéticos para el artista y para el filósofo, pasa Nietzsche en la que va a ser la parte más larga –y tal vez la más sobresaliente– del tercer tratado de su Genealogía de la moral, las secciones 11-22, a ocuparse del sacerdote, de los sacerdotes, que han sido los creadores y administradores del ideal ascético, ideal que han convertido en cultura. Así, por mucho que los sacerdotes en sentido estricto hayan pasado a desempeñar un papel secundario en nuestro mundo actual, pervive en él, sin embargo, en la cultura europea, cristiana, una cultura modelada a lo largo de siglos de preponderancia sacerdotal, el sentido que estos le dieron.

Hablo de los tiempos de Nietzsche, pero, como tendremos ocasión de ver, también de los nuestros. Fenómenos que pueden parecernos de pujante actualidad, nos los encontraremos retratados por Nietzsche casi al pie de la letra.


El sacerdote ascético es el verdadero representante de la seriedad, comienza Nietzsche. La seriedad tiene que ver con el valor que dan a esta vida, poniéndola «en relación con una existencia totalmente distinta, de la que resulta contraria y excluyente, a no ser que se vuelva contra sí misma, que se niegue a sí misma; en este caso, el de una vida ascética, se considerará la vida como un puente que lleva a esa otra existencia distinta».

Esta vida es devenir y transitoriedad; la otra, ser y estabilidad eterna. Y aunque la otra sea solo imaginada, tiene, sin embargo, un poder tan extraordinario sobre esta que hace que esta se devalúe y se niegue a sí misma, convirtiendo el ser imaginado en aquello que se debe alcanzar por medio de una actividad incesante orientada por el ideal ascético. Esta vida es un «valle de lágrimas», un error que debemos, no solo refutar, sino durante toda la vida enmendar.

Este modo atroz de valorar, añade Nietzsche, no es una excepción, «es una de las realidades más extendidas y duraderas que existen». La Tierra es el astro ascético por excelencia. El que se dé esa hostilidad tan generalizada contra la vida debe de ser, avanza Nietzsche, en interés de la propia vida; si no, no se entiende nada.


Las últimas líneas del ensayo (y del libro) explicitan la hipótesis nietzscheana: «ese odio a lo humano, más aún a lo animal, más aún a lo material, esa repugnancia a los sentidos, a la propia razón, ese miedo a la felicidad y a la belleza, ese ansia de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, y del ansia misma — ¡todo eso, intentemos comprenderlo, supone una voluntad de nada, una voluntad contraria a la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero no deja de ser una voluntad!…»

Tenemos ahí una pintura más completa de lo que es el ideal ascético: a) repugnancia a los sentidos y a la razón, por cuanto la razón debería hacerse cargo del carácter sensorial del ser humano, no oponerse a él; b) miedo a la felicidad y a la belleza, que siempre parecen engañosas y efímeras ya que lo que llevamos grabado en las entrañas como único valor es la permanencia, y nos resultan más de fiar las situaciones duras y dolorosas; c) ese empeño en buscar el ser, el verdadero ser bajo la apariencia, con el consiguiente desprecio de lo que se muestra y se nos da, ignorado por mor de lo que se cree debería ser, y no es; d) el rechazo del cambio y la transformación, e) en fin, del deseo y de la propia ansia, que redunda en que actúen de modo mucho más ciego e imprevisto que si no se rechazaran por principios morales y configuración sensible-intelectual.

Todo ello es «paradójico en grado sumo», y Nietzsche intenta desplegar la paradoja. Lo que en términos lógicos es una contradicción, «la vida contra la vida», en términos fisiológicos es «un sinsentido»: no puede ser más que aparente, aunque psicológicamente haga de la corporalidad «una ilusión». La corporalidad, sin embargo, es ara Nietzsche el punto de partida de cualquier reflexión; lo que estamos siempre pensando es nuestra naturaleza corporal. Somos un cuerpo que piensa, de donde se deduce que nuestro pensamiento viene determinado por su corporalidad.

En un fragmento de 1885 afirma Nietzsche: «Es esencial partir del cuerpo y utilizarlo como hilo conductor. Es el fenómeno más rico, que permite una observación más clara.» El punto de partida de todo pensamiento o juicio es la sensación… Que sí, que podrá ser engañosa, como se ha repetido una y otra vez, pero si el pensamiento, el juicio concreto no remite a sensaciones concretas que de algún modo –más o menos engañoso– revelan el mundo, entonces ese juicio es puro disparate.

Insisto: para Nietzsche el ser humano es, antes de nada, corpóreo. Y esta corporalidad, negada por la tradición de Occidente, es la que le lleva a rechazar la existencia de conceptos como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí», etc. Estamos siempre situados; así: «No hay más ver que el perspectivista, ni más «conocer» que el perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que dejemos hablar acerca de una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos, con que sepamos mirar a una sola cosa, tanto más completo será el “concepto” que nos hagamos de esa cosa, nuestra “objetividad”.»


La solución, pues, a lo engañoso de las sensaciones no está en el rechazo y desprecio, sino en la reiteración y contraste de las experiencias sensoriales. Ahí está el comienzo de lo que se llama ciencia. Lo cierto es que hoy día está adquiriendo cada vez mayor repercusión la idea de una mente encarnada o, mejor, corporeizada.

Volvamos al sacerdote ascético. Aclaremos la paradoja: «el ideal ascético – propone Nietzsche– nace del instinto de protección y de curación de una vida que está degenerando, la cual procura por todos los medios conservarse, y lucha por su existencia», es una maniobra de conservación de la vida. Al fin al cabo, el sacerdote ascético es el deseo, hecho carne, de ser distinto, de estar en otro sitio. Así, el que parece negador de la vida es una de las potencias conservadoras y afirmativas.

Esa vida que está degenerando es la de los seres humanos débiles, enfermizos, «los ya fracasados, derrotados, hundidos», que están hartos de sí mismos, que se desprecian…: esos, como veíamos en algún capítulo anterior, odian al vencedor. Y si estas palabras resultan a los oídos de hoy día excesivas, odian la fuerza activa, porque no la tienen. Y de este odio han hecho virtud. Eso es el resentimiento, obra cumbre del sacerdote ascético en su rebaño.

Uno de los rasgos para Nietzsche fundamentales del ser humano es el afán de distinción, que se puede lograr de muchas maneras; una de ellas, operante hoy por doquier, es la superioridad moral: «Andan dando vueltas entre nosotros cual reproches vivientes, como advertencias a nosotros dirigidas, — como si la salud, el estar bien constituido, la fuerza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran ya en sí cosas viciosas que uno algún día tendrá que expiar, y que expiar amargamente: ¡ay, qué dispuestos están en el fondo ellos mismos a hacer expiar, cómo anhelan ser verdugos!» Jueces, almas bellas…

El sacerdote está también enfermo, pero su instinto, su maestría, su arte –y su felicidad– está en dominar a quienes sufren. Está enfermo pero es más fuerte, es la primera forma de un animal más delicado, que, más que odiar, desprecia.

Él calma a los débiles, a los enfermos, a la vez que envenena la herida; y buscando un culpable sobre el que poder descargar los afectos, lo que hace es alterar la dirección del resentimiento. Por medio de emociones más intensas que desvíen la atención del dolor, lo anestesia. Y al que sufre le convence de ser él mismo el culpable del sufrimiento. «Es falso», replica Nietzsche, mas de ese modo se ha alterado la dirección del resentimiento.

Se vuelven así inofensivos los enfermos, al orientarse sus peores instintos a «lograr que se disciplinen, se vigilen y se superen a sí mismos». Con todo, el sacerdote ascético trata solo los síntomas: alivia el sufrimiento, consuela…, lo que Nietzsche reconoce que es una genialidad. No obstante, los medios empleados para luchar contra el sentimiento de displacer resultan inhibidores de las fuerzas vitales.

El primero consiste en reducir «la sensación de vitalidad a su nivel más bajo»: a ser posible, no más querer, no más desear; evitar todo lo que dé lugar a afectos; no amar, no odiar… Esto es, la negación de sí, la santificación. — Este recurso no tiene hoy en principio muchos seguidores, aunque cabría pensar si el bombardeo emocional en que sobrevivimos, justamente por el exceso, no es de la misma especie inhibitoria.

El segundo es la actividad maquinal, que ya sabemos que es una de las formas más elementales de mitigar el sufrimiento de la existencia: la actividad maquinal, «el cultivo de la “impersonalidad”, el olvido de sí…», el perderse o alienarse en las identidades prêt-à-porter.

Un tercer recurso, al igual que el anterior, muy de nuestros días, es el darse una pequeña alegría fácilmente asequible. Y Nietzsche no está pensando en comprarse algo o darse un pequeño lujo, que es lo primero que se nos viene a las mientes, sino que nos recuerda, como forma más frecuente de alegría justamente el causarla en los demás: dar alegría es quizá la forma más cristiana de darse alegría. Así, el amor al prójimo excita, bien que de manera prudente, la pulsión más afirmativa de la vida, que Nietzsche denomina la voluntad de poder.

«Formar un rebaño es un paso esencial en la lucha contra la depresión»: «todos los enfermos, los enfermizos tienden instintivamente a la organización gregaria», y en ese reunirse encuentran placer.

Los tres recursos vistos hasta ahora son los recursos inocentes en la lucha contra el displacer. Los recursos culpables tienen todos ellos un rasgo común: «un exceso cualquiera del sentir», a modo de anestésico frente a «lo sordo, paralizante y duradero del dolor». ¿Cómo? «En principio todos los grandes afectos tienen esa capacidad, eso sí, siempre que se descarguen de súbito: la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad; y el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a la jauría entera de perros salvajes que hay en el hombre […] Todo ese exceso del sentir, como se comprenderá, se cobra luego su precio — pone más enfermo al enfermo —: y por eso esa clase de remedios del dolor se consideran, según un criterio moderno, “culpables”.»

No obstante, reconoce Nietzsche, el sacerdote ascético lo empleó con buena conciencia, creyendo en su utilidad, es más, en que era imprescindible. Explotando, eso sí, la «mala conciencia» de sus feligreses, su sentimiento de culpa. El sufrimiento, en este paradójico tirabuzón psico-fisiológico, viene a ser en realidad un castigo por una culpa en que el sufriente ha incurrido en una parte de su pasado. Del enfermo se ha hecho el pecador, «y ya no nos libramos de la presencia de este nuevo enfermo durante milenios».

¿Para qué ha servido esto? ¿Ha mejorado al ser humano? Si por «mejorado» entendemos «domesticado, debilitado, desanimado, refinado, reablandecido, etc. (es decir, casi lo mismo que perjudicado», entonces sí.

«En resumen, el ideal ascético y su culto moral‑sublime, la sistematización más ingeniosa, carente de escrúpulos y peligrosa de todos los recursos de exceso del sentir bajo la protección de intenciones sagradas se ha inscrito de una manera terrible e inolvidable en la historia entera de la humanidad; y, por desgracia, no sólo en su historia… Difícilmente sabría aducir alguna otra cosa que haya afectado de manera tan destructiva a la salud y el vigor de la raza, principalmente de los europeos, como dicho ideal; sin ninguna exageración, se puede decir que ha sido la verdadera fatalidad de la historia de la salud del hombre europeo.»


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martes, 14 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 11

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

En la segunda parte del tercer tratado de De la genealogía de la moral se pregunta Nietzsche qué significan los ideales ascéticos para el filósofo.

Sin solución de continuidad, pasa Nietzsche de Wagner a Schopenhauer, a su  concepción del arte y a su relación con el ideal ascético. En el caso de los filósofos, que hablan en nombre propio, y no a través de personajes o de máscaras, está en su psicología la clave que nos permitirá ver su relación con el ascetismo. Por más que el filósofo pretenda ser objetivo y dejar en segundo plano su persona, esta, la estructura más profunda de esta, sus  pulsiones dominantes dejan huella en su obra. Por medio de este naciente psicoanálisis tratará Nietzsche de  ejemplificar en Schopenhauer el significado  del ideal ascético para los filósofos, más radical que para los artistas.

Y toma en consideración la noción de belleza estética que Schopenhauer contempla en su caracterización de la obra de arte. Lo sitúa a la estela de Kant, quien lleva a cabo sus reflexiones estéticas en la Crítica de la facultad de juzgar desde la perspectiva ¡del espectador! (Lo que para Nietzsche es un grave error pues arrima la cuestión del arte del lado del conocimiento y no de la creación.) En una expresión que al menos en el mundo de la estética se ha hecho famosa, Kant vendrá a decir que es bello lo que place sin interés alguno, desinteresadamente. Nietzsche contrapone la posición de Kant a la de Stendhal, quien en un fingido diario de viaje publicado en 1817, Roma, Nápoles y Florencia, anotaba que la belleza es siempre una promesa de felicidad, refiriéndose, ciertamente, a la de un grupo de mujeres que veía a la salida de un baile.

La expresión «sin interés alguno», Schopenhauer, que tuvo una relación con las artes mucho mayor que Kant, la interpretó de la manera más personal imaginable: «De pocas cosas habla Schopenhauer con tanta seguridad como del efecto de la contemplación estética: le atribuye a esta justo el efecto de contrarrestar el “interés” sexual, y nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del estado estético, ese librarse de la “voluntad”.» Nietzsche llega incluso a preguntarse si la noción de voluntad, básica en la obra de Schopenhauer –El mundo como voluntad y representación– no tendría su origen en una generalización de dicha experiencia sexual. Al fin y al cabo, Schopenhauer tenía veintiséis años cuando escribió su gran obra.

A Schopenhauer la belleza –artística– le apaga el deseo, lo que a los ojos de Nietzsche no significa desinterés alguno, sino el reconocimiento de que el arte le libera de una tortura… 

No solo en Schopenhauer, que personalmente consideraba a la mujer instrumento del diablo y la sexualidad, su enemiga, sino en general constata Nietzsche que «existe una auténtica inquina y un auténtico rencor por parte de los filósofos contra la sensualidad», a la vez que «una auténtica predilección y apego por el ideal ascético».

¿Qué significa eso? «Todo animal –comienza la respuesta de Nietzsche– tiende instintivamente a lograr un optimum de condiciones favorables en las que pueda descargar por completo su fuerza y logre un maximum de sentimiento de poder; [… y] aborrece todo tipo de obstáculos que se le pongan o se le puedan poner en el camino a ese optimum».

Y ese óptimo «no es el camino a la “felicidad” sino su camino al poder, a la acción, al hacer más poderoso, y, en la mayoría de los casos, el camino de hecho a la infelicidad».

No hay, pues, negación, resentimiento, sino una voluntad de poder fuerte, y es que «cierto ascetismo, una renuncia severa pero serena hecha del mejor grado se cuenta entre las condiciones más favorables de la espiritualidad más elevada, y también entre sus consecuencias más naturales».

Los filósofos no buscan la felicidad o la dicha; lo que para su tarea es imprescindible es «estar libres de coerción, molestias, ruido, quehaceres, obligaciones, preocupaciones; […] los filósofos, al pensar en el ideal ascético, piensan en el ascetismo bienhumorado de un animal divinizado al que le han salido alas y que, más que reposar, deambula, vaga por la vida».

Un ascetismo bienhumorado, jovial en el que la castidad, por ejemplo, no corresponde efectivamente a un odio a los sentidos, sino a la necesidad de preservar la energía que podría volcarse en el sexo para el pensamiento. En fin, la sensualidad no queda anulada en el estado estético, como suponía Schopenhauer, sino que se transforma y no se presenta a la conciencia como estímulo sexual.

La castidad del filósofo no es, por lo tanto, «virtud» alguna, sino una de las condiciones para una existencia óptima, centrada «en su más estupenda fecundidad». Fecundidad, como es de imaginar, que no halla su meta en tener hijos, sino en realizar su obra, en pensar, en cultivar su espiritualidad. («Espiritualidad» no mienta aquí nada religioso, sino la fuerza, la potencia global que se manifiesta en el intelecto, la sensibilidad y la creatividad).

Un fragmento póstumo de ese mismo verano lo corrobora: «El deseo, la apetencia de arte y de belleza es un deseo indirecto de los éxtasis de la pulsión sexual». Es lo que Freud llamará luego sublimación.

Años antes había ya avanzado esa relación íntima, erótica entre la facultad de conocimiento del ser humano –dicho sea conocimiento en el sentido más amplio posible, desde la ciencia hasta la poesía– y la belleza y la felicidad o, para ser más preciso, la alegría de vivir: «…mas en lo que no piensan es en que el conocimiento, aunque sea el de la más espantosa realidad, es bello y hermoso, ni en que aquel que practica a más y mejor el conocimiento acaba estando muy lejos de encontrar espantoso el todo de la realidad, en cuyo descubrimiento obtiene siempre tanta alegría. ¿Es que acaso hay algo que sea “bello en sí”? La alegría de quien se dedica al conocimiento multiplica la belleza del mundo y hace que todo lo que hay en él resulte más luminoso y alegre; el conocimiento no sólo rodea las cosas de belleza sino que a la larga las llena de belleza; — ¡ojalá la humanidad futura dé testimonio de esto!» (Aurora, 550).

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martes, 7 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 10

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Nos has explicado el contenido del primer tratado y del segundo. Sigamos avanzando. Explícanos, por favor, qué es lo más esencial del tercer tratado.

El tercer tratado de De la genealogía de la moral se plantea la pregunta por el significado de los ideales ascéticos, en el buen entendido de que son estos los que caracterizan la moral cristiana. 

«¿Qué significan los ideales ascéticos? — Para los artistas, nada o muchas cosas diferentes; para los filósofos y los hombres de letras, una suerte de olfato o de instinto para descubrir las condiciones propicias para una espiritualidad elevada; […] para los sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la autorización “altísima” para ejercerlo; por último, para los santos, […] Ahora bien, en el propio hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas diferentes para el hombre se manifiesta la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui: esa voluntad necesita una meta, — y prefiere querer la nada a no querer.» 

Así comienza el más largo de los tres tratados o ensayos que componen De la genealogía de la moral. A lo largo de 28 parágrafos, unas 70 páginas en la edición que estoy examinando, Nietzsche considerará lo que significan –los ideales ascéticos– para los artistas, los filósofos, los sacerdotes y, por último, para la ciencia, y cómo será justamente en la conciencia científica donde se venga a superar dicho ideal ascético (entendido ahora de manera colectiva), al igual que ha sido la pujanza de la veracidad en el cristianismo la que ha llevado a que la moral cristiana se supere a sí misma. 


La expresión «ideal ascético» (o «ideales», como figura en el título) parece ser de forja propia, y para Nietzsche viene a representar el extremo, el ápice de la pretensión moral cristiana. De manera paradigmática, u ostensiva, los encontramos en los votos de las órdenes religiosas: humildad, pobreza y castidad; la manera europea –anotará en apuntes de la época– de aspirar al faquirismo.

Es decir, el ascetismo no es específico del cristianismo, aunque haya llegado a convertirse en uno de sus rasgos esenciales. Tampoco provendría del judaísmo, que no renuncia a la vida por mor de la religiosidad. Del propio Jesús dirán: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Mateo, 11:19).

Max Weber, que tomará el término de Nietzsche, señala en La ética protestante… cómo es la Reforma protestante la que da al ideal ascético el sentido moderno, activo pero mundano, a diferencia del monacal, que era también activo pero apartado del mundo.

No hay, pues, una definición unívoca del ideal ascético, puesto que es una noción histórica, esto es, que va variando a lo largo del tiempo y en los distintos lugares en que aparece. Por eso Nietzsche revisará algunos de los diferentes sentidos que en diferentes figuras posee. Comienza con el artista –podríamos decir–, el caso más básico, menos serio de ideal ascético.

Nietzsche se centra en Wagner, a quien toma como caso ejemplar, o típico. Ciertamente, no de las tres «virtudes» monacales, por supuesto, sino solo de la tercera, de la castidad, que habría llevado en sus últimas obras al escenario.

Es conocida la admirativa amistad del joven Nietzsche con el músico de Leipzig, a quien tanto en El nacimiento de la tragedia como en la cuarta intempestiva, Richard Wagner en Bayreuth, había reputado de músico dionisíaco. En El caso Wagner, por el contrario, representativo del vuelco que la opinión de Nietzsche habría sufrido, lo considera más un retórico, un representante de ideas, que un músico. Pero volvamos a GM III.

«¿Qué significa que Richard Wagner en su vejez rinda homenaje a la castidad?», concretamente en su obra Parsifal. Hubo otra época, «la más fuerte y gozosa, la más animosa», cuando Wagner pensaba en Las bodas de Lutero, donde castidad y sensualidad no exhibían una oposición trágica. Al fin y al cabo, en los seres humanos «mejor hechos y mejor humorados», esa sana contradicción –espritualización y sensualización juntas– es uno de los alicientes de la vida; Nietzsche piensa en Hafiz, en Goethe y en Feuerbach, a quien Wagner se había acercado en los años treinta y cuarenta.

«¿Acabó Wagner cambiando de ideas al respecto?», cuando recomienda la castidad contra la sensualidad. Nietzsche no se pronuncia. Lo que sí le parece claro es que acabó queriendo enseñar la castidad, «que obra milagros», como asegurará en Religión y arte, escrito wagneriano de 1880.

Aun cuando pueda haber sido una «veleidad de artista», que no necesariamente se identifica personalmente con el contenido de sus indagaciones artísticas (en las leyendas de la Edad Media), lo cierto –apunta Nietzsche– es que sí halla «un deseo y una voluntad secretos de predicar la marcha atrás, la conversión, la negación, el cristianismo»…

En El caso Wagner da cuenta, sin embargo, más detallada del carácter no dionisíaco de su música, lo que la alejaría de la vida, asociándolo así con el ideal ascético. Wagner habría defendido roda la vida –dice Nietzsche– que su 
«música no suponía solamente música», que su música ¡era más!, «significaba lo infinito».

De ahí que lo considere «el comentarista de la “idea”», dicho sea en sentido hegeliano: «algo que es oscuro, incierto, misterioso; entre los alemanes la claridad es una objeción y la lógica, una refutación». Wagner se inventó así «un estilo que “significa lo infinito”»: «La música como “idea”».

A esa música de enigmas, de símbolos, a esa policromía del ideal; de lo infinito y la significación; de Wotan y el mal tiempo contrapone Nietzsche «la gaya scienza: los pies ligeros; humor, fuego, encanto; la gran lógica; la danza de las estrellas […] el mar en calma — la perfección».

¿Qué significa, pues, el ideal ascético en el artista? «¡Nada en absoluto!»: nada concreto, tantas cosas. No son los artistas lo suficientemente independientes como para que sus valoraciones tengan interés. Así, el cambio en Wagner lo achaca Nietzsche a su embeleso con Schopenhauer, al hecho de que lo tomara por guía. Por razón –esto último– de la soberanía que Schopenhauer adjudicaba a la música: la música sería el arte independiente, que habla el lenguaje de la propia voluntad, «esencia» originaria y primigenia del mundo y de la vida. No nos habla de las cosas concretas de la vida, sino de Lo Profundo, de Lo Infinito.

Y eso hace que el músico se convierta en «oráculo, en sacerdote, […] en una suerte de bocina del “ensí” de las cosas, en un teléfono del más allá, — en lo sucesivo hablaba no sólo de música, este ventrílocuo de Dios, — hablaba de metafísica: ¿qué tiene de extraño el que un día acabase hablando de ideales 
ascéticos?
…»

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martes, 30 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 9

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).



El segundo tratado de De la genealogía de la moral se ocupa de la procedencia –u origen múltiple– de la mala conciencia, de la culpa, que es también la de la responsabilidad.

Parte Nietzsche de la animalidad del ser humano, de los tiempos prehistóricos en que el animal humano poderoso, al igual que las rapaces fuertes se alimentan de corderitos, sometía a los débiles sin el menor asomo de remordimiento –estaba en su naturaleza–, y se pregunta cómo se ha podido pasar de esa animalidad brutal al humano actual, cargado de una mala conciencia –llamémosla– preventiva.

La moral nos ha inculcado la conciencia de que someter al otro, esclavizarlo, robarle lo suyo, violarlo, matarlo son cosas que no se deben hacer, por más que en las guerras sigan practicándose. La pregunta que Nietzsche se plantea es cómo ha logrado la naturaleza que ese animal violento deje –al menos en parte– de serlo y se atenga a esa serie de normas que sostienen nuestra civilización.

Más en concreto, se pregunta cómo ha llegado la naturaleza a criar un animal que pueda permitirse prometer.

El animal violento, esa banda de salteadores, de animales de rapiña –«la espléndida bestia rubia que merodea codiciosa de presas y de victoria»– viviría en el presente, dejándose llevar por los más primitivos instintos, con escasa memoria y, ciertamente, sin necesidad alguna de tener en cuenta al otro.

Para que llegue a ser responsable de sus actos y de las consecuencias de sus actos se ha tenido que dar una larga crianza, cuyo principal medio o instrumento –descubrirá Nietzsche– es la crueldad. Un cuerpo caracterizado fundamentalmente por la desmemoria –una desmemoria que es activa, no simple olvido– solo a través del dolor llega a recordar, a conservar grabadas en sí mismo las nuevas costumbres o normas que lo van civilizando: «se acaba por retener en la memoria cinco o seis “no quiero” que se prometen respetar a fin de disfrutar de las ventajas de vivir en sociedad, — ¡y efectivamente!, ¡gracias a una memoria de ese tipo se acaba llegando “a la razón”!».

Inciso: estas son las conclusiones a las que llega Nietzsche basándose en lecturas de antropología, historia del derecho, biología, psicología y demás. Para el mundo biempensante de su época (y de la nuestra) ese referir la razón a la sinrazón, la civilización a una historia de la crueldad es algo inasumible, insoportable, por lo que suele deshacerse del espanto que la idea le provoca tachando a Nietzsche de «irracionalista», que es una manera como más filosófica de llamarle –hoy en día– fascista. El exabrupto suele provenir esencialmente de gente que se considera de orden, como cristianos y marxistas, afortunados conocedores de la Verdad.

Nietzsche nos recuerda cómo hasta muy recientemente toda celebración que se precie de tal incluye elementos de crueldad: «Ver sufrir produce bienestar, hacer sufrir, más bienestar aún — es una tesis dura, pero es un axioma antiguo,  poderoso, humano, demasiado humano, que, dicho sea de paso, acaso suscribieran también ya los monos». 

Esta sería la primera tesis relativa a la procedencia de la culpa y la responsabilidad. Esta se logra grabando en el animal humano por medio del dolor la conciencia de culpa ante determinadas acciones posibles.

Hay una segunda tesis especialmente original. Y es que –aprovechando que en alemán el mismo término dice deuda y dice culpa, Schuld– la culpa y la responsabilidad en cuanto relación entre individuo y sociedad se modela según la anterior relación, de tipo económico, entre deudor y acreedor. Es en esta relación, naturalmente de las más antiguas, puesto que el intercambio ha existido siempre, donde se va fraguando la promesa de cumplimiento de las 
normas sociales:

«El deudor, para inspirar confianza ante la promesa de reembolso, para dar una garantía de que su promesa es seria y sagrada, para inculcarse a sí mismo, en su propia conciencia, que el reembolso es un deber y una obligación, a través de un contrato y para el caso de que no pagara su deuda, empeña a favor del acreedor algo que todavía “posee”, sobre lo que aún tiene poder, por ejemplo, su cuerpo o su mujer o su libertad o incluso su vida (o, según ciertos presupuestos religiosos, hasta la bienaventuranza, la salvación de su alma, y, en última instancia, aun la paz del sepulcro: esto sucedía en Egipto, donde ni siquiera en el sepulcro encontraba el cadáver del deudor reposo frente al acreedor)
».

Al acreedor se le concede una suerte de sentimiento de bienestar, el derivado de descargar su poder sin el menor escrúpulo sobre alguien impotente, «el regodeo de hacer violencia», participando así de un derecho de señores. Recordemos: «Ver sufrir produce bienestar, hacer sufrir, más bienestar aún».

Con la sociedad existe un contrato, implícito pero férreo, por el cual el individuo debe a la sociedad, a cambio de los bienes y comodidades que la vida en común le procura –hoy solemos olvidarnos de esto: la protección, el cuidado, la confianza frente a ciertos daños y hostilidades– una manera de ser y de actuar que no contravenga sus normas, sus costumbres. El castigo al transgresor es una manera de recordárselo, así como de recobrar la deuda en que este ha incurrido.

Nietzsche reconoce –«la forma es fluida, el “sentido” lo es aún más…»– la multiplicidad de sentidos que hoy en día posee el castigo, y la imposibilidad de 
decidir entre ellos. Lo que sí le resulta asaz discutible es que el castigo sea una
manera de despertar en el culpable el sentimiento de culpa: los remordimientos de verdad rara vez se dan entre delincuentes y presidiarios, confirma.

Con estos elementos –el axioma de la crueldad constituyente del ser humano, el inicio de la relación individuo-sociedad en la relación deudor-acreedor– lanza Nietzsche su hipótesis particular acerca del origen de la mala conciencia. Esta sería la grave enfermedad a que se ve conducido el ser humano por causa de la presión terrible que para él supone el verse «encerrado de manera definitiva en la esfera de poder de la sociedad y de la paz». De ser un semianimal felizmente adaptado a la selva, la guerra y la aventura, de golpe ve sus instintos devaluados, y deja de poder contar con sus pulsiones reguladoras, guías inconscientes pero infalibles, y se ve reducido «a pensar, deducir, calcular, combinar causas y efectos, ¡a su “conciencia”, de sus órganos el más pobre y el más dado al error!».

Así, «los instintos que no se descargan hacia fuera se vuelven hacia dentro», comienza de esa manera a crecer lo que se llamará «alma». Los instintos salvajes se vuelven contra el propio hombre. «La enemistad, la crueldad, el goce en la persecución, el asalto, el cambio, la destrucción — todo eso se vuelve contra el poseedor de tales instintos: tal es el origen de la “mala conciencia”.»

Se reprimen aquellos instintos que serían destructores de la vida social, y dicha represión conlleva la mala conciencia respecto de la parte del ser humano que está constituida por dichos instintos. A través de la creación de la mala conciencia es como aprende aquel animal humano a mantener interiorizados tales instintos destructivos, permitiéndose conservar la paz y la vida social. Eso sí, a cambio, la mala conciencia supone una enfermedad del instinto de libertad, coartación que el propio individuo, en cuanto ser social, se inflige a sí mismo.

Al final del tratado se plantea Nietzsche si será posible deshacerse de la mala conciencia, recuperar una nueva inocencia: «Durante demasiado tiempo ha contemplado el hombre con “malos ojos” sus inclinaciones naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la “mala conciencia”. En sí sería posible hacer un intento en sentido contrario — pero ¿quién es lo bastante fuerte para ello? — a saber, el intento de hermanar con la mala conciencia las inclinaciones no naturales, todo ese aspirar al más allá, y a todo lo que es contrario a los sentidos, los instintos, la naturaleza, lo animal, en una palabra, los ideales habidos hasta ahora, todos ellos hostiles a la vida, denigratorios del mundo.»

«Para lograr [este] fin harían falta espíritus distintos».

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